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Michelle Bachelet: Los síntomas de un gobierno agotado

Hernando de Soto
Infolatam | 31 de agosto de 2015

La mayoría de los analistas cree que la actual administración ya jugó las cartas que tenía que jugar y que todo lo que se resta será un trabajo de pura contención y desgaste. Mucho de eso ya se está viendo y eso explica el compulsivo adelantamiento de la campaña presidencial. El protagonismo del escenario político está pasando de la presidenta Bachelet a los políticos que se perfilan como eventuales sucesores suyos para el 2018.

Si el consenso de la cátedra era que a segundo gobierno de la presidenta Bachelet le estaban faltando capacidades en el plano técnico –dada la cantidad de iniciativas chapuceras, de proyectos de ley mal concebidos y de palos de ciego completamente extraviados en asuntos comprometedores y decisivos– el reciente manejo de una protesta pública de los camioneros confirmó que las carencias también son de orden político

El gabinete reorganizado hace tres meses sigue sin convencer. La manifestación fue promovida por un grupo de transportistas de la región de la Araucanía que ha estado soportando reiterados ataques, secuestros e incendios de vehículos ante la impasividad de las autoridades del orden público y del sistema judicial. Aparte de torpe, el manejo de la protesta por parte de la autoridades fue ridículo e incurrió en tantas contradicciones que al final los manifestantes lograron su objetivo de llegar hasta La Moneda, y el país no se vino abajo. Si hubiesen sido autorizados desde el principio nada habría ocurrido y la manifestación apenas habría movido las agujas de la agenda mediática.

Con una generalizada crisis de confianza en las instituciones, una presidenta cada vez más impopular y una economía estancada, el gran problema del actual gobierno son los 32 meses que le restan para enterar su mandato. Puesto que no se advierte un cambio de rumbo, hay dudas respecto a si la cuerda podría seguir estirándose por tanto tiempo. La mayoría de los analistas cree que la administración ya jugó las cartas que tenía que jugar y que todo lo que se resta será un trabajo de pura contención y desgaste. Mucho de eso ya se está viendo y eso explica el compulsivo adelantamiento de la campaña presidencial.

El protagonismo del escenario político está pasando de la presidenta Bachelet a los políticos que se perfilan como eventuales sucesores suyos para el 2018. Los bonos del ex presidente Sebastián Piñera se están cotizando al alza en la derecha y, después de tres o cuatro intervenciones públicas de notorios alcances políticos, la figura del ex presidente Ricardo Lagos se está instalando como una posibilidad, sobre todo para el oficialismo forjado en la matriz de la vieja Concertación. Sin embargo, son también varios los que creen que la actual coalición del gobierno –la Nueva Mayoría, que juntó a la Concertación con el Partido Comunista– podría tener mejor proyección con Marco Enriquez-Ominami.

En realidad queda aún mucho tiempo y el horizonte sigue estando muy abierto. Lagos, un político de viejo cuño, casi octogenerario, más bien autoritario y de fuerte impronta republicana, parece sintonizar poco con el país actual, aunque podría ser el hombre indicado para un escenario de crisis. La gente le reconoce a Piñera gran capacidad de gestión pero poca habilidad para conectar emocionalmente con la ciudadanía. Enríquez-Ominami es un político joven al cual las encuestas asignan bastante futuro, no obstante ser evidente que está siendo perjudicado por el fracaso de la agenda izquierdista y transformadora del actual gobierno.

Todo va a depender, probablemente, de la evolución que tenga la actual crisis económica. Para bien o mal, las crisis suelen ser grandes instancias para disciplinar y obligar al electorado a reencontrarse con la realidad y el pragmatismo. La sociedad chilena se sobregiró un tanto en los últimos años y dio por hecho, como parte del paisaje, que la economía iba a seguir creciendo al 5% anual y proveyendo mes a mes cientos de miles de puestos de trabajo. Las deprimentes cifras de comportamiento económico del año pasado y del actual muestran que eso no es así y que la embriaguez transformadora de Bachelet está teniendo costos muy altos en términos de incertidumbre, empleo, vacío de poder y conflictividad social. Si esto sigue así, Chile podría entrar en una espiral de desestabilización que haría muy impredecible cualquier desenlace.

La pregunta de la sucesión, entonces, será quién podría tener mejores espaldas para enfrentar esa crisis que parece inminente. Nadie podría asegurar que no aparecerán otros nombres. Y, tampoco, nadie podría descartar que el populismo pueda meter la cola en las próximas elecciones presidenciales con mucha mayor incidencia que hasta ahora. Si así ocurriera, la sociedad chilena podría despedirse definitivamente, o al menos por dos o tres generaciones, del sueño de llegar a ser un país desarrollado.

Es impresionante el deterioro que presenta el país en cosa de pocos meses. El gobierno de Bachelet partió no sólo con buena estrella sino también con todo a su favor: popularidad, recursos económicos, mayorías parlamentarias y un enorme caudal de expectativas ciudadanas. De eso es muy poco lo que queda en actualidad y es improbable que Bachelet lo pueda recuperar, en parte porque el escenario internacional cambió y, en parte, porque ella sigue empeñada en una conducción reformista que el país rechaza y que paradojalmente la convirtió a ella en la gran damnificada. ¿Por qué no cambia el rumbo, se preguntan todos? Y la respuesta nadie la tiene. Ni la psicología ni la política obedecen siempre a las leyes de la razón. Una y otra disciplina son efectivamente más misteriosas.

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