Basura espacial y bazofia étnica
Encontré dos reportajes interesantes en la versión sabatina de pobre del New York Times que ofrece un diario paceño.
Uno grande, referente a la basura espacial. Hay más de veinte mil piezas de ella dando vueltas a la Tierra a la alucinante velocidad de 27 mil kilómetros por hora: partes de viejos cohetes y satélites muertos en su mayoría, dicen. Nada se ha hecho desde que en 1978 se pronosticara el Síndrome de Kessler: el efecto cascada que se produciría cuando desechos espaciales empezaran a chocar entre sí. No sé si la cascada ilustra la carambola que ocasionarían al colisionar inclusive con satélites activos, o si hablan de segmentos ígneos al caer al planeta.
Quizá gracias a los achachilas, tatanakas y mamanakas que invocaba un amigo paceño con mucho de árabe y nada de aymara, lo segundo no ocurrirá: la basura se quemaría al entrar a la atmosfera. Es improbable que lleguen a la superficie terráquea, e infinitesimal la chance de caer en la cabeza de algún infeliz. Libran de charlatanees que ofrecen devolver parejas infieles y amarres amorosos, que alguna vez me hicieran soñar de uno con Ornella Muti. Si alguno convence incautos por ser “caído del rayo”, serían docenas que alegarían ser “caídos del espacio”.
La primera posibilidad me hizo cavilar en imprevistos ocultos de la aventura espacial. ¿Qué haríamos si de buenas a primeras algún desecho espacial ruso choca con el satélite Túpac Katari de 300 millones de verdes? La basura pertenece al país que la llevó a la órbita, dicen. Como no podemos declarar la guerra a Rusia, me sale urticaria pensar en otra agenda de trece puntos, como la que hace reír a los chilenos. Lo más que podríamos hacer es protestar.
Por lo demás, quedaríamos sin comunicaciones. Nada inusual ahora que la monserga del régimen hace sufrir los efectos de la imprevisión, con cortes intempestivos de energía. Peor sería perder las charlas a la orilla del cocal, llamadas así imitando aquellas al borde de la chimenea del Presidente Roosevelt en los años 40, si es que Evo Morales quiere desmarcarse de remedar las peroratas de horas del programa “Aló Presidente” de Hugo Chávez.
Como en la fragancia de los perfumes, un artículo de Tom Brady, siendo pequeño, estaba más concentrado. Se titula “Más allá de la raza”. Sostiene que el mundo moderno amplió nuestra noción de identidad y “en algunos casos debilitó el sentido de pertenencia a una familia, a una tribu, a una cultura o a un país”. Opino que en Bolivia ocurre al revés. El absurdo encajonamiento en 36 “nacionalidades” ha debilitado la identificación con la bolivianidad y fortalecido el sentido de pertenencia a etnias y culturas, algunas supuestas.
Mucho de la identificación con reales o imaginarios ancestros indígenas tiene que ver con la angurria. Las tribus de California, por ejemplo, se han enriquecido con las ganancias de casinos en sus reservaciones, que en Bolivia serían los “territorios comunitarios de origen” (TCO), al punto de apelar a obsoletas leyes de la sangre para establecer quiénes tienen derecho a la repartija. Por no tener suficiente sangre india, han excluido del botín a 2 mil quinientos miembros. En Bolivia aún no se han avispado a cohonestar la lucrativa ludopatía; sin embargo, la codicia asoma su cara fea en demandas de tajadas monetarias, como las de guaraníes exigiendo “peajes” por instalaciones petroleras o gasoductos que atraviesan sus TCO.
El meollo del problema está en la categorización censal de la gente. En EEUU, el censo da 15 opciones de “raza”. Una es “otra raza”; 18 millones de latinos optaron por ella en 2010. Entre ellos, quizá estaba un amigo mexicano pelirrojo de ojos claros. O mi primogénito, hijo de boliviano variopinto y una belleza sureña estadounidense.
En la boleta censal boliviana no hay semejante válvula de escape, tampoco una opción que represente a la mayoría mestiza de bolivianos ¿Fungirá de indígena la cholita valluna, blanca como la leche y los ojos verdes? Y no me vengan con que las opciones de las “nacionalidades” son culturales, si tales atributos son cambiantes y se ajustan a las circunstancias y prácticas de la mayoría. Si lo racial es obsoleto, lo étnico es relativo y lo cultural, maleable, ¿en qué se basan los criterios actuales para encasillar a los bolivianos en el Censo?
Es de reconocer que tal vez las políticas étnicas del Gobierno estén contribuyendo a que la gente se sienta orgullosa de sus ancestros, que pueden ser indígenas en mayor o menor grado. La pena es que semejante logro se haya obtenido mediante la confrontación y el resentimiento de grupos sociales definidos en base a origen étnico, contra el dudoso colectivo de “blancos”. No otro ácido destilado gotea de discursos y arengas de fundamentalistas que quieren borrar vestigios de colonialismos, hegemonías étnicas y otros demonios reales o imaginarios de la historia nacional.
Yo mismo, siendo camba riberalteño de pocas canas, jugueteo con ser tacana al ser achacado por mis amigos de apelar a chanchullos de tintes. Mi faz denuncia ocho siglos de moros en España y mi apellido es gallego, no portugués como alguno pensara. Ni de Extremadura, como imaginara mi hijo gringo, que nació con un morete pasajero en la nalga, insinuando maltrato médico. Mi profesor de antropología aclaró que era la mancha mongólica. Evidencia sangre amerindia, me dijo, cosa que no se podía endilgar a su blanca, anglosajona y protestante mamá.
(02032012)