Mago hará desaparecer el museo de Orinoca
Por Gonzalo Chávez A.
En 1983, David Copperfield, un afamado mago norteamericano, hizo desaparecer la Estatua de la Libertad frente a millones de personas. Este hecho entró al ilusionismo como el truco más increíble de la historia. Pero el reinado de esta magia terminó el 1 de mayo del 2016, cuando, frente a una audiencia ávida de un cambio, un mago neorrevolucionario a la voz de “nada por aquí, nada por allá ¡fuera manos, trabaja vista!”, sacó el sombrero de copa alta, se puso los guantes blancos, colocó al Ejército en su mejor gala de guerra, colgó sendos letreros decorados con vistosas wiphalas y, a la cuenta de tres, extrajo de la galera, ante el asombro y júbilo del público, el gordo conejo de la nacionalización que hizo llover dinero.
En la época, dicen las malas lenguas vendepatrias, que el renombrado ilusionista Copperfield, al enterarse de semejante hazaña, quiso venir a Bolivia pero le negaron la visa. Se sospechaba que para superar el encantamiento plurinacional de la nacionalización planeaba hacer desaparecer el museo de Orinoca con un sólo pase de magia.
En la épica contada con fervor religioso, a lo largo de todos estos años, la magia de la nacionalización habría generado cientos de millones de dólares adicionales a las arcas del Estado.
La renta petrolera (Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH) más regalías subió de 8.645 millones de bolivianos a 24.607 millones de bolivianos; es decir, crecieron en 184% entre el 2006 y 2014. Gobernaciones, municipios y universidades también recibieron lo suyo, sus ingresos escalaron de 8.769 millones de bolivianos a 25.249 millones, un salto de 188%, en el mismo periodo.
Algunos herejes se atrevieron a afirmar que la magia de los ingresos se debía más bien al incremento de los impuestos en la Ley de Hidrocarburos 3045 de 2005 y al aumento de los precios del petróleo (que llegó a 110 dólares el barril en la época) y del gas natural (10 verdes el millar de pies cúbicos). A estos no creyentes de la nueva religión de la nacionalización se los despellejó en la plaza de la opinión pública, acusándolos de herejes apátridas y víboras ponzoñosas de las ciénegas neoliberales.
Como no podía ser de otra manera, el encantamiento de la nacionalización llegó a la macroeconomía a través de magníficos superávits fiscales. Entre 2006 y 2013, el excedente promedio del Estado fue de 1,8% del Producto Interno Bruto (PIB).
Entretanto, el tiempo, el implacable, pasó “sin medida ni clemencia”, como reza el glorioso vals peruano, y, a partir de 2014, los datos cambiaron de curso vertiginosamente. La renta de hidrocarburos (IDH + Regalías) cayó de 24.606 millones de bolivianos, en 2014, a 12.045 millones de Bolivianos, en 2018, una reducción de 51% en cuatro años, o 4,5% del PIB .
Las rentas de las gobernaciones, municipios y universidades se contrajeron en 32 % entre 2014 (25.249 millones de bolivianos) y 2018 (17.275 millones de bolivianos).
Y en sintonía con el periodo de vacas flacas, en el mercado internacional del petróleo y el gas natural volvieron los déficits públicos elevados, a saber: 3,4% del Producto en 2014, 6,9% en 2015, 7,2% en 2016, 7,8% en 2017, y 8,1% en 2018. Si comparamos el promedio de este periodo, 6,7%, con los últimos cinco años (2000-2005) de la época neoliberal, 5,8%, es fácil concluir que: ¡Grave le están cascando los brothers revolucionarios!
Encima nos dicen que hay déficits buenos; es decir, que los gastos e inversiones en museos, edificios al ego, aeropuertos sin vuelos o empresas sin mercados van a rendir ganancias en algún momento y bajarán el déficit. Sin duda, un acto de fe ideológica.
Pero entonces, ¿qué pasó? ¿Chakatáu nacionalización? ¿Se enojó la Pachamama? ¿Hubo una conspiración de Copperfield para denostar a los magos nacionales? ¿El fascinador local perdió el encanto y velocidad de los dedos? No, nada de eso.
A rigor, se reveló el truco de la nacionalización: primero, en 2013 terminó el superciclo de precios de las materias primas y, segundo, la nacionalización de los hidrocarburos –que aún flamea en los mástiles del glorioso proceso de cambio como el divisor de aguas de la economía nacional– mostró que se le atribuían virtudes que no tenía. El fetichismo de la nacionalización se desvaneció.
En efecto, el salto en los ingresos públicos venía del espectacular incremento de los precios del petróleo e indirectamente del valor del gas natural y no de la nacionalización per se. El haber incrementado la participación del Estado en la torta petrolera, subiendo los impuestos en el sector, fue una buena idea tributaria, pero fue un truco menor, una alegría financiera de humo y de corto plazo, porque dependía del aumento de los precios del petróleo.
En suma: durante más de 13 años, el discurso político y propagandístico atribuyó, a la medida de la nacionalización, la bonanza económica, cuando en realidad siempre fueron los precios fabulosos de los hidrocarburos y el incremento del IDH los que explicaban los mayores ingresos estatales.
Y ahora, ¿entonces quién tiene la culpa del desplome de los ingresos y de los tremendos agujeros fiscales? ¿La nacionalización? No pues, compañero, obviamente es la crisis internacional y las políticas neoliberales de nuestros compradores (Arce dixit).
Los maestros de la manipulación y tergiversación salen al escenario: “Jovena votante, papito churro, cholita amorosa, acérquese sin miedo, voy a hacer otra magia del siglo. Oye, chiquito de azul, no me pises la víbora, ¿no ve que es de plástico?. Nada por aquí, nada por allá. ¡Fuera manos, trabaja vista!”. Miren este gordo conejo imperialista y sus crías neoliberales.
Gonzalo Chávez A., Economista.
Fuente: paginasiete.bo