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Andrés Velasco y Daniel Brieba, Liberalismo en tiempos de cólera

Por: Juan Fernando Segovia

Fuente: Fundación Speiro

Andrés Velasco y Daniel Brieba, Liberalismo en tiempos de cólera, Santiago de Chile, Penguin Random House Grupo Editorial, 2019.

Un conocido que sabe de mis estudios del liberalismo me indicó una indignada crítica a este libro, que acusaba a los autores de haber falsificado las ideas de los liberales que los autores que mencionan (especialmente Hayek y nozick), de no haberlos leído, de haber caricaturizado la derecha chilena y no aportar nada al debate político (https://ellibero.cl/opinion/valentina-verbalfabricando-hombres-de-paja/). Las imputaciones despertaron mi interés por saber de qué estaban hablando. Y acabé hallando este texto. Y mi interés creció cuando se me hizo notar que la autora de aquella crítica, Catalina Verbal, era en realidad un historiador transexual, que fuera miembro del Opus Dei y ahora actúa políticamente en el partido Renovación nacional chileno.

¿Quiénes son los autores objeto de tan dura condena? Uno de ellos, Andrés Velasco es político, economista y ex ministro de Hacienda de Michelle Bachelet; y el otro, Daniel Brieba, es científico político de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez. Ambos postulan para Chile un proyecto político de centro, ni de derechas ni de izquierdas, que sepa articular libertad e igualdad, y así detener el avance del populismo que ven progresar en el continente. Declaran: «El populismo avanza no sólo porque lo adoptan líderes carismáticos, o porque gana votos haciendo caso omiso de las reglas de la ortodoxia económica, sino porque ofrece una alternativa política e ideológica potente, amparada en una tríada peligrosa: la negación de la complejidad, el antipluralismo y una versión torcida de la legitimidad política y la representación».

El pasaje escogido en la cita, al definir al populismo con acusados rasgos, define al mismo tiempo desde qué ángulo ideológico se lo enjuiciará: la ortodoxia económica, la complejidad de lo político-social, el pluralismo y la idea correcta de lo democráticamente legítimo y representativo. Así entienden su liberalismo. Y el populismo no es más que un pretexto para hablar del otro.

Valiéndose de actuales propuestas teóricas pintan al populismo como una ideología delgada, esto es, acomodable a derecha e izquierda; una ideología «modular» que emplea en su beneficio la dicotomía pueblo y elites y se corporiza en un liderazgo que dice querer lo que el pueblo quiere, pasando por sobre las instituciones, en particular los pesos y contrapesos de la democracia liberal. Luego, sintéticamente, el populismo es antiliberal y antidemocrático.

Después de esto, que basta para ceñir los contornos del enemigo, el escenario se vuelca sobre Chile y su historia política reciente, y así será en casi todo lo que queda del libro: un examen de partidos y gobiernos, a derecha (la libertad negativa de los «Chicagogremialistas») e izquierda (el igualitarismo simplón de un Fernando Atria), sin ahorrar epítetos y descalificaciones a ambos flancos. La cuestión, para los autores, está justificada: no hay proyectos políticos, se despeja el camino al populismo, entonces se requiere un acto de rebeldía y esperanza, que es lo mismo que un libro, éste.

Causa gracia que los autores digan no querer abusar de las etiquetas, especialmente esas que se le suele pegar al centro político; y causa gracia porque a cada rato se encuentran ellos mismos etiquetando a los otros: a la derecha, a la izquierda, pero sobre todo al enemigo que sobrevuela la vida política, el espectro del populismo.

¿Cuál es el proyecto político rebelde y esperanzado? Un liberalismo igualitario y progresista que constituya un centro intenso, no meramente pragmático. Anticipo que lo estrecho del proyecto ideológico no quita veracidad a varias de las críticas que hacen a los bandos que han quedado a su costado; muchas de ellas razonables, no solamente en Chile. Los obstáculos vienen de la fundación ideológica de la alternativa centrista.

Me temo que excede esta reseña la redefinición del liberalismo a partir de la libertad, que Velasco y Brieba encaran en el capítulo 2. Sólo quiero resaltar que los autores, toman la distinción de Isaiah Berlin entre una libertad negativa (autonomía como no interferencia) y positiva (autodominio como control de uno mismo). En el fondo, la distinción es vacua porque los extremos se complementan. Para aludir las complicaciones los autores se suman al coro neo-republicano que, con P. Pettit y Q. Skinner, postula la libertad como «no dominación», que no es sino una dialéctica síntesis de la libertad del individuo en un régimen políticamente libre. Con lo cual no se dice nada nuevo (Hobbes ya lo dijo) y todo dependerá dónde se ponga mayor peso. Aunque, por no profundizar, los autores parecen no saber de qué hablan cuando lo hacen de la libertad como no dominación, que constantemente es interpretada como autonomía, es decir, la libertad negativa.

¿Y la igualdad, bandera de la izquierda? Debe haber una cierta igualdad que no sea incompatible con la libertad, una igualdad material y de recursos en aspectos de las condiciones de vida que incluso sea necesaria a la libertad. Ya está, se ha alcanzado la síntesis, en estos términos: «La libertad, bien entendida, es la posibilidad de vivir según la voluntad propia, y no depender de la de otros. Si la igualdad que importa es la relacional –que las relaciones sociales sean horizontales–, entonces es claro que la antítesis tanto de la libertad como de la igualdad son la jerarquía y la dominación, es decir, aquellas situaciones donde el poder de algunos les permite imponer su voluntad sobre otros. Las sociedades de castas, el sexismo, el clasismo y otras formas de jerarquía son las enemigas comunes de la igualdad y la libertad».

La libertad de no dominación, el soberano de Hobbes. Pero con el amanuense Karl Popper, esto es: la sociedad abierta, donde cada uno hace lo quiere y todos pueden hacer lo que quieran, siempre y cuando se respete la ley (de una sociedad abierta, por supuesto, de un soberano). Es que los liberales dicen lo mismo de maneras diversas. Velasco y Brieba eligen a los que más les gustan, pero liberales al fin.

Perfilar cómo sea esa igualdad liberal es materia del capítulo 3, y que nos somete a una espiral dialéctica que afirma la igualdad de oportunidades, pero no siempre por insuficiente; que niega los derechos sociales, pero los acepta corregidos; igualación sí, pero no desde arriba y tampoco hacia abajo; igualdad que apuntale la autonomía, es decir, como decía P. L. Zampetti (que los autores no mencionan), un común punto de partida (cierta nivelación) que no se convierta en un mismo punto de llegada. Esta paradoja, no advertida por Velasco y Brieba, se prolonga en el capítulo 4, en el que recurren a John Rawls para explicar cómo cuaja la igualdad en el suelo de la libertad para construir una sociedad justa

Sociedad justa que se articula sobre la ortodoxia económica del mercado, como se estudia en los capítulos 5 y 6, un intento liberal radical de justificación del mercado contra sus críticos, sea al modo Rousseau, sea a la manera Marx, sea al estilo Michael Sandel. Interés, lucro, egoísmo, individualismo, competencia, etc., las viejas «virtudes económicas» que no son más que pasiones libremente desenvueltas; justificación científica, que no moral, de estos ortodoxos furiosos, que admiten ciertas dosis de sociedad civil y de Estado para que la economía no se salga de madre y el mercado la guíe con su mano invisible.

Pero no solamente hablamos de ideas, hay también un modo de ser liberal, un talante contrario a lo utópico, repulsivo de los dogmas, apegado a las dudas; un talante escéptico, que rehúye de las soluciones simples, como se nos advierte en el capítulo 7. El maestro iniciático vuelve a ser Isaiah Berlin con su ejemplo del erizo monista, unitario, esencialista, y el zorro pluralista, desconfiado, experimentalista, que cuadra perfectamente con la sociedad abierta popperiana y la liberal inconformista de John Stuart Mill, en las que todo modo de vida es aceptado. Tal la «épica liberal» que se glorifica en el capítulo 8: construir el propio concepto de vida buena o virtuosa, que resulta en un amasijo de razón y emociones propia del pluralismo tolerante en nombre de la dignidad y la igualdad moral de los individuos. En una palabra: autonomía.

Finalmente, de vuelta la política, tras estas lecciones de economía y ética, el último capítulo hace un pobre elogio de la democracia liberal representativa, que no renuncia a los expertos, que se aproxima al dintel de cada casa, que controla (autocontrola) las instituciones, que persigue el bien común entendido como interés general, público o común, que postula que el progreso es posible, que actúa con mesura. Es la política del gentleman inglés que hemos visto en el libro The lost history of liberalism, de otra liberal, Helena Rosenblatt.

Gordo en páginas, pero de lectura ligera, escrito amenamente, desguazando teorías y desarmando el entramado de la política chilena de las últimas décadas, es este un libro ingenioso, nada más que eso. Algunos han dicho que el suyo es un liberalismo enemigo de los liberales de la derecha o de la izquierda; otros afirman que es un programa liberal contra el populismo. Lo cierto es que el populismo es una excusa, un engañabobos, que incluso los autores admiten cuando dicen más de una vez que en Chile todavía no hay populismo sino un cierto aire, un peligro latente. Y aquí está todo el ingenio de Velasco y Brieba: torcer la atención del populismo a un liberalismo que quiere ser gentil, hasta compasivo, en la furiosa brutalidad de sus teorías y prácticas.

El liberalismo que aquí se postula es el de siempre, adornado de iniciativas que se dicen novedosas, pero con el corazón de piedra de los ideólogos rencorosos que no saben de perdón ni de disculpas; que se dicen realistas abiertos a la experimentación, pero siempre que se haga con las probetas y las substancias de su laboratorio. no viene al caso ya comprobar si han leído bien o mal a sus maestros, pero sí mostrar, como creo haber hecho, que la suya es la receta liberal de ayer, de siempre. Porque su disgusto es para con el liberalismo de derecha a lo Piñera y el liberalismo de izquierda a lo Bachelet. Así vencerá otro liberalismo.

Juan Fernando SEGOVIA

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