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¿QUIÉN CONOCE A CARMELO SURUBÍ?

Manfredo Kempff Suarez

No sé si existirán otras personas con el mismo nombre en Bolivia, pero si los hay no se tratan de este Carmelo, porque Carmelo Surubí, ya habría cumplido un siglo de vida, edad a la que muy pocos llegan. Nació en San Antonio de Lomerío, tal vez en 1920, en la Chiquitania profunda y entonces muy lejana, en una hacienda que llevaba por nombre “La Boyecita”. No conoció padre ni madre, y su patrón, un hacendado pobretón, bruto y de mala entraña, le decía que su madre Agustina Charupá, había sido una mujer que andaba, borracha, de hombre en hombre, sin importarle quien fuera, y que su padre era, seguramente, un bárbaro que la encontró chupada en la pampita y ahí la tumbó. Bárbaros les llamaban a los indios andantes que transitaban por el monte dedicados a la cacería y a veces a al robo de ganado.

Carmelo fue vendido por su patrón, empezando su juventud, a un sujeto pervertido y para hacerlo le cambió de apellido, por otro que, a su decir, era más “cristiano”: Castro. El joven no soportó las insinuaciones y malos tratos
de su nuevo dueño y huyó, “la mitad a pie y la otra mitad caminando”, hasta Cochabamba, donde, como ayudante en una fonda de comida criolla, el destino lo hizo encontrarse con el embajador boliviano designado en Alemania, el cruceño José Suárez, quien, en su apuro, optó por llevarse a Europa a este chico que le resultó simpático y hacendoso. Corría el año 1938. Carmelo Surubí, que había crecido expresándose en besiro y español, no entendía ni una palabra de alemán. Pero, escuchando a sus compañeros de trabajo, a la gente de los mercados, a su propio jefe, fue hablando algo, hasta que con el paso de un par de años lo pudo dominar. Esto, gracias a su inteligencia, a su curiosidad y a una extraordinaria habilidad para los idiomas que ni él mismo sospechaba.

Pasar del campo chiquitano a una ciudad rutilante y culta como Berlín y servir en una casa de postín, como era la embajada de Bolivia, no era tarea fácil. Pero Carmelo cumplió rigurosamente con el orden establecido y con las costumbres de su jefe. Aprendió a ser discreto cuando el hedonista del embajador, amante del bello sexo, la buena mesa y los tragos finos, lo convirtió en su servidor de confianza. El chiquitano empezó a enterarse de lo
que era el mundo, de qué era Alemania, de su régimen. Se dio cuenta de qué sucedía en Europa y no solo advirtió el racismo imperante en aquellos años, sino que lo padeció también. Mas todo era tolerable y su vida le prometía tiempos prósperos.

Los primeros años de la guerra, cuando los triunfos alemanes se sucedían rotundamente, uno tras otro, Berlín no sufría de amenazas ni de muchas carestías, la gente transitaba por sus elegantes avenidas, y en la embajada se vivía con suficiente holgura. El jefe de misión, que había enviado a su esposa y sus hijos de vuelta a Bolivia, trabajaba de día y hacía arder las noches con espléndidas y seductoras mujeres, en la residencia o en los restaurantes y hoteles más lujosos. Cuando las victorias del Reich empezaron a convertirse en contrastes y empezaron a caer las primeras bombas sobre su capital, la situación de Carmelo empezó a cambiar también. Hasta que, de pronto, sin esperarlo siquiera, en 1942 se produjo la ruptura de relaciones diplomáticas de Bolivia
con Alemania y al año siguiente la declaratoria de guerra. Demás está decir que el embajador salió expulsado inmediatamente y Carmelo se quedó solo, golpeado, pobre y perseguido, implorando en sus rezos a la Mamita de Cotoca.

Entonces empieza su calvario y su admirable capacidad de sobrevivencia, que, creo, existe en todos los bolivianos. Trabajando durante un año en un restaurante turco el chiquitano aprendió a hablar turco, pasablemente. Y luego de caer prisionero de los soviéticos en la sangrienta toma de Berlín, aprendió el ruso. Pero antes debió sufrir todas las tragedias que le produjeron el haber conocido el lugar donde los nazis habían escondido sus robos de obras de arte que arrebataron a los judíos en Alemania y en la Europa ocupada. Se convirtió este joven del Lomerío, en el personaje clave, para que los rusos victoriosos y alemanes derrotados, lo
buscaran como aguja en un pajar. Yo no conocí a Carmelo Surubí, pero lo he buscado y creado para novelar
sobre su vida.

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