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Peligros para el animal crédulo

Enrique Fernández García

Pero si la gente no es inteligente, se contentará con creer lo que le han dicho, y podrá hacer daño a pesar de la benevolencia más genuina.

Bertrand Russell

Parece correcto que la credulidad no sea una rareza entre las personas. Se trata de una tendencia que no es resistida con firmeza; por el contrario, debido a su simplicidad, lo común es practicarla. Las preferencias del género humano irían por otros rumbos. Nuestra historia está compuesta por siglos en que, con pasión, nos hemos rendido frente al poder de astros, amuletos, animales, superhombres o entidades de distinta denominación. Se ha pretendido eludir el número de incertidumbres que, cuando uno empieza a pensar sin excluir ningún tema, amenazan con agobiarnos. Es el recurso que nos libera del advenimiento de crecientes dudas y perplejidades. Porque es posible que, gracias a esta suerte de anclaje, demos por terminados diversos debates, invitándosenos a una paralizadora paz o, peor todavía, estéril quietud del cerebro.

Dar por cierto algo que no ha sido considerado conforme a un criterio racional, juzgándolo válido sólo por el hecho de presentársenos así, puede causar problemas. En primer lugar, por esa pasividad, nos privaríamos de acceder a conocimientos que, siendo certeros o, al menos, discutibles, mejorasen nuestras decisiones. Habiendo concluido que ya tenemos una certidumbre, cualquier otra búsqueda resulta innecesaria. Es el fin de un espíritu curioso, vacilante, inquisidor, que cede su lugar para beneficio del dogmatismo. Esto implica la clausura del progreso individual, acabando con un despliegue que, para no cesar, necesita de los impulsos escépticos. Es indistinto que las fuentes de la certeza sean propias o ajenas; sin embargo, éstas últimas merecen una condena mayor porque no contienen ninguna contribución nuestra, limitándonos a ser meros replicadores, ordinarias cajas de resonancia.

Además del perjuicio individual, la cuestión puede contar con un carácter colectivo. Pasa que un panorama signado por crédulos puede ser bastante atractivo para quienes son diestros en materia de ilusiones sociales. Obviamente, si se quiere conocer el campo más peligroso, incluso minado, para los ingenuos, cabe pensar en la política. En efecto, cuando toda promesa se halla creíble, mereciendo nuestra cuota de fe, evidenciamos un sustancial desconocimiento del hombre. No se asegura que todos quienes acceden al poder sean engañanecios; resalto cómo la historia nos exige mirarlos con alguna desconfianza. Por haber procedido de manera contraria, muchos individuos fueron conducidos a la guerra, las hambrunas y hasta, cuando hubo un tardío despertar, el patíbulo. La educación ciudadana debería colocar el acento en ese tipo de actitud, ya que su presencia nos evitaría graves penurias.

No se plantea que desconfiemos permanentemente de todo, pues esto sería tan absurdo cuanto dañino: una indecisión perpetua volvería imposible elegir entre dos o más comidas; por ende, moriríamos de hambre. En el nacimiento del filosofar moderno, Descartes frenó su duda cuando se dio cuenta que pensar prueba la existencia de quien lo hace. Por lo tanto, el reto es encontrar los elementos fundamentales que se precisan para no trabajar sobre la nada. Sin esa base primordial, constituida por principios, ideales y premisas, la propia libertad sería un desperdicio. Es que, para ser valiosa, la elección debe responder a un escogimiento mayor: decantarse por una vida en la cual nadie nos impida elegir si creemos o, mejor aún, preferimos la desconfianza. Es el camino que podría salvarnos de quienes piden nuestra libertad, precio demasiado alto, para darnos una supuesta gloria.

Imagen: Rene Descartes

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