Fuente: Marchando Religión
En esta fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, patrona tan amada por los cristianos pro-vida alrededor del mundo y especialmente por los católicos de América del Norte, Central y Sudamérica, se hace oportuno explicar y defender su privilegio único de ser la “Mediadora de todas las gracias”, un título que todavía no es comprendido por la gran mayoría de los cristianos hoy.
Según el buen estilo tomista, comencemos con una objeción: “Parece que…existe un mediador entre Dios y el hombre, “el hombre Cristo Jesús” (1 Timoteo 2, 5). Así lo explica Santo Tomás:
“La misión propia del mediador es unir a aquellos entre los que ejerce la mediación, porque los extremos se juntan en el medio. Pero unir a los hombres con Dios de manera perfecta compete en verdad a Cristo, por medio del cual los hombres son reconciliados con Dios, según estas palabras de 2 Corintios 5,19: Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo. Y, por tanto, sólo Cristo es el perfecto mediador entre Dios y los hombres, en cuanto que por medio de su muerte reconcilió al género humano con Dios. Por eso, habiendo dicho el Apóstol que el hombre Cristo Jesús es el mediador entre Dios y los hombres, añade en el v.6: que se entregó a sí mismo para redención de todos (1 Timoteo 2,5-6).»
(Summa theologiae III, q.26, a.1)
Por Su vida, muerte y resurrección, Cristo ganó para nosotros todas las gracias y méritos necesarios para nuestra salvación. La ganancia y la distribución de estos méritos es la mediación que Jesucristo ejecuta entre la Santísima Trinidad y la humanidad.
Jesús ganó estos méritos durante Su misión terrenal y es digno de distribuirlos desde Su trono celestial. Todos los méritos que Él ganó son de la clase perteneciente a un acto digno de una recompensa en estricta justicia, como un salario es debido a un trabajador que hace su trabajo. Ganar tal mérito es único a Cristo, ya que, siendo divino, Sus actos fueron infinitamente dignos. El más pequeño acto de Jesús fue perfectamente agradable al Padre porque este procede de un perfecto amor. Por tanto, mucho más lo fue el más grande acto de Jesús: Su muerte en la Cruz, agradable y con la capacidad de ganar todas las gracias para todos los tiempos. Como Cabeza del género humano en su totalidad, Nuestro Señor puede distribuir Sus méritos a todos los hombre y mujeres a quienes quieran unirse a Él. En este sentido, la unicidad de la mediación de Cristo ha sido siempre afirmada por los teólogos cristianos: “pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos” (Hechos 4,12).
Existe otro tipo de mérito que pertenece a una persona en estado de gracia, el mérito de condigno, el cual es una materia no de estricta justicia, sino de relativa justicia. Los actos de una persona en un estado de gracia son dignos de recompensa no porque ellos pueden igualar tal recompensa, sino porque ellos proceden de la gracias habitual, la semilla de la vida divina sembrada en nosotros en el bautismo. Lo que nosotros hacemos es digno de la bendición del Padre porque es el trabajo del Hijo en nosotros, Su fruto.
Existe un tercer tipo de mérito que no es una materia de justicia, sino de amistad con Dios. Este es llamado el mérito de congruo o de adecuación, porque es conveniente que Dios, por amistad con un alma, ayude a alguien que está unido a esa alma:
“Pues, cuando el hombre constituido en gracia cumple la voluntad de Dios, resulta congruo, de acuerdo con una proporción basada en la amistad, que Dios cumpla la voluntad del hombre que desea la salvación de otro.»
(Summa Theologica I-II, q.114, a.6)
Por ejemplo, Santa Mónica obtuvo la conversión de su hijo Agustín por sus incesables oraciones y lágrimas. Mónica mereció la conversión de su hijo, no como si ella fuera su redentora, ni como si pudiera, a través de la gracia en su alma, salvar a otra alma, sino porque Dios eligió tener misericordia de su hijo debido a sus méritos y oraciones, y esto a causa de la amistad existente entre Dios y ella. El mérito de congruo presupone el estado de gracia, y así es enteramente dependiente de Cristo. Este es el tercer tipo de mérito que Santa María Virgen adquirió para sus hijos espirituales a través de su vida, y siendo santa más allá que otro santo, ella mereció más que cualquier otro santo.
Habiendo clarificado los tipos de mérito y la unicidad de los de Cristo, se hace ahora conveniente examinar cómo es posible la mediación secundaria. En el Antiguo Testamento, Dios elige desde el comienzo a ciertas personas para actuar como intermediarias, tales como los profetas y los sacerdotes del al Antigua Ley. Un ejemplo claro es el de Moisés, quien, solo en el Monte Sinaí, recibió la ley para el pueblo de Israel, y después rogó a Dios que los salvara de la destrucción que se les debía a causa de su pecaminosa rebelión. En el Nuevo Testamento, Jesucristo instituye el sacerdocio de la Nueva Ley para dar a la Iglesia un mayor acceso a Sí mismo y a Sus méritos;
“así como el sacerdocio Cristo es participado tanto por los ministros sagrados cuanto por el pueblo fiel de formas diversas,” declara el Concilio Vaticano Segundo, “así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única fuente.”
Lumen Gentium, 62
De esta manera subordinada, María también es una mediadora entre su Hijo y el género humano. De hecho, se cree que ella media todas las gracias. ¿En qué está basado su rol único? En su maternidad única. Todos los cristianos que preservan la herencia de los primeros concilios ecuménicos, ya sea católicos, ortodoxos, o protestantes, veneran correctamente a María como Theotokos, la madre o portadora de un hijo que es verdaderamente el Hijo de Dios, la segunda Persona de la Trinidad. Cuando el antiguo obispo Nestorio afirmó que María es la “Madre de Cristo” no de Dios, la Iglesia a través del mundo rechazó este error porque separa a Cristo en un ser humano, del cual María es la madre, del ser divino, con el cual María no tiene nada que ver. En resumen, niega el misterio de la Encarnación, del cual pende nuestra salvación. Porque Jesús es Dios, y Maria es la madre de esta singular persona, ella debe ser llamada la Madre de Dios.
Por otra parte, siempre se ha entendido que el rol de María exigía de ella mucho más que una maternidad meramente “física”. Como dice San Agustín: “Ella lo concibió de modo espiritual antes de concebirlo en forma física.” Unida a Dios muy cercanamente a través de la caridad y de la obediencia, ella, de modo libre, dio su consentimiento en nombre de todo el género humano. A lo largo de toda su vida, en sus acciones y sufrimientos, ella cooperó con su Hijo. En el cielo su mediación por nosotros continua como una intercesora (cf. Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 21). Para probar esta real y eficaz contribución, los Padres comparan a María con Eva. Así como la muerte entró en el mundo a través de Eva así, por contraste, la vida, que el nuevo Adán trae, llegó al mundo a través de la nueva Eva, quien sobre todo merece ser llamada “madre de los vivientes” (Génesis 3, 20). Este mérito y mediación es en y a través de Cristo. Un bello ejemplo de esta mediación sucede en Cana, el “primer anuncio” de su maternal mediación (Redemptoris Mater 22). Ante su requerimiento Jesús obra el milagro de transformar el agua en vino. Este milagro no obtuvo solo buen vino para la fiesta, sino también fe: “Sus discípulos vieron Su gloria y creyeron en Él” (Juan 2, 11). La fe de María se convirtió en una ocasión para la fe de los otros, mostrando que su mediación se extiende al orden espiritual (Cf. Pío XII, Mystici Corporis, 51)
Esta ampliación de su maternidad a toda la humanidad es evidente en el supremo momento de la salvación, cuando Nuestro Señor confía a su Madre al discípulo bien amado, y él a ella (Juan 19, 26-27). Parada a los pies de la Cruz, haciendo un supremo acto de fe, María, “unida siempre estrechísimamente con su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota, juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor, por todos los hijos de Adán; de tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros” (MC, 51). Las palabras de Jesús a María, “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!,” y a Juan, “¡Ahí tienes a tu madre!,” confirman la maternidad de todos los hombres en el orden de la gracia e imponen esta dulce obligación a todos los que desean ser “discípulos amados” de mirarla como a su madre. “(…) y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón abierto de nuestro Salvador, el mismo materno cuidado y la misma intensa caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño Jesús” (MC, 51). En este amor insondable encontramos la universalidad de la mediación de María.
En la Anunciación, María se convirtió en la madre del Redentor, mediante la cual todas las gracias llegan a los hombres. Como decía San Luis de Montfort “Al darle a su Hijo, Dios Padre, de quien descienden todos los bienes, le dio todas las gracias.” María es mediatriz de todas las gracias porque ella llevó, en cuerpo y alma, al Único a través del cual vienen todas las gracias. A ella le fue dado el rol de entregar al mundo al autor de la gracia, y en Su humana naturaleza Él sigue siendo Su hijo, y ella sigue siendo Su Madre. Ya que a Dios le complació entrar y redimir al mundo a través de ella, así le complace conceder el vino nuevo y un primer destello de su gloria por intercesión de ella, y así también le complace a Él salvar al mundo a través de su intercesión en nombre de todos los hombres. Porque María estaba “más íntimamente unida” a las intenciones de su Hijo, que se extendieron a todos los hombres y sus necesidades, se deduce que sus intenciones, méritos y satisfacciones poseen el mismo carácter de universalidad como aquellas de su Hijo. Esta doctrina, lejos de poner en peligro la unicidad de la mediación de Nuestro Señor, más bien la acentúan, porque la medición de María no “fue parcial ni coordinada, como es la de tres hombres que arrastran la misma carga, sino más bien total y subordinada” ((Garrigou-Lagrange, The Mother of the Saviour and Our Interior Life, [La Madre del Salvador y nuestra vida interior], 204). Esto está indicado por su título “Espejo de justicia.” Su Inmaculado Corazón refleja perfectamente el amor divino de del Sagrado Corazón de Jesús.
Entonces, Cristo es único mediador entre Dios y el hombre como cabeza del género humano. Cualquier mediación secundaria depende en su totalidad de Su mediación y fluye desde su superabundancia divina. Como lo establece con hermosa claridad el Concilio Vaticano Segundo:
“Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta.”
Lumen Gentium, 60
Honremos con dignidad a nuestra Madre celestial, pues nada podría complacer más a su Hijo. En su santidad, fidelidad, belleza, Él se encuentra a sí mismo perfectamente reflejado; en su alma como en su cuerpo Él ha hecho Su morada; en ella, Su redención ha dado sus más nobles frutos. Por lo tanto, tan cierto es esto que Efrén el Sirio debió de exclamar:
“¡Oh, Bendita Señora, santa Madre de Dios, llena de gracia, inagotable océano de la íntima liberalidad divina y de los dones de Dios, después del Señor de todos, la Santísima Trinidad, eres Señora de todos; después del Paráclito, eres la nueva consoladora de todos; y después del Mediador, eres la Mediatriz para el mundo entero!”
Peter Kwasniewski