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Quema de libros y divisas en la hoguera estatal

Siempre me han impresionado las quemas, desde que, jovenzuelo, perdiera las pestañas saltando fogatas de matorrales de corazón poroso y llamas agresivas, pero efímeras. Aún vuelco la mirada en algún film de infelices quemados vivos, acusados de brujos o herejes por el fanatismo religioso. Las quemas de libros me son dolorosas, desde la de la clásica película “El acorazado Potemkim” de Eisenstein, hasta los films sobre la noche de cristales rotos, en que los nazis apilaban tesoros literarios en piras enormes, por ser de autores judíos o de opositores políticos.

Me apretó el pecho leer de la barbarie balcánica, que bien describió Arturo Pérez Reverte en un despacho de guerra, dando cuenta de europeos cristianos ortodoxos empecinados en aniquilar la cultura de europeos musulmanes mediante el cañoneo e incendio de sus bibliotecas y museos, ante la indiferencia de europeos cristianos católicos, en lo que fuera la antigua Yugoslavia, el país de los eslavos del sur.

Sigo lamentando no haber empapelado alguna pared de mi casa con los billetes nuevecitos de cinco pesos bolivianos, impresos en Alemania con la efigie de guepardos africanos, que fueran quemados a guisa de leña, durante la hoguera monumental de la hiperinflación en el acosado gobierno democrático de Siles Suazo en 1985.

Ahora tengo motivos de angustia por eventuales piras de libros y divisas del estatismo ineficiente.

Primero fue un viceministrillo que condenó a la hoguera de la censura un conjunto de 15 obras de la literatura boliviana, vetando su impresión y reparto en los colegios del país, por una torpe apreciación de que eran productos racistas del colonialismo. No se había disipado el buqué del vino de honor que honró al Premio Nacional de Novela Claudio Ferrufino Coqueugniot, que le deshonraron no sé si por su apellido galo impronunciable, o por no tener un trabalenguas igual que signifique vuelo de cóndor o algo así en aymara, y por ello se disculpe su ficción de realismo social latinoamericano.

Luego vino la controversia sobre si son rentables las industrias estatales creadas con la varita mágica –perdón, la “mesa” sahumada con feto de llama y todo– de algún yatiri que ni carrito de llauchas administró, sin ñañacas de economistas como estudio de mercado, análisis de viabilidad, flujo de fondos y ruta crítica para ponerlas en marcha. No fue requisito conocer el pésimo historial del capitalismo estatal de los años cincuenta: bastó el blablá de la bondades de la coca, y ningún proyecto para absorber tanto excedente de materia prima, aparte de la que se industrializa en polvo blanco, cuyos desechos contaminan acequias, lagos y ríos.

¿Vieron a la acompañante de la Ministra que amenaza enjuiciar a la Fundación Milenio, por publicar el estudio sobre la ausencia de rentabilidad de las empresas estatales? Es la misma persona a la que se debe el acoso judicial de José María Bakovic. Y rentables dispendios, como rescindir el contrato del camino Potosí-Tarija por defectuosa ejecución, y premiarles luego con millonario arreglo; después adjudicar a otra firma brasileña por varias millonadas de dólares más. Para no hablar de la carretera más cara de Bolivia, la Villa Tunari-San Ignacio de Moxos, que aparte de ser lanzazo mortal al TIPNIS, cuesta $406 millones de verdes, sin pavimento…

Ya se entreabrió la bóveda que protege las reservas internacionales netas (RIN). Por orden de arriba se autorizó que el Banco Central disponga de 32 por ciento, casi tres mil millones de dólares, para financiar proyectos de YPFB, ENDE, Comibol y Easba. Un balde de agua en un mar de arena, si solo para reemplazar los que se hicieron gas por la fuga de capitales de inversión debido a la llamada nacionalización de hidrocarburos, se necesitan varios millardos de ellos.

Ahora el mandamás del país plantea el uso directo de las RIN –el chanchito de ahorros para malos tiempos– en proyectos de inversión. Mil millones de dólares. Cabe preguntarse cuántos de ellos irán a proyectos faraónicos como el avión presidencial y el satélite Túpac Katari. La llamada Casa Grande del Pueblo que reemplazará al Palacio Quemado, dizque por colonial. Quizá un helicóptero chino, de los seis comprados para defensa civil dicen que con sobreprecio. Mientras el presupuesto educativo no llega a 3 por ciento anual, y retacean bonos a discapacitados.

Hace poco se fue el penúltimo de los García, y digo penúltimo porque la buena estirpe no se acaba, así fuera Hernando García Vespa el último de los hijos de mi abuelo Nataniel García Chávez en abandonar las pampas grigotanas, las pozas de la atribulada Charcas, el subcontinente de los sueños y el globo azul que el hombre se empeña en ennegrecer. Pocas semanas hacía que le visitara, peregrinación ante un patriarca que otrora festejara cierto parecido mío con mi abuelo, su padre. Había fallecido su hermano Carlos, mi tío Tico, y se refugió entre sus libros, quizá con la pesadumbre de ser como el añoso toborochi de vistosas flores invernales en medio de un inmenso mar verde de soya.

Cierto alivio me consuela en el vino amargo de pena y desconsolada resignación con que embriaga su partida de este mundo. No será testigo de hogueras populistas con que este Gobierno se empeña en quemar los ahorros bolivianos. Y en las llamas de la mentira y la propaganda, deformar el devenir pasado, presente y futuro del pueblo boliviano, así en tonos claroscuros que hubiese sido, fuera y lo será.
(24022012)

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