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Un estado de resignación peligrosa

Renzo Abruzzese

Pocas veces hemos experimentado un momento de descomposición estatal tan profundo y acelerado. El cierre del Estado del 52 a manos del MAS, ha desencadenado todas las fuerzas centrípetas de la nación. La imposibilidad de constituir un Estado en los marcos de una visión étnica, y el fallido intento de construir una sociedad étnica ha puesto la nación en estado de crisis. Las instituciones diezmadas por los 16 años masistas, los poderes del Estado secuestrados a favor de una sola fuerza política y en un afán de imponer una visión unipolar de la historia, del mundo y de nuestra propia realidad, han terminado pulverizando la estructura de la nacionalidad.

No se trata de un momento difícil, se trata del desmoronamiento acelerado de toda la estructura del Estado, a lo que debe sumarse el vació discursivo e ideológico que reina en la actualidad. Sin estructuras de soporte político, sin un proyecto que dé continuidad a la historia después del fin del Estado del 52, una hegemonía política centrada en el enfrentamiento étnico y social, un estado plurinacional fallido y una estabilidad económica en vilo, configuran un momento de extrema peligrosidad.

En el horizonte próximo no se vislumbra nada que pueda darle certidumbre la ciudadanía. A más de los reducidos grupos de diputados de oposición que dan batalla de forma encomiable, la política se ha degradado al nivel de la diatriba, los insultos y los golpes amañados, protegidos y en algunos casos propiciados por el MAS.  Toda la dinámica que otrora daba fuerza a los argumentos, que le brindaban al ciudadano de a pie la posibilidad de racionalizar las posibilidades del futuro se han reducido a la mínima expresión, y la esfera política dominada por la mayoría masista, hoy eventualmente dividida,  ha desplegado sistemáticamente un movimiento retrógrado donde la política entendida como servicio al país ha desaparecido, la sustituyeron la corrupción, las narrativas corporativas de los movimientos sociales, la mentira, el embuste, la postverdad y una infinita alegoría de ensoñaciones míticas en las que ya nadie cree.

En un país devastado, con una institucionalidad democrática pulverizada, sin un sistema de partidos capaces de expresar las pulsiones de la sociedad civil, sin el menor atisbo de restituir una visión que represente a todos los bolivianos más allá del color de la piel, la cultura o el nivel económico, con una ausencia crónica de liderazgos renovados y con una ausencia total de interpretaciones y propuestas  capaces de orientar el accionar de las nuevas generaciones, la certeza de que la herencia masista resultó desastrosa inunda la conciencia nacional.

Bajo una suerte de silencio resignado, somos espectadores del interregno más políticamente pobre, socialmente neutralizado y culturalmente silencioso de al menos los últimos 40 años. Nunca como hoy el país se cae a pedazos y apenas sí podemos percatarnos. Ya no hay ley, cualquiera puede tomar las tierras que se le ocurran, ya no hay protección ciudadana, la policía se ha trasformado en el comando de mercenarios y delincuentes, ya no hay representantes ciudadanos en los curules parlamentarios, solo quedan (exceptuando un reducido grupo de valientes diputados y senadores) acólitos, tránsfugas y levanta manos, ya no hay políticas de estado, no hay programas de gobierno, no hay partidos que nos representen, es decir, ya no hay nada de lo que, en última instancia, constituye las estructuras de una nación con futuro.

La necesidad de un verdadero cambio, del empoderamiento del ciudadano, de la refundación de la política y la generación de un gran debate nacional sobre el Estado que deseamos, la democracia que deseamos y el futuro que podríamos lograr, es hoy, sin duda, un imperativo histórico.

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