La razón como necesidad vital
Enrique Fernández García
Ser capaz de razonar y escoger es un aspecto significativo de la vida humana.
Amartya Sen
En su autobiografía, Benjamin Franklin describe a los hombres como “criaturas razonables”. Es el atributo decisivo si perseguimos un elemento que nos distinga del resto. Por lo menos, la calificación guarda concordancia con lo planteado en diferentes épocas, expuesto gracias a connotados pensadores. Con todo, para esta reflexión, el punto central es simplemente que estamos a la caza de razones. Pueden ser malas o buenas, brillantes, pero también bastante opacas; lo fundamental es que nos resulta difícil desecharlas. En efecto, desde las más evidentes insignificancias hasta temas de gran valor, se nos conduce hacia ese camino. Sentimos el impulso que se agota cuando elaboramos argumentos para facilitar la comprensión del enfoque personal. Así, cuando damos a conocer lo que estimamos importante, con meditaciones capaces de, por ejemplo, persuadir al prójimo para merecer su aprobación, evidenciamos esa cualidad.
Al principio, contrariamente a lo creído por Descartes, no está la duda, sino una pregunta: ¿por qué? Basta con pronunciarla para ocasionar en su receptor un momento de reflexión. Se trata, pues, de un interrogante que busca el origen, aquello sin cuyo entendimiento nos situamos en la nada. Poco importa que finjamos otros intereses, señalando cuán valioso, en teoría, es pensar acerca del fin. Por mucho que nos esforcemos al hacerlo, no podemos relegar esa curiosidad en torno a su comienzo. Es verdad que, por desventura, en varios casos, no tendremos una respuesta satisfactoria; empero, haber planteado la inquietud ya implica un avance. Lo negativo sería que nos estancáramos en un estado de inmutable incertidumbre. No se puede vivir solo de perplejidades; en algún momento, debe fijarse una postura y liquidar tal vaguedad.
En realidad, todas las preguntas dejan entrever la existencia de un asunto que no es para nada menor: el ejercicio del espíritu crítico. Sé que invocarlo ya es parte de los lugares comunes en círculos o individuos con aficiones intelectuales. Casi todos hablan de su trascendencia, incluso presentándose como portaestandartes. Sin embargo, se puede temer que su comprensión no haya sido del todo satisfactoria. Acontece que, a menudo, sin profundizar al respecto, se cree que basta con un ánimo contestatario para ponerlo en práctica. De este modo, en resumen, no habría diferencias entre un ignorante que rechace cualquier idea porque, para él, nada más o menos intelectual le parece confiable y, por otro lado, una persona con fundamentos serios que sustentarían su rechazo a las afirmaciones del prójimo. No es suficiente con el radical impulso de cuestionar, contradecir u oponerse a la validez del posicionamiento ajeno.
Acentúo que, según Unamuno, nuestras doctrinas suelen ser el medio para explicar y, además, justificar la forma de obrar que tenemos. Más que como móviles, las ideas sirven porque nos facilitan pretextos. En consecuencia, recién cuando miramos el pasado, lo racionalizamos y creemos saber por qué actuamos. Llevamos adelante un análisis para concluir que nos han movido planes del todo válidos. Desde luego, podemos equivocarnos. Es factible que, aunque creyéramos razonar sin engaños ni tergiversaciones de por medio, nuestras ideas sean, al final, ilógicas. Porque, con seguridad, nadie está libre de incurrir en falacias. No obstante, sea para vivir o convivir, la manera más sensata de proceder es todavía una marcada por lo racional. Pensar sigue siendo, entonces, una de nuestras mejores herramientas para existir.