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El Foro de Sao Paulo contra Montesquieu

EMILIO MARTÍNEZ CARDONA

Pocos días atrás, la vicepresidente argentina Cristina Fernández de Kirchner (CFK) confirmó la animadversión que tienen los representantes del Foro de Sao Paulo hacia uno de los principios fundamentales del ordenamiento democrático-liberal.

Lo hizo nada menos que en la asamblea de EuroLat, organismo que reúne a parlamentarios de Europa y América Latina, y que en esta ocasión se congregó en Buenos Aires.

Allí, ante la pasividad sonriente del copresidente de EuroLat, el socialista español Javi López, Fernández convirtió su alocución en un bochornoso mitin populista, donde arremetió contra la división de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial, alegando que sería obsoleta por venir “de 1789, una época en la que no había ni electricidad”, y proponiendo “repensar la ingeniería institucional” para crear un Estado que pueda hacer frente a los “poderes fácticos” del capital.

Lo primero que hay que señalar es la inexactitud histórica: la separación de las funciones legislativas y ejecutivas viene como mínimo de la Declaración de Derechos o Bill of Rights de 1689 en Inglaterra (sin contar los precedentes de otros parlamentos medievales más limitados o del antiguo Senado romano), y la primera publicación de El espíritu de las leyes del barón de Montesquieu, principal teórico de la independencia de poderes, es de 1748.

Pero más allá de estos detalles, las barbáricas declaraciones de CFK vienen a sumarse a otras anteriores, de exmandatarios igualmente adscritos al club populista regional, el Foro de Sao Paulo, hoy en día subsumido o camuflado en el Grupo de Puebla.

Es el caso del ex presidente ecuatoriano, Rafael Correa, quien consideró al equilibrio de poderes como una de las “nociones burguesas de la democracia”, al igual que la alternancia; y de Evo Morales, quien profirió una frase donde afirmaba que “la llamada independencia de poderes está al servicio del imperio, es una doctrina norteamericana”.

Ésta no es sólo una colección más o menos accidental de disparates, sino la constatación de una visión neoabsolutista, de una monarquía electiva pero ilimitada. De ahí que, donde el proyecto ha podido aplicarse sin mayores obstáculos, se haya procedido —Asamblea Constituyente mediante— a instaurar la idea de un poder único, el “Poder Popular” a la manera venezolana o cubana, del cual se desprenden ciertos órganos especializados pero no independientes.

Bajo esta concepción neoabsolutista se ha esfumado la autonomía de los tribunales de justicia y de las agencias de contralor, configurando ordenamientos despóticos donde apenas queda, como último recuerdo de la democracia, la institución del voto, distorsionado por diversos mecanismos que van desde el empadronamiento ficticio hasta la captura de las cortes electorales, pasando por la inhabilitación e incluso encarcelamiento de candidatos opositores.

De esta manera, el autodenominado progresismo acaba siendo un movimiento retrógrado hacia una etapa preliberal y premoderna, que tiene su correlato en lo económico en un sistema de prerrogativas, dádivas y privilegios “reales” concedidos por los nuevos monarcas electivos.

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