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La tentación de quedarse: ¿Elección o reelección?

Aitor Iraegui / Si entendemos el autoritarismo como la disposición del gobernante a modificar arbitrariamente las reglas de juego en beneficio propio, debemos aceptar entonces que es una actitud autoritaria tratar de cambiar, forzar o incumplir las leyes para lograr el objetivo de ser reelecto.

En América Latina ha existido tradicionalmente una amplia corriente de opinión claramente contraria a las reelección inmediata, tendencia que durante mucho tiempo se manifestó en la existencia de artículos rechazándola en casi todas las constituciones de la región. Así, salvo algunas excepciones generalmente vinculadas a gobiernos no democráticos (como por ejemplo la enmienda de 1977 a la constitución paraguaya de 1967), la posición contraria a la reelección inmediata se mantuvo incólume desde la independencia y la mayor parte de la vida republicana, se consolidó durante el proceso de democratización de los años ochenta y no comenzó a variar hasta los últimos años del siglo pasado y la primera década de éste siglo en que, coincidiendo con una oleada de gobiernos populistas, un número creciente de países (como Costa Rica, Perú, Brasil, Nicaragua, la República Dominicana, Ecuador, Colombia o Bolivia) aprobaron la reelección inmediata y en algunos casos (por ejemplo en Venezuela) la reelección ilimitada.

En realidad, podría decirse que el cambio no fue ni bueno ni malo, porque la existencia de la reelección o su ausencia no es positiva ni negativa en sí misma. De hecho, algunas de las seudo-democracias más perversas, por ejemplo la mexicana del largo periodo del monopolio del pri, no contemplaban (ni contemplan) ningún tipo de reelección; mientras que en muchas de las democracias más solventes del mundo (por ejemplo Suiza o Suecia) los gobernantes se pueden reelegir indefinidamente sin que eso suponga mayor inconveniente. Entonces, la cuestión no es tanto si la reelección es posible o no, sino la forma en la que se llega a ella y el modo en el que se mantiene. Es decir, que como en tantas otras cosas de esta vida, el problema está en cómo se utiliza.

El principal argumento de los que se oponen a la reelección inmediata es la convicción de que ésta es especialmente peligrosa en un contexto de democracias poco consolidadas en las que los pesos y contrapesos están precariamente apuntalados, máxime cuando predominan regímenes presidencialistas en los que el gobernante cuenta con una amplia gama de atribuciones junto a escasos y débiles controles institucionales. Es decir, se entiende que alargar en el tiempo las funciones del gobernante le permiten a éste consolidar estructuras de poder que pueden promover prácticas autoritarias. Por lo tanto, la preocupación no estriba en la posibilidad de que un presidente democrático vaya a terminar por volverse un dictador sólo por estar en el poder varias gestiones, sino en que un presidente con tendencias autocráticas pueda aprovechar los periodos sucesivos para crear redes de poder autoritarias. Esta preocupación por limitar el poder y por prevenir el autoritarismo procede, sin ningún lugar a dudas, del pensamiento liberal y no es extraño que prevaleciera después de las independencias americanas, considerando que las ideas liberales guiaron a prácticamente todos los próceres de la independencia. En este sentido, merece la pena recordar al cubano José Martí cuando escribió que “todo hombre es la semilla de un déspota”.

Otro alegato contra la reelección, directamente relacionado con el anterior, es que inevitablemente reduce la competencia electoral. Los candidatos que al mismo tiempo gobiernan cuentan con recursos económicos, políticos y simbólicos de los que carecen el resto de aspirantes. Pese a que para paliar este problema casi todos los regímenes electorales prohíben a los presidentes-candidatos hacer uso de esa ventaja durante la campaña (se prohíbe, por ejemplo, utilizar recursos estatales o inaugurar obras públicas durante el periodo electoral) en la práctica suele ser muy difícil conseguir que el candidato-gobernante no use las ventajas que le permite su posición (más difícil cuanto más débiles son los controles y menos rigurosa la separación de poderes) lo que reduce objetivamente el carácter competitivo del proceso. Quizás a ello se deba que una popular máxima política, que casi siempre se cumple, establezca que no son los opositores los que ganan las elecciones, sino los oficialistas las que las pierden. Para certificarlo basta con ver la situación latinoamericana reciente: en los países en los que se promovió un cambio normativo para permitir la reelección inmediata, todos los presidentes que llevaron adelante la reforma fueron efectivamente reelectos en la siguiente elección, con la única excepción (que es la que confirma la regla) de Hipólito Mejía en la República Dominicana.

Los que se oponen a la reelección inmediata también sostienen que ésta termina por volverse en un objetivo prioritario y que tarde o temprano llega el momento en el que la urgencia por obtener la reelección se impone sobre la necesidad de gobernar para promover el interés general, lo que provoca que los gobernantes se dediquen a aplicar medidas con un alto impacto positivo sobre su electorado, dejando de lado, o en el mejor de los casos postergando, aquellas acciones que tienen un mayor costo electoral o que están dirigidas a sectores sociales que no les votan. Además, la experiencia empírica muestra que, en demasiadas oportunidades, se termina produciéndose un periodo de vacío político-administrativo en el que los gobernantes dejan de lado sus obligaciones gubernamentales para dedicarse a tiempo completo a la campaña electoral. Ese periodo es más largo y abarca a más instituciones en la medida que es menor la institucionalidad del país, por lo que en democracias donde el Estado está muy perforado por el prebendalismo y el clientelismo no es extraño observar cómo durante la campaña gran parte de los los funcionarios públicos están abocados al trabajo electoral y las instituciones no funcionan, los trámites administrativos no avanzan y los ciudadanos se ven abandonados a su suerte hasta la conclusión del periodo proselitista.

Sin embargo, es cierto que a favor de la reelección consecutiva existen también importantes argumentos que deben ser considerados. El más importante es quizás también el más intangible y tiene que ver con la posición del demos (el pueblo) en la democracia, porque ¿no será que vetar la reelección es más una necesidad de los políticos de promover la circulación del poder al interior del sistema que una consideración real hacia las necesidades del soberano? Si honestamente creemos que es efectivamente cierto que la soberanía reside en la ciudadanía (si no lo creemos, todo este artículo está de más) entonces el pueblo debe tener la posibilidad de decidir, libremente y entre todos los candidatos posibles, quién quiere que le gobierne, incluyendo, por supuesto, el presidente en ejercicio. Reducir la lista de candidatos imponiendo restricciones innecesarias, no sólo limita notablemente la capacidad real de los ciudadanos para pronunciarse y para elegir, sino que parece provenir de una visión elitista y paternalista, que cuestiona la madurez de los electores, su capacidad para discernir lo que les conviene y para elegir adecuadamente entre las distintas opciones. En este sentido, la reelección inmediata tiene un valor democrático intrínseco muy poderoso.

Otro factor a favor de la reelección inmediata se relaciona con el famoso concepto de accountability o responsabilidad de los gobernantes frente a los gobernados. Las elecciones son una de las formas más importantes de rendición de cuentas en la medida que con sus votos el ciudadano castiga o premia las distintas opciones que se le presentan. Sin embargo, la ausencia de reelección inmediata impide que los gobernantes rindan cuentas y bloquea el reconocimiento o la sanción por parte de los gobernados. Es decir, que el gobernante que no puede acceder a la reelección no tiene (políticamente) mucho que perder cuando lo hace mal ni mucho que ganar cuando lo hace bien. El resultado puede ser la falta de incentivo para llevar adelante la gestión pública, pero también que el sentido de la responsabilidad tienda a relajarse, lo que promueve, en el peor de los casos, corrupción y mala praxis y en el mejor, ineficiencia y desinterés. Los partidarios de la reelección consecutiva consideran que ésta también promueve efectivamente la continuidad de las políticas públicas: en naciones donde tradicionalmente es difícil establecer estrategias a largo plazo y donde los nuevos gobernantes pretenden comenzar de cero tras cada elección, la reelección garantiza periodos más largos de estabilidad y provee al gobernante el tiempo suficiente para que pueda llevar adelante sus planes y sus proyectos. Es cierto que esta continuidad de las políticas públicas debería poderse lograr por otras vías, por ejemplo, promoviendo la institucionalización, logrando pactos de Estado respecto a temas centrales de la agenda política o dándole continuidad a las acciones positivas de las gestiones previas, lo que conlleva eliminar el arraigado prejuicio de que todo lo que han hecho los que nos preceden es, por definición, un desastre. Sin embargo, mientras eso no se logre o se logre insuficientemente, la reelección puede ser un paliativo a los permanentes cortes en la gestión pública.

Por lo tanto, como ya habíamos advertido, tanto la reelección como su ausencia tienen sus virtudes y sus defectos y no son malas ni buenas en sí mismas. Lo que sí es tremendamente malo es que el gobernante caiga en la tentación de quedarse en el gobierno más allá del tiempo que le corresponde y que lo haga atropellando a sus ciudadanos. Por ello, la reelección debería, a nuestro juicio, ajustarse a algunos principios básicos. El primero debe ser que la reelección se produzca exclusivamente dentro de la legalidad, es decir, dentro de un marco jurídico claro y establecido previamente. Ejemplos como el de Nicaragua, donde la legalidad se fuerza para permitir la reelección de Ortega; o el de Bolivia, donde ninguna norma jurídica de la que se tenga noticia contempla una tercera reelección consecutiva y sin embargo parece que va a producirse, muestran que el apego al poder puede superar la inclinación al cumplimiento de la ley. Si entendemos el autoritarismo como la disposición del gobernante a modificar arbitrariamente las reglas de juego en beneficio propio, debemos aceptar entonces que es una actitud autoritaria tratar de cambiar, forzar o incumplir las leyes para lograr el objetivo de ser reelecto. En este sentido, durante una entrevista a Michelle Bachelet, la en aquel momento presidenta saliente de Chile reconoció que al final de su gestión, cuando contaba con una popularidad extraordinariamente alta, algunas personas le aconsejaron que modificara la Constitución para facilitar su reelección inmediata. Ella se negó “rotundamente, por ética y por estética” y añadió: “Me parece que dar pasos de esa naturaleza es, en esencia, un espíritu antidemocrático, un espíritu de ordenar las cosas a la medida de quien está ahí”.

La segunda condición es que la reelección debe provenir de un altísimo grado de consenso social, es decir, que el conjunto de la sociedad debe entender que el momento, la forma y los objetivos de la reelección son los adecuados. Es bueno no olvidar que algo puede ser legal y contar con un respaldo numeroso (incluso mayoritario) y, al mismo tiempo, ser poco democrático, generar conflictividad social y promover la ruptura de la ciudadanía en bandos enfrentados. Si la reelección se vuelve más importante que la paz y que la cohesión social, algo no está funcionando bien y el gobernante está mostrando que sus prioridades están más relacionadas con la reproducción del poder personal que con la promoción democrática de una representación adecuada de los ciudadanos.

El tercer elemento es que cuando existe la reelección inmediata, el Estado debe ser especialmente cuidadoso a la hora de promover la competitividad del acto electoral. Una característica central de muchas de las nuevas democracias que han florecido en América Latina en los últimos años, incluyendo la boliviana, es que se basan en la existencia de una fuerte legitimidad electoral junto a una deficiente administración de los derechos y las libertades. Si la reelección termina por promover también la erosión de la competencia electoral, la democracia caerá en una depreciación en la que ya será difícil encontrar argumentos para seguir dándole ese nombre. Por lo tanto, cuando la reelección es un hecho, se debe ser aún más prolijo en la honestidad y en la lealtad hacia el sistema democrático; y eso significa, entre otras cosas, cumplimiento de las leyes, transparencia en el uso de los recursos públicos, rigor en la separación de poderes, despolitización total de las instituciones electorales, respeto a los opositores, promoción de la libertad de expresión y apoyo irrestricto a toda forma de fiscalización, especialmente, por supuesto, la proveniente de los medios de comunicación.

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