Norah Soruco de Salvatierra
En tiempos de posverdad y controles procensura, resulta difícil elegir temas que no levanten susceptibilidades y consiguientes revanchas, pero hay extremos que así lo exigen. Todos sabemos que la función pública es eso, pública, en tanto se trata de representación y manejo de recursos económicos e institucionales de todos, por delegación de la ciudadanía.
Pero, a estas alturas, nos venimos a enterar que quienes ostentan tal representación y responsabilidad político-administrativa, a la que se postularon voluntariamente, no saben o se han olvidado lo que ello significa.
Los hechos a los que asistimos cada día, por desgracia, dan cuenta de que el manejo de tales tesoros han traspasado toda línea tolerable; de lo que ya era discrecionalidad hacia la arbitrariedad y el abuso.
Así es como constatamos que en los diversos niveles del poder la cosa pública es considerada patrimonio propio y personal para usarlo a gusto y capricho, bajo la idea de ser ‘dueño de vidas y haciendas’ como en los mejores tiempos feudales, a los que nadie debe oponerse.
Las noticias dan cuenta de contratos que se suscriben y gastos que se hacen saltando cuanta norma obstaculice la disposición de recursos y bienes, sin aplicar siquiera los criterios de economía, oportunidad y conveniencia que emplearían en su propia casa, con una desfachatez que abofetea.
Que los funcionarios deban rendir pleitesía al superior, sometiéndose a sacrificados traslados en días y horarios indefinidos, durante o después de su jornada laboral, para asistir, aguantar sus arengas y aplaudirlos con entusiasmo, en cuanto acto, concentración o inauguración de obras, que como generoso regalo se entregará a la ‘ciudadanía agradecida’.
No podemos menos que preguntarnos, ¿cuál es el límite al que llegarán?; ¿a quién creen que engañan con una artificial popularidad?. ¿Por qué las personas que ocupan un ministerio, una secretaría o una dirección, varios de inteligencia y trayectoria reconocidas, tienen que rendir examen diario con actos y declaraciones reñidas con sus principios para lograr la simpatía y aprobación superior? ¿Cuándo fuimos arrastrados al negro torbellino de envilecimiento colectivo, por acción, omisión, contemplación o imitación?
Como la esperanza es lo último que se debe perder, los excesos nos imponen, por el contrario, a una cruzada vigorosa y sostenida por la siembra de valores y principios, en nuestro entorno familiar y social, pero también en su exigencia al estamento público, incrementando la censura y sanción social al irrespeto que está destruyendo nuestro ser.