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Catolicismo político tradicional, liberalismo, socialismo y radicalismo en la España contemporánea

Por: Javier Barraycoa

Fuente: Fundación Speiro

CUADERNO: LA RES PUBLICA CHRISTIANA COMO PROBLEMA POLÍTICO

1. Introducción

El presente escrito creemos que se puede resumir con la siguiente pregunta de Vicente Cárcel Ortí, que se plantea en una de sus obras: «Por qué no arraigó en España –como en otras partes de características similares– la democracia cristiana»[1]. Contestar esta cuestión nos retrotrae al inicio del título: «El catolicismo político tradicional» y sus avatares. En la medida que se intente reflexionar sobre el tema se irán abriendo una serie de hilos discursivos que no nos quedará más remedio –por exigencias de tiempo y espacio– que dejar apuntados. Otra cuestión que quedará esbozada al final del texto, pero de suma importancia, es conseguir explicar por qué se produjo una secularización casi inmediata en el proceso de transición democrática. Con otras palabras, ¿qué sucedió en un Estado confesionalmente católico para que se produjera aquella debacle tras dejar de serlo?

La cuestión que trataremos no es baladí pues afecta a la actual praxis de la política católica y a la comprensión del peculiar triunfo en España de las tesis católico-liberales, condenadas reiteradamente por el magisterio pontifico, que contrasta con la debilidad de la democracia cristiana (en cuanto que organización política) en comparación con otros países. También, otra incógnita a resolver, es por qué no arraigó en España un Partido Católico o un Zentrum. Los católicos españoles sufrieron durante más de un siglo las divisiones entre posturas enconadas que iban desde el integrismo al conservadurismo, pasando por el carlismo. Paradójicamente en la decimonónica España católica, tan profundamente contrarrevolucionaria, el liberalismo se asentaba gracias a sus apariencias moderantistas y conservadoras.

El catolicismo liberal en España, que nunca tuvo un arraigo popular como el tradicionalismo, sólo pudo cuajar en primera instancia en España tras tortuosos recorridos ideológicos y psíquicos [como el resentimiento[2]], influencias extranjerizantes como el romanticismo o el tradicionalismo filosófico francés. En este proceso cobrarán especial importancia los intentos explicativos del origen del nacionalismo, especialmente el catalán, que influirá en el bizcaitarra, pues será en aquél donde emergerán los primeros conceptos de «nacionalidad integral». Con otras palabras, deberemos revisar la influencia de Maurras en España. Que sólo en Cataluña o Vascongadas arraigara la democracia cristiana en forma de partido político no es casual. El catolicismo liberal en el resto de España siguió otros cauces, aunque tarde o temprano se entrecruzaran las corrientes católico-liberales.

Una de las tesis que propondremos es que el nacionalismo o patriotismo moderno español, en sentido jacobino, no deriva –como parecería lógico– de una evolución del tradicionalismo hacia el conservadurismo. Por el contrario, la pista original la encontramos en el catalanismo, contaminado ya de catolicismo liberal, que pondrá las bases para que arraigue en la España castiza un concepto de «nación» que separaba definitivamente la conceptualización de la Patria de su sentido tradicional para derivar en una forma conservadora o facistizante. La Patria y la Religión quedaban divorciadas de la forma de gobierno tradicional en España: la monarquía.

A pesar del carácter revolucionario del siglo XIX, esta ruptura intelectual, jurídica y afectiva tardó muchísimo en producirse. La clave de la mitigación del proceso revolucionario en España se podía explicar por un fenómeno singular: la persistencia de tradicionalismo contrarrevolucionario, a pesar de las constantes derrotas en los campos de batalla y su innegable persistencia como formación política en la época de paz. Como señala el profesor José María Alsina: «El carlismo tuvo arraigo popular gracias a su legitimismo dinástico, de tal modo que sin este hecho difícilmente hubiera aparecido en la historia española un movimiento semejante, aunque su principal y más profundamente motivación religiosa […]. Podríamos encontrar semejanzas con otros movimientos antirrevolucionarios como la Vandée, los tiroleses o los cristeros de México. Pero estos casos, después de haber fracasado su levantamiento militar desaparecieron como grupos políticos»[3]. Los cortafuegos contra el liberalismo estaban en la misma sociedad tradicional. Una vez derrotados los ejércitos legitimistas, la sociedad mantenía su misma esencia y apenas alcanzaba la influencia de las elites liberales al pueblo llano. Incluso en el ámbito religioso esta nefasta influencia sólo se pudo realizar a través de la política de elección de obispos.

La persistencia del tradicionalismo político (de forma más tenaz que en otros países de Europa) llevó consigo que ni la democracia cristiana pudiera arraigar con fuerza, ni que los católicos que querían ser fieles íntegramente a su credo pudieran sentirse cómodos en un conservadurismo decimonónico o en un nacionalismo español moderno. De ahí que constantemente se escuchen lamentos en aquellos católicos con vocación política que han malentendido que la democracia cristiana era la «evolución lógica» del magisterio social pontificio que arranca con León XIII[4]. O bien que se haya caído en un masivo «derrotismo» de los católicos, camuflado de «posibilismo».

2. La cuestión de la continuidad «vital» de la praxis de la política católica

Una previa, para adentrarnos en este complejo problema, es dilucidar en qué medida se puede plantear la legitimidad de ciertas posturas prácticas del catolicismo social y político actual, simplemente por el agotamiento de determinadas vías, bien por fracasos prácticos, bien por extinción «natural», bien por incapacidad de adaptación a nuevas dinámicas sociales. Con otras palabras, ante la desaparición de la posibilidad inmediata de una restauración de un Estado católico y la fulgurante secularización de la sociedad ¿Qué debemos hacer los católicos llamados por vocación a la política y a la restauración del Reino de Cristo? Se abre ante nosotros una dicotomía, o bien, como muchos han hecho, hay que aceptar «lo que hay», porque «no hay más» (hablamos en términos meramente de utilitarismo político: falta de organizaciones, medios, posibilidades de éxito, etc.); o bien emprender una emulación de Gedeón y casi desear que cada vez seamos menos, para que así Dios demuestre que la victoria es suya. Aunque el cuerpo y el alma nos pide esto último, ello no resuelve el problema de la «praxis» cotidiana del católico en la comunidad política. Ello se debe a la profunda ruptura de una tradición de Res publica christiana, que aunque se mantuvo en lo político durante siglos de Cristiandad, hasta la llegada de la Revolución francesa, ahora esta fractura se ha producido en lo social y en el alma de millones de católicos.

Cuando la tradición política católica finisecular se ha quebrado, estamos ante una dificultad conceptual: ¿se puede resucitar algo que ha muerto o entroncarse «artificialmente» con una tradición fenecida?, o bien estamos encaminados a hacer germinar de nuevo semillas que recorran un camino que las sociedades cristianas tardaron siglos en recorrer (y por tanto aceptar que es imposible la restauración inmediata de una Res publica christiana). Con otras palabras, hemos de ser conscientes del peligro que significaría no entroncar con una vía auténtica que nos hile con la tradición política católica. Uno de los hilos que prometimos dejar sin atar sería este: ¿cómo diferenciar el vivir tradicional del vivir en el tradicionalismo?[5]. En otros términos, podemos correr el gravísimo peligro de confundir la tradición (o tradicionalismo) con ideología. Hacemos hincapié en esta cuestión, pues la experiencia nos dice que no deja de haber un goteo constante de católicos que frustrados ante las tesis del conservadurismo político, se acercan a beber de las fuentes del tradicionalismo, aunque ello no suele acabar cuajando en una militancia o compromiso. Ello nos debería hacer reflexionar profundamente. La frustración de los buenos católicos ante el catolicismo liberal es fácilmente explicable, lo grave es tener que reconocer que no hay actualmente una clara vía para la praxis política católica tradicional capaz de acoger a los desencantados; aún más, capaz de sanarlos de las «heridas» del liberalismo. La pregunta que nos planteamos –a modo de mera hipótesis de trabajo– es si, por un lado se ha roto esa tradición y, por otro, si es recuperable sin caer en la tentación de «ideologizar» la tradición. Como afirma José Luis Millán-Chivite: «La “Tradición”, con mayúscula, reúne un contenido sociológico e ideológico muy complejo»[6]. El tradicionalismo político, por ahora el único defensor de una Res publica christiana, debe realizar una autorreflexión profunda y seria antes de lanzarse, como Gedeón, a la conquista de los madianitas.

Por tanto, empezaremos con una advertencia de MacIntyre, al afirmar que una «tradición» no sólo puede entrar en un período de la decadencia, sino desaparecer como consecuencia de una crisis. Esta crisis se resumiría en que «cuando [la tradición] está afectada por conflictos estériles y se limita a repetir viejas fórmulas, se halla en una “crisis epistemológica”»[7]. Esta advertencia de MacIntyre muchos de nosotros la hemos experimentado[8]. Pedro Carlos González Cuevas, desde una perspectiva muy particular, propone que para que se produzca una revivificación de la «tradición» (en la que se sospecha que la entiende en cuanto que mera ideología) se deben cumplir tres condiciones: 1) resolver los problemas pendientes; 2) que se explique cómo se plantearon estos problemas y por qué no se habían resuelto hasta entonces; y 3) que se consiga establecer un puente entre la antigua síntesis que había realizado la postura «tradicional» y la nueva reformulación sintética[9]. Sin participar plenamente de esta tesis, la utilizaremos en parte para construir un hilo argumental en nuestro escrito, intentando que nos lleve a la comprensión y propuestas de la acción política bajos los parámetros del catolicismo tradicional.

Es inevitable realizarse dos preguntas, una vez expuesto todo lo anterior: ¿se ha roto definitivamente, o momentáneamente, la posibilidad de una praxis católica conforme a los principios que señala el Magisterio eclesial? En caso afirmativo, ¿cómo se recompone este lazo sin caer en los peligros ideologizantes? Hace unos pocos años José Antonio Ullate, nos deleitaba con unas reflexiones sobre la necesidad de una «experiencia» vital –familiar y social– del carlismo que culmine la mera aceptación intelectual o voluntarista del mismo. La pérdida de esta experiencia se manifestó en muchas familias tradicionalistas tras la funesta penetración del marxismo y del liberalismo en las filas del carlismo popular, a la par que la inoculación lenta pero eficaz del progresismo en los colegios o las parroquias a las que llevaban a sus hijos. La ruptura «vital», paradójicamente ha llevado a que muchos nuevos carlistas o tradicionalistas no provengan de viejas sagas carlistas.

El tajo del cordón umbilical de la «experiencia» tradicionalista no debe confundirse con la separación voluntaria y contra natura que propuso el catolicismo liberal entre lo público y lo privado. Hoy por desgracia vivimos esta separación, pero no porque la deseemos, sino porque está impuesta de facto. Para muchos tradicionalistas, vivir así es contra natura, pues aceptamos que el «medio» político no es neutral, sino por naturaleza secularizante y laicista, sino abiertamente anti-católico. Por el contrario, muchos católicos bienintencionados han caído en el error liberal de pensar que el «medio» político es neutral. Este hecho ya fue anunciado como principio por los primeros católicos liberales. Así, señala nuevamente Alsina: «Quadrado afirmaba utópicamente la neutralidad ideológica de las instituciones políticas desligándolas de los principios que las habían inspirado. De este modo aceptar el gobierno representativo no exigía adoptar los principios liberales»[10]. Ser católico podía realizarse «plenamente» en la «neutralidad» del sistema político que tocara vivir. Y esta es la tesis que rechazamos plenamente.

Respecto al peligro de «ideologización» de la tradición, podemos tomar como referente una reflexión de Mannheim. El sociólogo alemán entiende el «tradicionalismo» como una mera ideología pues según él, por definición, supone una «discontinuidad» entre el presente y el pasado. Con sus propias palabras, el «tradicionalismo» es «la expresión de una tradición feudal que se ha vuelto consciente»[11]. El contexto de la obra de Mannheim ya nos indica que no deja margen de maniobra: todo «tradicionalismo» sería una «ideología» pues presupondría de por sí una discontinuidad temporal[12]. Simplemente, ante determinadas circunstancias, propone el alemán, normalmente reactivas, se «toma consciencia» (consciencia utópica, añadiríamos) de que hubo un pasado que debe ser considerado como una referencia necesaria. Esta necesidad se derivaría de una crisis identitaria en el presente y como un refuerzo psíquico para soportarlo. Pero este «tradicionalismo» no podría concebirse como una alternativa política actualizadora de los principios políticos que rigieron el pasado.

El mencionado González Cuevas, toma en este sentido ideologizante el tradicionalismo, englobándolo para colmo en el «a-científico» concepto de «extrema derecha»[13]. Para el autor hay tres categorías de ésta: 1) la «teología política», tomada como hecho religioso legitimador de una praxis política; 2) la «radical» que asume los supuestos seculares de la modernidad e intenta legitimarse en un concepto moderno de «nación»; 3) la «revolucionaria», en cuanto que movimiento de masas populista con incluso ciertos rasgos socialistizantes y en contrapunto, profundamente antiliberal y antimarxista. Curiosamente ninguna de las tres ha cuajado en España como alternativa política real (no así en otros países, en que se van consolidando la segunda y la tercera, con sus evidentes adaptaciones parciales a los cánones de la corrección política). Como es evidente, nos centraremos en esa mal llamada «teología política» (que el propio autor reconoce que ha sido la dominante a lo largo del XIX y buena parte del XX) y nos lanzaremos a un revisionismo histórico para tratar de comprender por qué hemos llegado hasta donde hemos llegado. La intención de fondo es comprender las estrategias del catolicismo liberal que le han llevado hasta su aparente triunfo final (que coincide con su propia muerte)[14]. Y si nos lo permite el tiempo y el ingenio, lanzar algunas propuestas para la praxis política englobada en el catolicismo tradicional.

3. ¿Por qué y cómo hemos llegado hasta aquí?

Se han convertido en lugar común ciertas afirmaciones que en parte son verdaderas, en parte matizables y en parte incompletas. Estas afirmaciones pretenden explicar por qué España es un «caso» particular de Estado moderno «mal construido», con tensiones periféricas, la ausencia –hasta épocas actuales– de una derecha estandarizable con el resto de Europa, etc. Por ejemplo, González Cuevas propone que «el Estado liberal español fue, dado el atraso social y económico del país, un Estado muy débil, incapaz de lograr una efectiva “nacionalización de las masas”»[15].

La conocida y ambigua posición de Ortega y Gasset expuesta en España invertebrada, respecto al Estado liberal, es que aquella no se ha consumado por la aparición de los nacionalismos vascos y catalán. Al tratar el tema, Ortega y Gasset no se molesta en explicar su origen, excepto como una cabezonería de unos cuantos catalanes y bizcaitarras[16]. Ese aspecto artificioso (y explicación simplista) del nacionalismo, le sirve de tapadera para no adentrarse verdaderamente en sus orígenes, que bien podrían explicar mejor la invertebración de España[17]. En nuestro texto, intentaremos demostrar que los nacionalismos no hubieran sido posibles sin la influencia y contagio del catolicismo liberal. Éste halló en las zonas más carlistas el enemigo más pertinaz y, por tanto, hubo de encontrar la forma más sutil de desarticularlo. Por tanto, el nacionalismo es un efecto secundario de los fracasos del catolicismo liberal por desplazar un pertinaz catolicismo tradicional encauzado en una causa dinástica tangible.

Por el contrario, Ortega simplifica la cuestión y emite una hipótesis contrafactual como único argumento para defender el ideal de una España vertebrada o, léase, el triunfo del Estado liberal: «Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla, y hay razones para ir sospechando que, en general, sólo las cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Más de una vez me he entretenido imaginando qué habría acontecido si, en lugar de hombres de Castilla, hubieran sido encargados, mil años hace, los “unitarios” de ahora, catalanes y vascos, de forjar esta enorme cosa que llamamos España. Yo sospecho que, aplicando sus métodos y dando con sus testas en el yunque, lejos de arribar a la España una, habrían dejado la Península convertida en una pululación de mil cantones».

Ortega no explicita la «culpa» de este fracaso a las guerras carlistas, que han usado muchos de sus discípulos hasta nuestros días. Pero en su obra queda latente. No negamos, antes bien afirmamos, que esta tesis tiene su peso. La persistencia del movimiento contrarrevolucionario que se encarnó en el carlismo, especialmente el catalán[18], sin parangón por su tenacidad y consistencia en el tiempo, no podía menos que afectar a la debilitación del Estado liberal, o mejor dicho a dificultar su implantación centralista. Sin embargo no hemos de caer en el error de la simplificación argumentativa, como muchas veces se ha expresado: los nacionalismos son los viejos carlismos vasco y catalán pero actualizados. Craso error sería pensar esto. El nacionalismo –como ya hemos escrito en otra ocasión– fue el instrumento del liberalismo para «descarlistizar» a las masas populares concentradas en determinadas zonas de España.

Aunque uno no esté de acuerdo con esta tesis, cuya argumentación iremos desgranando, al menos sí convendrá en que no se puede caer en la torpeza de afirmar, como hace Federico Trillo-Figueroa en su prólogo a una edición reciente de España invertebrada, que «ochenta años después de que Ortega escribiera España invertebrada, la España democrática, autonómica, plural y europea que en este libro alentaba, es ya un proyecto sugestivo de vida en común, capaz de albergar a todos los que comportan estos valores para encarar, “vertebrada y en pie” un nuevo siglo»[19]. La simplicidad de la clase política no deja de sorprendernos. Volviendo al problema en cuestión, creemos que es imprescindible plantear un tema que a priori parecerá innecesario, pero del que trataremos de partir en nuestra argumentación. La pregunta, que provocará alguna sonrisa al lector, es si hubo o no un verdadero pensamiento contrarrevolucionario a lo largo del siglo XIX y si se perpetuó en el siglo XX. Ya antecedemos que la respuesta no será fácil y no estará exenta de polémica.

4. Pero, ¿hubo un pensamiento contrarrevolucionario católico?

Es innegable que a lo largo del siglo XIX hubo en España innumerables reacciones contrarrevolucionarias, especialmente de forma activa con constantes conflictos bélicos. Pero, ¿hubo un pensamiento contrarrevolucionario? Y, en caso afirmativo, ¿se puede considerar que era la única forma de pensamiento aceptable para una política católica tradicional? Los historiadores, sean de hechos o ideas, tienden a categorizar y encerrar en esquemas progresivos y hegelianos, los acontecimientos. Así, respecto al pensamiento contrarrevolucionario se ha pretendido explicar como una mera evolución mediatizada por las circunstancias exteriores. Ejemplo de ello lo encontramos en un artículo de Millán-Chivite en el que se distingue entre pre-tradicionalismo (1808-1833), carlismo romántico (1833-1868), neocarlismo (1868-1876), etc.[20]. Aunque metodológicamente es lícito intentar categorizaciones, éstas deben ser tomadas con pinzas, pues fácilmente se puede derivar en una interpretación errónea; tal y como el que el carlismo pasó de ser un movimiento popular a un grupo controlado por la «ideología integrista»[21] (tesis que ha defendido a capa y espada el mal llamado Partido Carlista).

Es indudable, al menos en Cataluña, que desde la Guerra Gran (1793-95) hasta las guerras carlistas, pasando por la Guerra contra el francés, la realista y la dels agraviats, hubo constantes reacciones populares contrarrevolucionarias[22]. Sin embargo, la paradoja histórica se traduce en lo siguiente: las guerras contrarrevolucionarias acabaron siempre en derrotas[23] y la única que logró la victoria, la de la Independencia, precipitó la caída del Antiguo Régimen[24]. Ello presagiaba lo que iba a ser un perpetuo desencuentro entre el catolicismo y el liberalismo. Durante esa guerra, España se cubrió de panfletos, opúsculos, escritos, manifiestos, que podríamos clasificar bajo el espíritu de una auténtica Cruzada contra el «aborto de Lucifer» (denominación que en Cataluña se le dio a Napoleón). La mayoría de escritos tienen su arquetipo en el opúsculo de Fray Diego de Cádiz, El soldado católico en guerras de religión (1794), escrito en plena Guerra de la Convención o Guerra Gran. Su carácter es claramente popular, catequético y adoctrinador pero sin grandes pretensiones filosóficas. Las obras apologéticas de más calado filosófico escasean. Sin embargo, en medio de la marejada propagandística, emergió un corpus doctrinal asentado en la obra del padre Francisco de Alvarado, El Filósofo Rancio, dominico y autor de las célebres Cartas críticas[25], en las que expone el sistema de gobierno tradicional y su oposición a los planteamientos liberales[26]. Frente a la Constitución de Cádiz, Alvarado sanciona la constitución tradicional española, que considera recogida en las Partidas, consistente en una Monarquía templada por Cortes estamentales, que voten las leyes y consientan los impuestos. La facultad de dictar leyes descansa en el monarca; pero con las limitaciones de la representación estamental, de los fueros y de la religión católica[27].

El corpus doctrinal del tradicionalismo se fue configurando en torno a los textos del Filósofo rancio[28] y una serie de manifiestos que constituyeron el eje de lo que posteriormente sería el programa político del carlismo. Entre esos manifiestos cabe destacar el Manifiesto de los Persas, de 1814, suscrito por sesenta y nueve diputados realistas, encabezados por el Marqués de Mataflorida; y en el que se criticaba el concepto de soberanía nacional, tenido por «despojo de la autoridad real sobre que la Monarquía española está fundada, y cuyos religiosos vasallos habían jurado»[29]. No tan conocidos, pero fundamentales para empezar a entrever una sutilísima grieta entre dos escuelas de la apologética católica, tenemos los manifiestos de la Regencia de la Seo de Urgel[30], en 1822. Esta Regencia, formada por el incombustible Marqués de Mataflorida, Jaime Creus y el Barón de Eroles, nos dejaron escritos en los que se perfila una reivindicación del pensamiento tradicional que enlaza claramente con Alvarado y se aleja de las tesis absolutistas que con tanta facilidad habían emergido en Francia tras la Restauración[31]. La Restauración fernandina, con los Cien mil hijos de San Luis, abortaron un proyecto tradicionalista, para asentar las bases de un absolutismo que dejó –por reacción– paso al liberalismo radical[32]. Joan Bardina ya distingue que en 1820 había en España tres partidos: el liberal, el absolutista y el realista; y este último «contaba con todo el pueblo»[33]. Los traspasos de los militares absolutistas a las filas del liberalismo y viceversa, denotan una familiaridad que los separaba del bando realista, precedente del carlismo.

Sin embargo, los «ideólogos oficiales» del «fernandismo absolutista», se esforzaron en crear argumentarios aparentemente parecidos a los de Alvarado o los antedichos manifiestos. Sin embargo se diferencian sutil, a la vez que letalmente, de ellos. El reinado de Fernando VII representó una constante sucesión de arribistas y cortesanos que ora eran absolutistas, ora liberales, según soplaran los vientos. En los momentos de «restauración absolutista», el Rey contó con pensadores como Atilano Dehaxo Solórzano, José Clemente Carnicero, Francisco Puigserver y, sobre todo, Rafael Vélez, autor, entre otras obras, de Preservativo contra la irreligión y Apología del Trono y del Altar. Subrepticiamente este tipo de apologías ya tienden, tomando en falso el nombre del catolicismo, a una defensa del absolutismo que se alejaría de la defensa de una Monarquía limitada y templada por fueros e instituciones, como siempre había defendido el pensamiento tradicional. Un dato significativo a tener en cuenta es que la empresa doctrinal más importante de la época fernandina fue la publicación, entre 1826 y 1829, de La Biblioteca de Religión, en cuya organización intervino el Cardenal Inguanzo, arzobispo de Toledo. Era un proyecto de apologética católico-política, pero a lo largo de sus tres años de existencia se tradujeron obras de Lamennais, Feller, Bonald o de Maistre. Entraba así tímidamente en España el tradicionalismo filosófico antitomista y sutilmente anticatólico. Esta semilla intelectual aparentemente contrarrevolucionaria, (que fue condenada por el Papado bajo el nombre de «tradicionalismo filosófico») a la postre acabaría siendo el germen del catolicismo liberal, verdadero e intangible enemigo en sus inicios. No obstante, como después explicaremos, la verdadera influencia del tradicionalismo filosófico francés se produjo a través de católicos liberales catalanes y mallorquines.

Adentrándonos en el siglo XIX, el conflicto liberal-contrarrevolucionario no cesaba y a ello se unió la cuestión de legitimidad dinástica. La Primera Guerra Carlista, la más larga y la que más posibilidades tuvo de victoria, ha sido desprestigiada porque, según algunos autores, «el carlismo careció de toda relevancia intelectual»[34]. Si bien autores como González Cuevas han intentado desacreditar las figuras de fray Magín Ferrer o Vicente Pou, otros los han reivindicado como los puentes necesarios que hilan una tradición de pensamiento con el Manifiesto de los Persas o los de la Regencia de Urgel antes mencionados[35]. Para una adecuada reflexión sobre la importancia del pensamiento de Vicente Pou se hace nuevamente imprescindible el estudio de José María Alsina[36], que nos permitirá desmantelar ciertas tesis tendenciosas encaminadas a consagrar esa visión del tradicionalismo como mero movimiento de campesinos incultos y manipulado por una pequeña aristocracia rural[37].

5. Un pensamiento conservador y a la vez revolucionario

Adentrarse en los vericuetos de la historia del siglo XIX, sea en cuestiones políticas, bélicas o del pensamiento, para los que no somos expertos, es un reto temerario. Sin embargo, para el neófito asaltan sorpresas que uno no puede ignorar. Mientras que en el bando contrarrevolucionario, representado por el carlismo en armas, y cuya doctrina se centraba en la «teología del púlpito»[38], el nuevo régimen político parecía asentarse en profundos pensadores católicos o al menos permitía que éstos germinaran. Ciertamente la monarquía isabelina tuvo sus vaivenes políticos (al igual que la fernandina), pero acabó siendo considerada esencialmente como conservadora. Por aquella época destacaron dos portentos del pensamiento político español: Donoso Cortés y Jaime Balmes.

Siempre nos han sorprendido que figuras que nunca fueron carlistas como Balmes, Donoso, Menéndez y Pelayo, u otros, fueran citadas y asumidas sin el menor complejo por pensadores carlistas; cosa que no suele suceder al revés. Ello demostraría varias cosas, por un lado que el carlismo o el tradicionalismo político no es una «ideología» y por tanto no tiene que encerrarse en cánones pre-establecidos y, por otro, que había un sensus communis que permitía rescatar de cualquier autor aquello que se considerara verdadero, independientemente de su posicionamiento político o táctico. Antes de profundizar en este hecho, advertimos que tampoco hay que considerar que hubiera compartimentos estancos entre los pensadores tradicionalistas y los conservadores[39]. Historiadores como Josep María Mundet han intentado demostrar, a modo de botón de muestra, que entre Vicente Pou y Jaime Balmes hubo influencias[40]. Ejemplo de ello es la coincidencia de juicios sobre los peligros del moderantismo, que Balmes expresaba así: «Se ha confirmado una vez más y más una verdad, por cierto ya bien conocida, y es que la única diferencia entre los progresistas y cierta facción de los moderados, consiste en que aquéllos dicen “Hágase pronto y por cualquier medio”, y éstos dicen “Hágase lo mismo con lentitud y por medios suaves”»[41].

La lógica de la historia política, especialmente la del pensamiento, hubiera llevado a que tras el conflicto armado de la Primera Guerra Carlista, el pensamiento de los «conservadores» pro-isabelinos hubiera arrastrado al viejo pensamiento carlista, en parte por las coincidencias en cuestiones de defensa religiosa y en parte por la «inmediata» solución dinástica (que parecía pasar por el matrimonio entre Isabel y el hijo del pretendiente carlista). Sin embargo, ni el carlismo dejó de conservar su corpus doctrinal, ni los pensadores como Balmes o Donoso fueron evolucionando hacia posturas conservadoras, entendiendo estas como una aproximación al catolicismo liberal. Donoso o Balmes, fueron incluso denominados como los «tradicionalistas isabelinos». Por motivos diferentes, Balmes y Donoso se convirtieron en personajes excepcionales que no parecían encajar en su tiempo, pero lo comprendieron mejor que nadie. En Balmes pesó la influencia escolástica q u e aún no se había extinguido en Cataluña y se había preservado, en cierta medida, en la Universidad de Cervera[42]. Donoso simplemente brillaba con luz propia. De él dijo Carl Schmitt que sus discursos de 1848 «llegaron a fascinar al continente europeo»[43]. Incluso lo consideró mucho más importante que Joseph de Maistre, porque su adhesión a la monarquía no era por romanticismo, sino que la veía como un instrumento adecuado para frenar la revolución, junto con la Iglesia y el Ejército. Si de Maistre miraba hacia el pasado, Donoso lo hacía hacia el futuro con propuestas atrevidas como la disolución de todos los partidos en uno, para frenar la revolución socialista de 1848 en Europa[44].

Balmes nunca conspiró contra el «poder instituido» que aceptaba de facto, pero no como principio. Por eso, ello no le impedía criticar sus graves defectos y peligros, y –si no se remediaba– su definitivo final en un proceso revolucionario. Mientras que el carlismo en armas había luchado por la restauración de una Monarquía tradicional, la Monarquía constitucional no había logrado auto-constituirse o asentarse y dependía esencialmente del ejército. En palabras de Balmes: «El militarismo es fruto de la incapacidad de las instituciones liberales e consolidar un poder civil efectivo»[45] (qué proféticas serían estas palabras si se aplicaran al siglo XX). Políticos pensadores de menor calibre, como Juan Bravo Murillo, liberales del Partido moderado, iniciaron con mayor o menor éxito la andadura hacia lo que podríamos denominar la vía «conservadurista» del moderantismo liberal. Sus intentos por que la Constitución de 1845 fuera más conservadora de lo que fue, o su entusiasmo ante el Concordato de 1851, en el que la Monarquía reconocía la unidad católica de España, le acercan teóricamente al tradicionalismo, pero no podemos dejarnos llevar por las apariencias. Bravo Murillo siguió siendo liberal (cosa que no ocurrió con Donoso o Balmes que nunca lo fueron). A pesar de su «conservadurismo práctico», el fundamento doctrinal de Bravo Murillo lo encontramos en su opúsculo titulado De la soberanía[46], donde defiende la «soberanía popular» (idea profundamente anticatólica tal y como era formulada), aunque entiende que por sus efectos negativos en el orden práctico no era realizable, pues necesariamente llevaba a la revolución y el desorden[47]. El conservadurismo de Bravo Murillo, como el de otros tantos de aquella época, se podría definir como el de un «hereje con sentido común».

Mientras que los acontecimientos dieciochescos discurrían entre flujos y reflujos de liberalismo radical, contrarrevoluciones carlistas y moderantismos constitucionales, hay un hecho que no nos puede pasar desapercibido. Lo que en una primera instancia podía ser una simple corriente conservadora en el campo social y teológico, se acabó convirtiendo en el germen que décadas más tarde fructificará en el catalanismo político. Lo que hemos denominado «tradicionalismo filosófico» (no confundir con el tradicionalismo político español), que había arraigado con fuerza en Francia y ante el que España parecía inmune, acabó adentrándose sobre todo por Cataluña y Mallorca. Allí destacó un grupo perfectamente definido de apologistas católicos en torno a Joaquín Roca y Cornet y la revista barcelonesa La Religión. Así penetraba en los ambientes católicos catalanes la influencia de Bonald[48]. Con Roca y Cornet trabajan Manuel de Cabanyes y los mallorquines Tomás Aguiló, y, sobre todo, José María Quadrado. Siendo discípulo de Balmes[49], los efectos de su obra acabarán contradiciendo al maestro, no como otros que posteriormente veremos. Quadrado puede considerarse uno de los introductores del romanticismo en Cataluña. Tradujo a Lamartine, Víctor Hugo y Byron. José María Alsina, en su obra anteriormente referida presta especial atención a la evolución del pensamiento católico político a través del romanticismo. Más adelante retomaremos esta cuestión tan fundamental para entender el presente.

6. El agotamiento de la monarquía isabelina y el lugar de los pensadores católicos

La Revolución septembrina, 1868, supuso el fin del sueño –demasiado largo para las profecías de Balmes– de la Monarquía constitucional isabelina. Unos años antes la intelligentzia católica, tanto tradicionalista como conservadora, aunaba esfuerzos en varios frentes como el diario El Pensamiento Español, fundado en 1860 por Navarro Villoslada; en el Parlamento con figuras como Cándido Nocedal y Antonio Aparisi y Guijarro o profesores universitarios como Ortí y Lara. Todos ellos fueron conocidos con el genérico e inapropiado nombre de «neocatólicos»[50]. En la medida en que el proceso revolucionario se aproximaba a su eclosión septembrina, el carlismo debía sufrir su propia catarsis. La muerte temprana del Conde de Montemolín (Carlos VI), las veleidades liberales de su hermano (Juan III), parecían alejar definitivamente a la dinastía legitimista de la historia de España. Sólo el carácter proverbial de la Princesa de Beira, viuda de Carlos V y su Carta a los españoles (en 1864), llevaban a la abdicación de Don Juan y abrían las puertas de la sucesión a su hijo el futuro Carlos VII. El carlismo prolongaba así sus reivindicaciones legitimistas. Y contra todo pronóstico eclosionaba de nuevo el tradicionalismo contrarrevolucionario.

El triunfo de la «Gloriosa», avisado, anunciado y profetizado por tantos pensadores como Balmes y Donoso, llevó a que los «neocatólicos» antes mencionados acabaran recalando en las filas carlistas. Esta «conversión» de hombres como Aparisi y Guijarro, puede resultar incomprensible para muchos analistas. La «lógica» histórica (que casi nunca se cumple) hubiera consistido en que los «neocatólicos» hubieran derivado en un movimiento conservador, incluso republicano, fundamentado en el espíritu nacional. Parecía que la corriente histórica debía llevar al pragmatismo de los católicos para hacerse fuertes dentro de un sistema que era «inevitable». Lo ilógico era reabrir la cuestión de la legitimidad dinástica, tras la experiencia de la Primera Guerra Carlista. Sin embargo el «sexenio liberal» nutrió las filas de los partidarios de Don Carlos y esta vez con una potente intelligentzia a la par que una creciente red de influyentes publicaciones[51]. Igualmente, «una de las notas distintivas, dentro de la complejidad neocarlista, radica en la existencia de unos nutridos grupos urbanos, frente a la tan “cacareada” teoría del ruralismo carlista»[52]. Este paso fue posible, en la medida en que el romanticismo no había arraigado en estos pensadores. En palabras de González Cuevas el tradicionalismo no derivó en conservadurismo, sino que el «conserv a d urismo» derivó en «tradicionalismo», en la medida que España no tuvo un Renan, un Hippolyte Taine o un Fustel de Coulanges.

Renan, liberal y racionalista, había escrito una vida de Jesús que había provocado rechazo en toda España. Hasta Pío IX le llamó el «blasfemo europeo». A parte de estas veleidades, Renan se consagró por su innovadora idea de Nación en su discurso ¿Qué es una Nación? (1882). Su idea, ya moderna, de «nación» abandona características identitarias como raza, lengua o religión y se centra en la mística de una creencia, en compartir el haber vivido una historia común, tiempos felices y trágicos. Sostenía que «el olvido, también el error histórico, son factores esenciales para la creación de una nación, y es por eso que el progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nacionalidad»[53]. Es lugar común la influencia que tuvo Renan posteriormente sobre Maurras y la Acción Francesa. La reacción «nacional» frente a la revolución que se dio en Francia, nada tiene que ver con la reacción contrarrevolucionaria y monárquica que se produce en España. Se produce la paradoja de que el positivismo se ha considerado que derivó en pensamiento contrarrevolucionario en Francia, pero no en España.

Los moderados más conservadores, como Bravo Murillo, permanecieron fíeles a la reina y fundaron en 1872, con el apoyo de importantes miembros de la aristocracia tradicional y de la alta burguesía de negocios, La Defensa de la Sociedad. Esta revista quiso ser el aglutinante antirrevolucionario que abarcara desde el carlismo al moderantismo conservador frente al proyecto revolucionario encarnado en la democracia liberal radical y la I Internacional. El lema de la publicación era un significativo «Religión, Familia, Trabajo, Patria y Propiedad»; decimos significativo, por el orden de los conceptos, y porque denotaba la influencia de Bonald respecto a las tesis de la propiedad agraria como sustrato de la renovación social[54]. Con la perspectiva de un siglo es fácil no atender a estos matices, pero en la sociedad del momento este tipo de eslóganes (con sus detectables matices) suponían un auténtico abismo entre sensibilidades y convicciones católicas.

7. La Restauración: la estrategia del conservadurismo contra el tradicionalismo

El «pacto» entre conservadores y tradicionalistas estaba condenado a la ruptura tras la Restauración. Ésta no fue una contrarrevolución sino una revolución conservadora dirigida por Cánovas del Castillo. La nueva Constitución, la de 1876, escondía algunas trampas que los sectores más intransigentes no estaban dispuestos a aceptar. Entre ellas claramente el título II que amparaba la libertad de cultos y, de facto, anulaba el Concordato de 1851[55]. Exteriormente el nuevo régimen se presentaba como un Régimen conciliador y pacificador. Una especie del género que George Steiner definió como «un largo verano liberal […] un largo periodo de reacción y calma». El capítulo II de la Constitución había levantado las iras de los tradicionalistas, al igual que el proyecto canovista de la Unión Liberal. Pero Cánovas se había ganado a los eclesiásticos y buena parte de obispos con la concesión de grandes prebendas para la Iglesia en materia de educación y temas sociales. Pero tarde o temprano el conflicto estaba garantizado. No podía faltar mucho tiempo sin que se plantearan estrategias para debilitar a los viejos aliados: «Según Cánovas el drama del carlismo es que no se podía adaptar a la restauración. El carlismo se convertiría en un residuo sentimental, guardado en el corazón de algunos nostálgicos»[56]. Esta última afirmación la pone Galdós en boca de Cánovas y posteriormente la recogió Valle Inclán. Para los conservadores el carlismo había sido muy útil en los momentos de la revolución levantisca, pero ahora debía disolverse en el sistema liberal-conservador

Emerge así el denominado «posibilismo» que representa la Unión Católica de Alejandro Pidal y Mon. Éste era discípulo de fray Zeferino González, principal representante de la llamada neoescolástica (Zeferino González fue falsamente tomado por Pidal como discípulo de Donoso y Balmes: así justificaba una continuidad tradicionalista que en realidad no existía). La Unión Católica siempre fue interpretada por el carlismo y el integrismo como una estrategia de debilitación de los sectores católicos más intransigentes, para que se adhirieran al proyecto (herético) de la Restauración. El conocido discurso de Pidal ¿Qué esperáis?, empezaba por una llamada a las «honradas masas carlistas». Fue comentado de manera muy crítica por la prensa carlista e integrista del momento que lo consideró como una incitación, por parte de Pidal, para que los carlistas traicionasen la causa de Don Carlos.

La situación del catolicismo en Francia representaba una gran oportunidad para las ambiciones de Pidal para llevar a cabo su proyecto. En marzo de 1880, el obispo de Angers, Freppel, dirigió un mensaje a los legitimistas franceses, con el título Reunir a los dispersos, exhortándoles a unirse en contra de las leyes antirreligiosas adoptadas por el gobierno de Gambetta. Lo que en un principio, la Unión Católica, podía haberse transformado en un equivalente del Partido Católico en Francia, acabó integrándose el partido canovista. Así el partido liberal-conservador se transformó en un partido acatólico, lleno de militantes católicos. Se cumple por tanto esta afirmación: «La Unión católica no era en realidad, pese a sus apariencias religiosas, más que una asociación exclusivamente política»[57]. Quizá fue por ello que nunca llegó a contar con el respaldo total del episcopado, lo cual precipitó su caída en cuanto que movimiento. El proyecto pidalista fracasó en su intento de arrastrar el carlismo al régimen de la Restauración y se limitó a recuperar a aquellos conservadores que la revolución republicana había echado en manos del carlismo.

Pidal, como tantos otros, había florecido con un halo de tradicionalismo filocarlista. Se perfilaba así como una nueva promesa del tradicionalismo-conservadurista. El 8 y 9 de marzo de 1876, con motivo de la contestación al Discurso de la Corona, intervino en contra de Cánovas al que acusaba de «hacer estéril la restauración de la Monarquía española, poniendo esa restauración al servicio de la revolución». El 17 de julio de 1876 tomaba parte activa en el debate sobre la supresión de los fueros vascongados. Según él era una «ley de represalia» contra los carlistas, por lo que votó en contra. El mismo año 1876 participa en el debate constitucional. Su planteamiento inicial era que la Constitución de 1845 seguía vigente, pues no pudo ser abolida por el Manifiesto de Sandhurst[58]. Ello implicaba un posicionamiento claro en la defensa de la unidad católica de España frente a la pretensión del futuro Alfonso XII de reinar en una España fiel a la tradición católica, pero liberal y «abierta» a la vez (especialmente en el reconocimiento de otros cultos). Sin embargo, su talante «contrarrevolucionario» y opositor al canovismo, pronto cambió en cuanto le ofrecieron un cargo ministerial. Su contemporáneo Conrado Solsona Baselga lo tilda de conservador, alfonsino y neocatólico y afirma que «fue ministro al poco tiempo de haber maldecido a todos los gobiernos y a todos los gobernantes». El pidalismo, representado por la imponente figura de su fundador y sus luengas barbas, se resumió en la siguiente divisa política: «Querer lo que se debe, hacer lo que se puede». El malminorismo nacía políticamente, o al menos su eslogan.

El intelectual de mayor peso que a la postre acabó colaborando con Pidal fue Menéndez y Pelayo. González Cuevas afirma que: «Lo que Taine y Fustel de Coulanges supuso para el nacionalismo integral maurrasiano lo fue Menéndez Pelayo para el conjunto de la derecha española. Formado en el tradicionalismo balmesiano, Menéndez Pelayo interpretó la historia de España como la actualización y autodespliegue del espíritu católico a lo largo de tiempo»[59]. Uno de los reproches que puede realizarse al insigne polígrafo es su distorsión de la interpretación de determinados acontecimientos históricos y de la historia del pensamiento para ajustarlos a su posicionamiento en la Unión Católica de Pidal en la que militó.

Como bien señaló en su día Francisco Canals: «[Menéndez y Pelayo] impulsado por una intención polémica contra el tradicionalismo integrista que se había expresado en 1888 en el manifiesto de Burgos, y deseoso en el fondo de defender su posición política que, con la bandera de la Unión Católica, venía a ser en la práctica liberal-conservadora, Menéndez y Pelayo proyecta, sobre los años anteriores a la primera guerra carlista, unos esquemas inadecuados, que le llevan a atribuir a los sectores sociales en que se apoyó la resistencia “realista” y antiliberal que se concretó en la causa de Carlos V […] el haberse nutrido en las fuentes del tradicionalismo francés. Desde esta desenfocada perspectiva, la intransigencia contrarrevolucionaria que habría sido la causa de la guerra civil y que, para Menéndez y Pelayo, habría sido también responsable del fracaso de las soluciones conciliadoras propuestas después por Quadrado y Balmes, sería atribuible no tanto al “cerrilismo” castizo de la “escolástica póstuma”, sino muy concretamente a la contaminación de los que llama “partidarios del antiguo régimen” por deletéreos elementos recibidos de los escritores franceses apologistas de la Restauración»[60]. La importancia de este juicio la remata Canals afirmando que «la corriente “tradicionalista” [en referencia a la herética francesa] […] se incorpora al pensamiento español casi exclusivamente a través de hombres, publicaciones y escuelas pertenecientes a la “sociedad nueva”, a la España liberal; y muy principalmente, y con clara primacía en lo cronológico y en la amplitud de la influencia y difusión, por hombres, publicaciones y grupos culturales pertenecientes a la burguesía liberal de la generación romántica de la Cataluña isabelina». Posteriormente hilaremos estas reflexiones con el papel del catolicismo liberal en la aparición del catalanismo.

Un aspecto complejo de estas tensiones entre tradicionalistas y moderados es entender, para los neófitos, la aparición del integrismo nocedalista. Ríos de tinta han corrido al respecto, así que simplemente mencionaremos una breve tesis. El pidalismo que intentaba arrastrar a las masas carlistas hacia el régimen de la Restauración, dejaba al carlismo en un «centro» que por lógica debía provocar un «extremo». Las relaciones entre todos los sectores católicos que estamos tratando, nunca dejan de sorprender por sus constantes relaciones de amor-odio, especialmente entre carlistas e integristas (incluso catalanistas). El propio integrismo, que era capaz de conceptualizarse como un movimiento no político, dejaba en manos del carlismo, al menos en teoría, ese campo de acción: «La prensa católica intransigente insiste reiteradas veces en los vínculos estrechos que existen entre carlismo e integrismo y pone de relieve el carácter “circunstancial” de esta vinculación puesto que el partido carlista es el único partido que defiende un programa íntegramente católico: “Por nuestra parte añadiremos que en España el Integrismo no es bandera de un “partido per se”; hay un “partido per accidens” que forma parte de los hombres de buena voluntad que desean salvar España por medio de un gobierno íntegramente católico. Nadie ha aceptado el programa completamente católico sino esta comunión; debía, pues, el Integrismo amparar a esta comunión que siendo fuerte, respetable, aguerrida y organizada, ofrece, y es la única que puede cumplirlo, realizar y actualizar el programa católico en el orden político (Dogma y Razón, 1887)”»[61].

Tras la escisión integrista de 1888, la prensa católica iba a vivir sus momentos más tensos y a la vez dinámicos. El programa del Integrismo propuesto por Ramón Nocedal y concretado en el célebre Manifestación de Burgos de junio de 1889, proponía: absoluto imperio de la fe católica «íntegra»; condena del liberalismo como «pecado»; negación de los «horrendos delirios que con el nombre de libertad de conciencia, de culto, de pensamiento y de imprenta, abrieron las puertas a todas las herejías y a todos los absurdos extranjeros»; descentralización regional y un cierto indiferentismo en materia de forma de gobierno. Lo que no consiguió la Unión Católica de Pidal (convertirse en un Partido Católico), lo intentó Nocedal con la fundación del Partido Católico Nacional (más conocido como el Partido integrista). El Manifiesto de Morentín acusaba a Carlos VII de liberal y se iniciaba así una aventura que a la postre resultaría absurda. El modelo del Partido Integrista era el del Ecuador de García Moreno, consagrado al Sagrado Corazón, y esperando que eso resolviera todos los males. Con lo cual el programa político destacaba por su ausencia. La proclamación de la realeza de Cristo propició que la cuestión legítimo-dinástica pasara a ser absolutamente secundaria. De ahí que cuando Alfonso XIII consagró España al Sagrado Corazón (1919), el integrismo se adhirió al «régimen» olvidándose de su espíritu combativo de antaño. En el Cerro de los Ángeles rezaba a los pies de la imagen del Sagrado Corazón «Reino en España», como si con la restauración conservadora se hubiera cumplido las promesas del Sagrado Corazón. Mientras tanto el carlismo sólo reconocía un significativo «Reinaré en España», asumiendo que esa realidad aún no se había cumplido. Sólo la eminente persecución religiosa que anunciaba la II República propició la vuelta de los restos del integrismo al carlismo. Otro sector del integrismo fue evolucionando a lo que luego sería el catolicismo liberal representado por los Propagandistas. Estos se caracterizarían por defender las tesis que casi un siglo antes había defendido Cuadrado: el sistema político es neutro y en cualquiera de ellos el catolicismo puede desarrollarse[62].

Mucho antes, el Partido integrista tuvo que lidiar entre la Unión Católica y la «armada intelectual» que suponía y entre el carlismo que aún mantenía su primacía sobre las «masas tradicionalistas». Ello no obstó para que el integrismo tuviera su momento de auge y fuerza y alcanzara su máximo esplendor con El Siglo Futuro, la Revista Popular, los Nocedal y Sardá y Salvany. Por su parte el tradicionalismo se vería reforzado intelectualmente con la aparición de Enrique Gil Robes y, especialmente, Juan Vázquez de Mella y Fanjul. Un analista de aquella época podría haberse atrevido a pronosticar varios escenarios: la integración del tradicionalismo en bloque en el sistema de la Restauración, la ruptura de este régimen, etc. Sin embargo un hecho cambió la lógica de toda la política española. La pérdida de Cuba y Filipinas. La derrota sumió a las fuerzas católicas en una sensación de perplejidad. En un principio, para los carlistas, supuso la reafirmación de sus profundas convicciones antiliberales y de los augurios que avisaban sus parlamentarios que sin una descentralización se acabaría perdiendo Cuba. Gil y Robles sentenció que la pérdida era la lógica consecuencia de la «revolución burguesa» que había convertido a España en una mesocracia «irreligiosa» o «hipócritamente pietista». Más metapolítico, Ortí y Lara se limitó a afirmar que todo ello era el último fruto del «concepto de libre examen» que ya había arrancado con Lutero. Curiosamente, Menéndez Pelayo se sumió en un profundo silencio, como si nada hubiera pasado.

La crisis del 98, en la que no podemos entrar a analizar ahora, nos proporciona un personaje curioso: el general Camilo García Polavieja. En un primer momento, recibió el apoyo de los integristas y otros sectores católicos, especialmente los catalanistas. Ello nos permitirá en el siguiente epígrafe esbozar las relaciones entre el «posibilismo» y el catalanismo. Pero antes, cabe preguntarse por qué el general Polavieja no llegó a ser, desde luego, el Boulanger español[63]. La respuesta, puede ser imparcial y contestada, pero nos atrevemos a decir que lo que denominaríamos «nacionalismo integral» no había arraigado aún en España (independientemente de los centenares de manifestaciones patrióticas que conllevó la Guerra de Cuba). Las primeras manifestaciones del nacionalismo es preciso buscarlas, en España, no en el conservadurismo tradicional, ni en el carlismo, ni en el integrismo, sino en los nacionalismos periféricos catalán y vasco. Posteriormente, en todo caso, emergerá un nacionalismo –bien regeneracionista, bien pesimista– que hemos venido en llamar «espíritu del 98».

8. La Unión Católica y el catalanismo

Una tesis arriesgada, pero cada vez más asentada, es que el nacionalismo conservador español, e incluso el fascista, recibió la influencia primera del catalanismo[64], especialmente a través de la figura de –ya apóstata del catalanismo– Eugenio d’Ors[65]. Esta afirmación se hace cada vez más imprescindible para entrever el papel del catolicismo liberal en la configuración del nacionalismo y su influencia en el devenir de la praxis política católica. Esta influencia tendría sus remotos orígenes en la llegada del tradicionalismo filosófico a Cataluña, como ya hemos visto, que allanó el camino para que posteriormente recalara el pensamiento de Maurras entre los primeros catalanistas.

La encíclica Cum multa, aunque redactada para todos los españoles, tenía especial vigencia en Cataluña, donde los enfrentamientos entre las tres facciones mayoritarias de católicos habían llegado a un punto crítico. Carlistas, integristas y moderados liberales (de los que surgirá a la postre un soporte fundamental al catalanismo). Mientras que carlistas e integristas rápidamente desconfiaron del proyecto de la Unión Católica de Pidal, los protocatalanistas lo acogieron con esperanza y entusiasmo. Estos católicos, llamados despectivamente «mestizos» eran representados por Juan Mañé y Flaquer, director del Diario de Barcelona, y por eclesiásticos que pertenecían al «vigatanismo»: Eduardo Llamas Idelfonso Gatell, Torras y Bages[66] o Jaume Collell. Todos ellos eran periodistas e incluso directores de publicaciones importantes como El Criterio Católico (1884) y La Veu de Montserrat (1878) o La Veu de Catalunya (1880).

La piedra de toque del enfrentamiento entre católicos era que estos últimos propugnaban una unión de los católicos, con el fin de defender mejor la Iglesia, aunque ello supusiera aceptar los poderes constituidos (a pesar de su carácter liberal), cosa que era imposible de aceptar para los «intransigentes»[67]. La aparición del catalanismo político, no puede deslindarse de varias influencias como el romanticismo, el organicismo y, evidentemente el maurrasianismo. Maurras y Barrès entraron en España por Cataluña. Los sectores catalanistas, durante el affaire Dreyfus, tuvieron una postura abiertamente pro-nacionalista y antidreyfus[68]. Esta convergencia no es de extrañar, pues Enric Prat de la Riba tuvo una formación cultural e ideológica muy semejante a la de Maurras: Joseph de Maistre, Auguste Comte, Fustel de Coulanges, Renan, Taine, etc. El organicismo que ambos defendían bebía de las mismas fuentes. No deja de ser significativo que Prat denominara a su alternativa política «nacionalismo integral»[69], como Maurras. La aversión de Prat de la Riba al sistema parlamentario (sinónimo de desorden, fragmentación e incoherencia) queda reflejada en las Bases de Manresa (Documento clave en los orígenes del catalanismo). La semejanza del primer catalanismo político con el tradicionalismo, que llevó a muchos a confusión, nos puede explicar la sutileza de este movimiento. El catalanismo fue la estrategia liberal para desarticular el carlismo. No podemos olvidar que la Unión Democrática de Cataluña (partido demócrata cristiano que ha llegado hasta nuestros días en Cataluña), surgió como una escisión de la Lliga Regionalista, a la que masivamente votaban los católicos, aunque sus líderes, como Cambó, fueran liberales. En resumen: «El catalanisme catòlic [fue la] alternativa a l´integrisme (y al carlismo)». Así reza un capítulo de una obra imprescindible para entender la transmutación del carlismo en catalanismo, a través del integrismo y del liberalismo: L´integrisme a Catalunya de Joan Bonet y Casimir Martí.

9. Del catalanismo conservador al conservadurismo españolista

Eugenio d’Ors, uno de los pilares del primer catalanismo y mano derecha de Prat de la Riba, era un admirador de Maurras, Sorel y Moréas. Además fue uno de los primeros españoles que entró en contacto con L’Action Française, y de esa experiencia salió a la luz el movimiento Noucentista, definido como un «nuevo intelectualismo», basado en los valores clásicos de jerarquía, continuidad y cultura frente al individualismo romántico[70]. El surgimiento de un nuevo sentido de nación (que implicaría una sutil y casi inconsciente herejía de la soberanía nacional) acabaría llegando por una serie de «conversos». Así d’Ors, que de catalanista llegó a convertirse, sin cambiar de perspectiva ideológica, en uno de los grandes teóricos de la derecha radical española. Ta m b i é n la élite intelectual noventayochista, que se encontraba en las antípodas tradicionalismo, acabaría influyendo en el fascismo. Algunos de sus mejores representantes, como «Azorín»[71] o Maeztu, tras un peregrinaje complejo, acabarían recalando en el conservadurismo y en el primorriverismo. En ellos parecía hacerse presentes las tesis de Joaquín Costa: la «revolución desde arriba» y el «cirujano de hierro»[72]Azorín fue, junto a d’Ors, uno de los introductores en España de los temas del «nacionalismo integral» maurrasiano[73], cuya influencia resulta patente en su obra Un discurso de La Cierva, en la que propugna una renovación del conservadurismo español a partir de Maurras y Barrès: «Estética clasicista, sociologismo, positivismo comteano, agrarismo y antiliberalismo»[74].

No podemos dejar de mencionar un personaje clave en estos avatares intelectuales, Ramiro de Maeztu, pues su itinerario era el contrario que muchos. Mientras que las modas intelectuales francesas arrastraban a muchos a aceptar un concepto de patria casi revolucionario y antitradicional (sólo mitigado por el aún profundo sentir católico de buena parte de la sociedad española), Maeztu sufría una evolución contraria. Tras su antigua militancia noventayochista y liberalsocialista, conmovido por la Gran Guerra, su alma gira hacia el catolicismo. La crisis del humanismo, señala ese cambio que culminará con un pensamiento contrarrevolucionario tradicionalista antes de su martirio. Por el contrario el conservadurismo radical español contó con Azorín, D’Ors o José María Salaverría, portaestandartes de un nuevo nacionalismo español, muy distinto del católico. José Ortega y Gasset tuvo igualmente «iluminaciones prefascistas». En su Revista de Occidente, colaboraron los futuros teóricos del fascismo español: Ramiro Ledesma Ramos o Ernesto Giménez Caballero. En las páginas de la revista no faltaron las firmas de los intelectuales alineados con la llamada «revolución conservadora alemana»: como Werner Sombart, Carl Schmitt, Hermann Keyserling, Othmar Spann y Oswald Spengler.

El general Primo de Rivera no intentó tampoco convertirse en un caudillo carismático como Boulanger. Carente de ideología[75], su dictadura giró en torno a un vago concepto de patriotismo que podía fácilmente deambular entre el moderno patriotismo o un concepto pseudotradicional. En ese sentido, es preciso destacar las obras de dos de los ideólogos de la Unión Patriótica, el partido de Primo de Rivera, José María Pemán (El hecho y la idea de la Unión Patriótica) y de José Pemartín (Los valores históricos en la Dictadura española). Los cuadros de mandos y dirigentes de la Unión Patriótica salieron especialmente de la Asociación Nacional Católica de Propagandistas. Por aquél tiempo, todavía pretendían emular el tradicionalismo para atraerse a los católicos más intransigentes. No en vano el lema de la Unión Patriótica recordaba al de los carlistas: «Patria, Religión y Monarquía» (aunque no deja de ser más que significativo el cambio de orden de los principios y su abstracción conceptual respecto al trilema carlista). Es cierto que tanto Pemán como su primo Pemartín plantearon la necesidad que el directorio de Primo de Rivera evolucionara hacia una Monarquía tradicional y representativa (que se alejara de la constitucionalista). Las intenciones reales no las podemos conocer, pues este proyecto intentó plasmarse en la non nata Constitución de 1929. Pero lo único que nació fue la II República[76].

10. Más oleadas de conservadurismo: el maurismo

El conservadurismo canovista sufrió una escisión en 1913, casi natural: el maurismo. Maura representa el surgimiento de una primera «derecha radical» o «nueva derecha» en España. Una de las características de las juventudes mauristas (emulando el recién restaurado Requeté), era la «agitación callejera». La radicalización del republicanismo llevó a que la política empezara a desplazarse de los parlamentos a la calle[77]. Nuevamente se repite una ley antihistórica. Si bien lo lógico es que este movimiento, con gran resonancia popular, incluso entre obreros, arrastrara a los elementos tradicionalistas, en el plano intelectual ocurrió al revés. El máximo dirigente e ideólogo maurista fue Antonio Goicoechea. Acabó definiendo al nuevo movimiento derechista como la antítesis del canovismo. El movimiento, aunque nacido de la Restauración, acabó siendo profundamente crítico con ella y le oponía –en una mezcla de lenguaje político moderno y a la vez tradicional: «democracia conservadora y orgánica». Al igual que Balmes o Menéndez Pelayo lo hicieran en su momento, Goicoechea identificaba la tradición española con la Monarquía y el catolicismo. Ello no quita que en sus discursos se puedan detectar algunas expresiones e ideas maurrasianas. El maurismo quedaba entre el moderantismo y el tradicionalismo, como una especie de derecha tradicionalista, crítica con la monarquía alfonsina, pero fiel a ella.

Anteriormente, en 1909, había aparecido en España la ya mencionada Asociación Católica Nacional de Propagandistas. Aparentemente su ideario y proyecto político eran una actualización de la tradición católica. Ángel Herrera Oria llegó a afirmar que se mostraba contrario a la democracia liberal, que «no se había creado para España». En ese sentido, su alternativa era «una forma de democracia orgánica que empiece por vivificar con savia del pueblo las primeras instituciones de la vida pública y de las instituciones económicas»[78]. Su órgano de difusión fue El Debate, que defendió la tradicional fórmula de la unión de valores monárquicos y católicos … hasta que llegó la República. Los seguidores de Herrera Oria se quedaron entre los republicanos laicistas y los tradicionalistas.

11. El último rearme doctrinal del tradicionalismo y la llegada del franquismo

Se puede decir que Vázquez de Mella tuvo su continuador en Víctor Pradera[79]. Éste, más sistemático que Mella, puso el acento del tradicionalismo carlista en el regionalismo, pero sin descuidar la cosmovisión de una Res publica christiana sintetizada en una «Monarquía federativa»[80]. A Pradera acompañaron otros sistematizadotes del tradicionalismo como Marcial Solana. El conservadurismo, el patriotismo moderno y el tradicionalismo volvieron a confluir en la que fuera una de las publicaciones más originales e influyentes de su época y profundamente anti-republicana: la revista Acción Española. Ahí se cruzaron las plumas de un Eugenio Vegas Latapié, venido del integrismo, aunque ahora alfonsino; un Maeztu camino de su conversión al tradicionalismo; antiguos mauristas, como Goicoechea y Calvo Sotelo; primorriveristas, como Pemán, Pemartín y Aunós o carlistas como Víctor Pradera. Se ha discutido sobre la influencia real de Acción Española, pero sin lugar a dudas fue uno de los baluartes ideológicos que permitieron legitimar un 18 julio del 36. No en vano en sus páginas escribirían Isidro Gomá y otros eclesiásticos de gran relevancia. A pesar de la divergencia de procedencias, todos estos pensadores intuían que la República iba a significar un punto de inflexión en la Historia de España. De su perduración o caída iba a depender el futuro del catolicismo.

De hecho, en la carta colectiva del Episcopado español con motivo de la Guerra de España (1937) se advertía: «Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno, maravilloso, del martirio –verdadero martirio, como ha dicho el Papa– de millares de españoles, sacerdotes, religiosos y seglares; y este testimonio de sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de inmensa responsabilidad política, la actuación de quienes, depuestas las armas, hayan de construir el nuevo estado en el sosiego de la paz». No somos los que hemos de juzgar ese nuevo Estado que surgió de la Guerra, formalmente católico y monárquico sin rey. Contó con teorizadores suficientes como el burgalés Francisco Javier Conde, el discípulo español más importante de Carl Schmitt[81]. Colaboró a la legitimación del régimen con la teoría del caudillaje (una especie de «secularización» de la «monarquía»)[82]. O también el ingenioso Pedro Laín Entralgo, obcecado por conjugar una ética nacional falangista, el caudillaje, el totalitarismo, acorde con los valores religiosos del catolicismo[83]; o Antonio Tovar y José Antonio Maravall, cuyos estudios intentaron preservar el legado noventayochista y orteguiano del falangismo para oponerlo al «catolicismo integrista»[84]. Las dialécticas decimonónicas entre tradicionalistas y moderantistas se repetían ahora en el seno de un nuevo régimen que buscaba su identidad. Por ejemplo, Adolfo Muñoz Alonso enfatizaba el «sentido» católico del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera (obviando totalmente a Ledesma Ramos) fundado en la corriente personalistas de Mounier[85]. La primera fase «falangista» del régimen, pronto debió virar tras la derrota alemana. Franco buscó otros apoyos con los que equilibrar el régimen, recurriendo a los sectores de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas que posteriormente serían reemplazados por los tecnócratas del Opus Dei. Sin embargo, el franquismo no podía obviar el pensamiento tradicional. En 1948 aparecía la llamada «tercera fuerza», representada por los herederos ideológicos de Acción Española. Sus ideólogos eran hombres que sin provenir en su mayoría directamente del tradicionalismo, simpatizaban con él; o al menos replicaban su lenguaje. En la medida que el régimen se iba adaptando a los tiempos, muchos de ellos también lo hicieron. Entre ellos encontramos a Rafael Calvo Serer, Florentino Pérez-Embid, Ángel López-Amo, Vicente Marrero, Antonio Fontán, Antonio Millán Puelles, etc. Calvo Serer se sirvió para aglutinar a los intelectuales conservadores y tradicionalistas de la revista Arbor, órgano del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, lo cual le permitió una gran influencia en el mundo académico[86]. En esa etapa todavía parecía posible una entente con el tradicionalismo, representado especialmente por Elías de Tejada o Rafael Gambra[87]. Pero el «tradicionalismo oficial del franquismo», representado por Calvo Serer fue derivando hacia la aceptación de don Juan de Borbón[88] (paradójicamente Eugenio Vegas Latapié hizo el camino contrario, alejándose de D. Juan).

El análisis sociológico del catolicismo durante la época de Franco compete a otros. Hasta aquí simplemente hemos desentrañado algunas claves del pensamiento tradicionalista y su agotamiento en una estructura política confesionalmente católica[89]. El Estado católico estaba sustentado en parte por católicos liberales que sin militar en organizaciones demócrata-cristianas, antes bien, parasitaban el régimen, estaban en contra de la confesionalidad del Estado (la evolución posterior de estos personajes, tras la muerte de Franco, permite confirmar esta tesis). Por eso, en España, sin grandes organizaciones demócrata-cristianas, el catolicismo liberal pudo hacer su obra, protegido por las estructuras del franquismo. Por otra parte, la eclosión del Vaticano II y sus consecuencias pastorales, demolieron un edificio que había empezado a carcomerse desde arriba. Tras la muerte de Franco no costó mucho la caída de la «reserva espiritual de Occidente». No es extraño que un antiguo colaborador de Acción Española, Aniceto de Castro Albarrán, exclamara, al conocer el contenido del Concilio: «¡Pobre Iglesia! ¡Pobre España!»[90]. Pura profecía.

12. Conclusiones o la aristocracia de las catacumbas

El ser tradicional de España se transformó en tradicionalismo en la medida que fue atacado en su esencia a partir de las revoluciones decimonónicas. El caso de España es particular al demostrar su gran resistencia contrarrevolucionaria durante más de un siglo. De ahí que el liberalismo no pudiera imponerse como en el resto de Europa, ni la democracia cristiana pudiera arraigar como partido.

A lo largo del siglo XIX el pensamiento tradicionalista se fue afianzando y sistematizando, bebiendo de fuentes que incluso no eran carlistas, aunque sí contrarrevolucionarias. En los momentos en los que se agudizaban los procesos revolucionarios, el carlismo mantenía el peso y la fuerza popular suficiente para arrastrar a los pensadores católicos al tradicionalismo, y no al revés.

Por ello, entre otras razones, la idea de Patria tradicional se mantuvo en España mucho más tiempo y por eso el «patriotismo moderno y revolucionario» no cuajó ni siquiera en la «derecha conservadora», al menos al mismo ritmo que en Europa. A la larga, las influencias fascistizantes provenientes de Europa quedaron mitigadas por el sentir y el pensamiento católico que aún imperaba en buena parte de la sociedad española.

El catolicismo liberal, que tenía como único y verdadero enemigo, en su agenda oculta, al catolicismo tradicional, hubo de desarrollar estrategias (no necesariamente conscientes) para debilitar el tradicionalismo. Por eso, en los lugares donde el carlismo y el tradicionalismo era más potente (Cataluña y Vascongadas), el catolicismo liberal apareció como regionalismo y acabó como nacionalismo. Fue en los grandes baluartes del carlismo donde la democracia cristiana apareció como organización política. En el resto de España el catolicismo liberal consiguió atraer a su aparente oponente, el integrismo, a través de la aceptación de la restauración monárquica liberal.

Los directorios militares sirvieron para salvaguardar, frente a los procesos revolucionarios, un orden sociológico católico, pero era incapaz de vivificar continuamente ese modelo de sociedad. Tras el franquismo, el tradicionalismo en cuanto pensamiento quedaba prácticamente agotado salvo algunos honorables reductos. La continuidad de una vivencia tradicional en miles de familias, especialmente las católicas quedó truncada; bien por la infiltración marxista en el carlismo, bien por la debacle y desorientación derivada de la pastoral del Vaticano II.

¿Significa esto la muerte del tradicionalismo? Evidentemente no. El propio sistema actual, político y eclesial, genera tal desencanto que son muchos los que vuelven su mirada a la Tradición. El gran problema es que esa mirada no es una «vuelta», pues no había sido experimentada por ellos. Los que, por algún motivo u otro, han llegado a conocer, o percibir lo que significó vivir la Tradición, tienen el grave deber moral de saber transmitirlo con toda la caridad que la circunstancia lo exige.

La praxis política cristina no puede renegar del maximalismo: reinstaurar una Res publica christiana. Sin embargo el camino será largo y posiblemente muchos no lo veremos culminar. Por último, afirmar que la praxis política no puede quedar limitada a una mera reflexión del tradicionalismo; pero el tradicionalismo no puede reconstruirse sin un pensamiento tradicional. Con otras palabras, el ya debilitado tradicionalismo, corre un grave peligro, convertirse en una mera ideología que no esté acompañada de una «experiencia vital». Por experiencia vital nos referimos a poder vivir la sociabilidad tradicional en la familia, la amistad y lo eclesial. Lejos de soñar con las «masas católicas» de antaño, hemos de ser realistas: hemos de preparar las catacumbas, o moradas si asusta el término, que preparen una aristocracia tradicionalista «vital» que permita «comunicar la vida plenamente». Este entrecomillado es simplemente la definición de la Tradición.

Referencias

[1] Vicente CÁRCEL ORTÍ, Historia de la Iglesia en la España contemporánea, Madrid, Palabra, 2002, pág. 437.

[2] Utilizamos la palabra resentimiento en el sentido técnico expresado por Max Scheler en su obra El resentimiento en la moral.

[3] José María ALSINA ROCA, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica catalana, Barcelona, PPU, 1985, pág. 214.

[4] Ejemplo de ello es la siguiente afirmación de mi amigo Josep Miró i Ardèvol, miembro de Consejo Pontificio para los Laicos: «En España nunca ha conseguido existir un verdadero partido demócrata-cristiano. Ha existido la idea de transponer directamente el catolicismo a la política, lo cual es un error en el sentido de que la Iglesia puede y debe producir un criterio en un orden político, pero no puede ni debe aplicarlo directamente y menos todavía puede aceptar que exista un sujeto político que pretenda representarla de manera literal. Y esto ha sido la tentación de un cierto catolicismo en España durante mucho tiempo». Josep MIRÓ, Andreoti y la Democracia Cristiana, www.forumlibertas.com.

[5] Es evidente que este planteamiento nos lleva a distinguir entre dos (o más) sentidos de tradicionalismo: por un lado el sincero, el que se esfuerza en entroncarse con el sentir de generaciones anteriores y el de una mera pose frente al conservadurismo y casi como exclusión de otras posibilidades. No cabría descartar tradicionalistas por esteticismo o simplemente por anomia psicológica (como reacción a una presente social incapaz de ser asumido).

[6] José Luis MILLÁN-CHIVITE, «Evolución del concepto de tradición como política en la España del XIX», Anales de la Universidad de Cádiz (Cádiz), núm. 2 (1985), pág. 192.

[7] Alasdair MACINTYRE, Justicia y racionalidad, Barcelona, Eiunsa, 1994, pág. 349.

[8] Pedimos de antemano disculpas por estas digresiones personales. En la dilatada militancia del tradicionalismo uno se ha hartado de escuchar hasta la saciedad las mismas afirmaciones repetidas casi de forma mecánica. Ello no significa que, como señalaba nuestro maestro Francisco Canals, las cosas verdaderas se han de repetir constantemente. Por el contrario, nos referimos a la incapacidad que hemos demostrado muchas veces de plantear cuestiones que salgan de los «cánones» de discusión, no atreviéndonos a abordar temas fuera de ese canon. En este caso estaríamos ante un tradicionalismo muerto.

[9] Cfr. Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, «Las tradiciones ideológicas de la extrema derecha española», Hispania (Madrid), núm. 207 (2001).

[10] José María ALSINA, op. cit., pág. 214.

[11] Karl MANNHEIM, Ideología y utopía, Ciudad de Méjico, FCE, 1987, pág. 107. Evidentemente no hay parangón entre el concepto de tradición que usa Mannheim con el que estamos habituados. Por ejemplo distingue un «tradicionalismo natural» relacionado con normas «vegetativas» y con modos de vida ligados a elementos mágicos de la conciencia.

[12] Lo único que podría evitar esa «discontinuidad» temporal, como ya señalamos al principio sería un movimiento de fidelidad legitimista que, por definición, se mantendría en el tiempo hasta que no se rompiera esa línea dinástica y legítima. En el caso de España, no entraremos en debate, lo consiguió el carlismo durante más de un siglo. Si esta continuidad legitimista se hubiera perdido, el carlismo pasaría a ser tradicionalismo.

[13] Cfr. Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, op. cit., pág. 101.

[14] Como la finalidad del catolicismo liberal es deshacer el principio católico tradicional y verdadero, una vez cumplida su misión, deja de tener sentido y desaparece. Una forma de verlo es que cuando más fuerte era el tradicionalismo, la democracia cristiana mantenía un discurso casi netamente católico, excepto en el tema de separación Iglesia y Estado. Hoy en día, casi extinguido el tradicionalismo, la democracia cristiana no defiende una sola tesis plenamente católica.

[15] Cfr. Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, op. cit., pág. 101.

[16] Ortega cae en la trampa del nacionalismo actual que reduce buena parte de su argumentación a una cuestión de sentimientos: «La esencia del particularismo es que cada grupo deja de sentirse a sí mismo como parte, en consecuencia deja de compartir los sentimientos de los demás. No le importan las esperanzas o necesidades de los otros y no se solidarizará con ellos para auxiliarlos en su afán».

[17] Ortega parte de la idea uniformista de España, sólo rota por la aparición de los nacionalismos: «Uno de los fenómenos más característicos de la vida política española en los últimos veinte años ha sido la aparición de regionalismos, nacionalismos, separatismos; esto es, movimientos de secesión étnica y territorial. ¿Son muchos los españoles que hayan llegado a hacerse cargo de cuál es la verdadera realidad histórica de tales movimientos? Me temo que no. Para la mayor parte de la gente el “nacionalismo” catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen».

[18] Cfr. Francisco CANALS VIDAL, Catalanismo y Tradición catalana, Barcelona, Scire, 2006.

[19] Federico TRILLO-FIGUEROA, prólogo a España invertebrada de José Ortega y Gasset, Barcelona, Espasa-Calpe, 2002.

[20] Cfr., por ejemplo, José Luis MILLÁN-CHIVITE, op. cit.

[21] Baste leer las obras de José Carlos Clemente, para constatar hasta la saciedad este argumento que se ha convertido en dogma interpretativo del actual Partido Carlista.

[22] Uno de los lemas más coreados por los agraviats o malcontents (agraviados o descontentos) era un inequívoco: «Viva la Religión, viva el Rey absoluto, viva la Inquisición, muera la Policía, muera el Masonismo y toda secta oculta». Cfr. Jaime TORRAS ELÍAS, La guerra de los agraviados, Barcelona, Universidad de Barcelona, 1967, pág. 15.

[23] El carlismo, igualmente, en la única victoria de que participó, sufrió la «pérdida» de la Paz.

[24] Algo parecido pasó tras la Guerra Civil del 36. El carlismo veía su primera victoria militar, al mismo tiempo que se cerraba definitivamente su victoria política.

[25] Cfr. Las Cartas inéditas del Filósofo Rancio, Madrid, 1915.

[26] Entre los diputados «realistas» destaca Pedro de Inguanzo y Rivero, diputado por Asturias, luego obispo de Zamora y, finalmente, arzobispo de Toledo y cardenal. Frente a la soberanía del pueblo, defendió la tesis tomista del origen divino del poder

[27] Sus tesis iban claramente dirigidas contra las tesis de Argüelles. Cfr. Javier HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1971, pág. 267.

[28] No podemos despreciar la importancia intelectual y afectiva que suscitó Alvarado. Todavía en 1934 en la redacción de El Siglo Futuro, órgano del escindido Partido Integrista de Nocedal, se podía ver un majestuoso cuadro del Filósofo Rancio.

[29] Para una imprescindible evaluación de la importancia del Manifiesto de los Persas, Cfr., Alexandra WILHELMSEN, La formación del pensamiento político del carlismo (1810-1873), Madrid, Actas, 1995.

[30] Entre ellos, escritos en catalán, destacan Conversas de Tomás Bou y un anónimo Constitució sens ànima.

[31] Cfr. Vicente MARRERO, El tradicionalismo español del siglo XIX, Madrid, Publicaciones españolas, 1955, págs. 69 y ss.

[32] Así nacerá la tan clara estrategia (a la vez que tan poco visible para muchos católicos) de presentar un falso tradicionalismo (el absolutismo, moderantismo, conservadurismo, etc.) para que la sociedad no abrazara el verdadero tradicionalismo ante los excesos de la revolución.

[33] Cfr. Javier BARRAYCOA, «El carlismo catalán», en Miguel Ayuso (ed.), A los 175 años del carlismo, Madrid, Itinerarios, 2011, pág. 106.

[34] Cfr. Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, op. cit., pág. 107.

[35] Cfr. Alexandra WILHELMSEN, «Magín Ferrer, pensador carlista renovador olvidado», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Madrid, 1991, págs.401-490; ID., «Pou, carlista temprano», Razón Española (Madrid), núm. 55 (1992), págs. 101 y sigs.

[36] Cfr. José María ALSINA ROCA, El tradicionalismo filosófico en España. Su génesis en la generación romántica catalana, cit. Recientemente la editorial Tradere ha reeditado la obra de Pou, La España en la presente crisis. Examen razonado de la causa de los hombres que pueden salvar aquella nación (Madrid, 2010). Esta obra, publicada en Montpellier en 1843, es una crítica contundente del gobierno de la década ominosa que se traduciría en una mezcla de liberales moderados, déspotas ilustrados, galicanos y jansenistas. En Pou, de ahí el carácter diferenciador de su obra, no aparece ni el menor atisbo del complejo galicano-jansenista, tan extendido en aquella época en las altas esferas del poder y en parte de la jerarquía eclesiástica. Durante la guerra carlista, desde la dirección de El Restaurador Catalán, rebatía las tesis de Cea Bermúdez expresadas en La verdad sobre la cuestión de la sucesión en la corona de España, en la que trataba de defender los derechos dinásticos de Isabel II.

[37] El malogrado historiador Pere Anguera fue un experto en presentar así al carlismo, especialmente el catalán. Cfr. Pere ANGUERA, Déu, Rei i fam. El primer carlisme a Catalunya, Barcelona, Publicacions de l´Abadia de Montserrat, 1995. Su tesis es que los levantamientos carlistas los producían las épocas de hambruna.

[38] Desde la Escuela tomista de Barcelona, siempre se ha defendido que pervivió en Cataluña un tomismo gracias a las órdenes mendicantes y de predicadores. Este tomismo no se traslució en las cátedras pero sí en la homilética de la cual se alimentaba el pueblo.

[39] La utilización del término «tradicionalistas» y «conservadores» es muy laxo y no lo utilizamos en un sentido categorizador y definido. Simplemente nos referimos a autores que se posicionaban en el bando carlista o aceptaban, con sus propias pegas, la monarquía isabelina.

[40] Cfr. Josep María MUNDET I GIFRE, «Viçenc Pou, ¿Un antecedent de Balmes? La política religiosa dels moderats vista per un carlí (1845)», Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada (Madrid), núm. 9 (2003), págs. 137-169.

[41] Jaime BALMES, El Pensamiento de la Nación, 2 de abril de 1845.

[42] Cfr. Francisco CANALS VIDAL, La tradición catalana en el siglo XVIII: ante el absolutismo y la Ilustración, Madrid, Fundación Francisco Elías de Tejada y Erasmo Pèrcopo, 1995.

[43] Carl SCHMITT, Interpretación europea de Donoso Cortés, Madrid, Rialp, 1952, pág. 122.

[44] Para un estudio de las reflexiones de Carl Schmitt sobre España, cfr. Dalmacio NEGRO PAVÓN (ed.), Estudios sobre Carl Schmitt, Madrid, Fundación Cánovas del Castillo, 1995.

[45] Jaime BALMES, Obras completas, Madrid, BAC, 1950, tomo VI, pág. 33.

[46] Juan BRAVO MURILLO, Opúsculos, tomo II, Madrid, Librerías de San Martín, 1864.

[47] No estaría de más realizar un estudio por el que centenares de políticos y pensadores conservadores, no consiguen armonizar sus creencias con sus afirmaciones o actuaciones. Bravo Murillo aceptaba el herético dogma de la soberanía del pueblo, pero se alegraba con la proclamación de la unidad católica de España. Casos semejantes los encontraríamos sin parar.

[48] De este grupo José Ferrer y Subirana, antiguo condiscípulo de Balmes, traduce y prologa a Bonald.

[49] Con él colaboró en El Pensamiento de la Nación.

[50] La terminología usada por multitud de historiadores al referirse a «neocatólicos», «tradicionalistas», «carlistas», es profundamente equívoca y uno se puede encontrar incluso que a Balmes lo clasifican de carlista. Entre los conservadores que se pasaron al carlismo en la fase de agotamiento de la monarquía isabelina se ha utilizado la adecuada expresión «liberales cansados», cfr. José Luis MILLÁN-CHIVITE, op. cit. pág. 195.

[51] En esta época la Comunión Católico-Monárquica tuvo un enorme crecimiento con la llegada de intelectuales, abogados, periodistas e intelectuales en general. Oyarzún, en su Historia del Carlismo, habla de una «enorme masa de opinión».

[52] José Luis MILLAN-CHIVITE, op. cit., pág. 197.

[53] Cit. en Joan BESTARD, Parentesco y modernidad, Barcelona, Paidós, 1998, pág. 29.

[54] Entre sus colaboradores, hubo carlistas, como Aparisi y Nocedal; moderados, como Barzanallana y Pidal; conservadores liberales, como Cánovas del Castillo o el Marqués de Molins; y también fue significativa la presencia del clero: Zeferino González, Antolín Monescillo, Francisco Javier Caminero o el Padre Coloma.

[55] Para muchos la Restauración era fruto de un consenso entre el tradicionalismo y el moderantismo: «Hay algo que doctrinal e históricamente pertenece al Tradicionalismo», Jesús PABÓN, Cambó (1876-1918), Barcelona, Alpha, 1952, pág. 128.

[56] Cristóbal ROBLES, Insurrección o legalidad. Los católicos y la Restauración, Madrid, CSIC, 1988, pág. 49.

[57] Cristóbal ROBLES, op. cit., pág. 309.

[58] Fue firmado por el futuro Alfonso XII el 1 de diciembre de 1874, mientras realizaba sus estudios en la academia militar de Sandhurst (Inglaterra). El manifiesto se redactó formalmente con el pretexto de sus diecisiete años, que significaban la mayoría de edad. El documento fue pensado y escrito por Cánovas del Castillo con el fin de preparar la restauración. En el manifiesto se daba a conocer el nuevo sistema político que se quería implantar: una monarquía constitucional, es decir un nuevo régimen monárquico de tipo conservador y católico pero que garantizaba el funcionamiento del sistema político liberal. El manifiesto acababa proclamando las esencias fundamentales que han de regir su reinado: «…ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo, verdaderamente liberal».

[59] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, op. cit., pág. 117.

[60] Francisco CANALS, «Prólogo» a José María Alsina, op. cit.

[61] Solange HIBBS-LISSORGUES, «La prensa católica catalana de 1868 a 1900 (II)», Anales de Literatura Española (Alicante), núm. 9 (1993), pág. 89.

[62] Por eso no es de extrañar que los propagandistas fueran monárquicos liberales, republicanos, franquistas o demócratas, según fueran pasando los años.

[63] Ante la crisis de la pérdida de Alsacia y Lorena en la guerra franco-prusiana, y un descrédito de la clase política, el General Boulanger aglutinó en torno a sí un gran movimiento político. Siendo liberal de izquierdas, consiguió agrupar monárquicos, bonapartistas y el conservadurismo sociológico. Al contrario que el General Primo de Rivera no se atrevió a dar un golpe de estado que le hubiera aupado a la Jefatura del Estado. Finalmente el movimiento se disolvió por falta de concreción política.

[64] Hoy por hoy, se ha tornado indispensable la voluminosa obra de Enric UCELAY-DACAL, El imperialismo catalán. Prat de la Riba, Cambó, D’Ors y la conquista moral de España, Barcelona, Edhasa, 2003.

[65] El bizkaitarrismo se alimentó del nacionalismo catalán, a través de Luis de Arana, pero no influyó en la configuración del nacionalismo español.

[66] Respecto a nuestro juicio sobre Torras y Bages, en cuanto catalanista, sólo se puede entender desde un peculiar y originario sentido del catalanismo, no reconciliable con el político.

[67] El proyecto de Pidal fue criticado, entre otros, por el obispo carlista de Daulia, Josep Serra. Este prelado afirmaba que la única intención de la Unión era política y anticarlista y que estaba contagiada por el liberalismo. A sus ojos, esta «unión heterogénea» sólo quería disolver el carlismo: «Nombres de personas ilustres, de personas muy queridas, muy respetables […] unidos y confundidos con nombres de sujetos que no han renunciado y no renunciarán probablemente jamás al nombre de liberales» (La Cruz, 188. Ibid., pág. 317).

[68] Joaquim COLL I AMARGÓS, El catalanisme conservador davant l´afer Dreyfus, Barcelona, Curial Edicions Catalanes, 1994.

[69] Enric PRAT DE LA RIBA, La nació i testât. Escrits de joventut, Barcelona, La Magrana, 1987, pág. 103.

[70] Cfr. Eugeni D´ORS, Glosari, Barcelona, Edisions 62, 1982, pág. 191.

[71] José Martínez Ruíz, «Azorín», quien, tras su escarceos federalistas y anarquizantes, pasó a militar, sin solución de continuidad, en el conservadurismo de Maura y La Cierva.

[72] Cfr. Vicente CACHOVIU, Repensar el noventa y ocho, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997; Rafael PÉREZ DE LA DEHESA, El pensamiento de Costa y su influencia en el 98, Madrid, Sociedad de Estudios y publicaciones, 1966.

[73] Uno de los admiradores de Maurras fue Rafael Sánchez Mazas, que se encargó, como corresponsal de ABC en Italia, de describir elogiosamente la subida al poder de Mussolini.

[74] Pedro Carlos GONZÁLEZ CUEVAS, op. cit.

[75] Sólo en sus últimos años se planteó la instauración de un Estado autoritario permanente, que rompiera con la tradición liberal-conservadora.

[76] La sospecha de que esta maniobra de Pemán fuera eso, una maniobra, no se puede demostrar. Pero su futura evolución política, o los que –asombrados– vieron cómo D. Juan se ponía la boina roja con tal de ganarse la simpatías de los carlistas para ganarse el trono, como mínimo han de ser más que suspicaces con estas «vueltas» al tradicionalismo.

[77] María Dolores ELIZALDE et al., Historia política de España, 1875-1939, vol. 1, Madrid, Akal, 2002, pág. 239.

[78] Cfr. Ángel HERRERA ORIA, Obras selectas, Madrid, BAC, 1965, págs. 5-8 y 75.

[79] Curiosamente Pradera acompañó a Vázquez de Mella en su disidencia frente al nuevo rey carlista, Don Jaime, tras el final de la Gran Guerra.

[80] Víctor PRADERA, Regionalismo y nacionalismo, Madrid, El Correo Español, 1917; El Estado nuevo, Madrid, Cultura Española, 1935.

[81] Así lo describe Fernández de la Mora: «En la clase de Derecho Político de la facultad hizo una mañana su aparición un joven profesor rubio, de dicción aparentemente engolada, de quien conocía sus precursoras traducciones de Carl Schmitt, y que traía de Alemania las palabras más innovadoras de teoría del Estado[…]. La inteligencia española, como con tantos compatriotas eminentes, no ha sido justa con Javier Conde, uno de los más finos ingenios de su tiempo». Gonzalo FERNÁNDEZ DE LA MORA, Río Arriba. Memorias, Barcelona, Planeta, 1995, pág. 54.

[82] Francisco Javier CONDE, «Espejo de caudillaje», en Escritos y fragmentos políticos, Madrid, IEP, 1974, tomo I, páginas 30 y sigs.

[83] Pedro LAÍN ENTRALGO, Valores morales del nacional-sindicalismo, Editora Nacional, Madrid, 1941.

[84] Cf. Antonio TOVAR, El Imperio de España, Madrid, Afrodisio Aguado, 1941; José Antonio MARAVALL, Teoría del Estado en España en el siglo XVII, Madrid, IEP, 1943.

[85] Adolfo MUÑOZ ALONSO, Persona humana y sociedad, Madrid, Ediciones del Movimiento, 1955; Un pensador para un pueblo, Madrid, Almena, 1969.

[86] Gonzalo Fernández de la Mora sería una rara avis en este elenco de pensadores, pues buscaba una legitimación «orteguiana» del régimen, alejada del «catolicismo radical». Por el contrario, el contrapunto lo ponía Vicente Marrero que pretendía que la legitimidad del régimen provenía del carácter de Cruzada de la Guerra civil.

[87] Cf. AA.VV., Francisco Elias de Tejada y Spínola. El hombre y la obra, Madrid, Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1989; Miguel AYUSO, La filosofía jurídica y política de Francisco Elías de Tejada, Madrid, Fundación Elías de Tejada, 1994. Para la obra de Gambra y su sistematización y juicio sobre el régimen, cfr. Rafael GAMBRA, La monarquía social y representativa en el pensamiento tradicional, Madrid, Rialp, 1954; La unidad religiosa y el derrotismo católico, Sevilla, ECESA, 1965; Tradición o mimetismo, Madrid, IEP, 1976.

[88] A modo de ejemplo, comparar las siguientes obras de Rafael CALVO SERER, España, sin problema, Madrid, Rialp, 1949 y Teoría de la Restauración, Madrid, Rialp, 1952.

[89] Algún día alguien tendrá que explicar cómo catedráticos católicos, desde dentro del régimen, torpedeaban las oposiciones universitarias que Elías de Tejada preparaba para profesores tradicionalistas y era «traicionado» para dárselas a profesores marxistas.

[90] Aniceto DE CASTRO ALBARRÁN, Lo nuevo conciliar y lo eclesial perenne, Madrid, Studium, 1967, pág. 101.

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