Moralidad y seguridad ciudadana
Reflexioné sobre el redescubrimiento de la moralidad en la ciudadanía y su repercusión en la criminalidad. Me clavó espuelas James Q. Wilson, un sociólogo estadounidense que falleció hace poco, que otorgó luces sobre el tema. Sus desvelos repercutieron en programas de políticos cuya vigencia en las urnas se basa en solucionar problemas sociales, no en discursear evadas, o cometer guarangadas ediles.
Wilson evolucionó del enfoque que llamó “broken windows” –ventanas rotas, que prefiero referir como “vidrios rotos” – hasta llegar al rescate de la moralidad, en lo que hoy se llama eufemísticamente seguridad ciudadana. Con evidencia empírica demostró que “cuando un vecindario o ciudad se deteriora o descuida, se forma un ambiente que fomenta crímenes serios como asesinatos y robos, y deja temerosos de salir de sus casas a los ciudadanos que obedecen las leyes”.
La policía, los políticos y los medios no prestan atención al temor que siembran “no los violentos o, necesariamente, los criminales”, sino aquellos cuya conducta es poco predecible: limosneros, borrachos, drogadictos, jóvenes alboroteros, pandilleros, prostitutas y vagabundos. “Asumiendo una línea dura con los actos menores de incivilidad, es posible destruir el caldo de cultivo que nutre la criminalidad”, decía Wilson.
Dicho de otra forma, reducir abusos menores con castigos ejemplares previene delitos mayores. Rásguense las vestiduras los fariseos que confunden libertad con libertinaje, los liberales de corazón sangrante y la izquierda marihuana que menciona Ferrufino Coqueugniot.
Si el “paquito” muerto de hambre no aguanta un billete de cincuenta, ¿no reduciría el doble parqueo o el bloqueo del flujo de tráfico al parquear en calles prohibidas, si removiesen placas en carros infractores, y recuperarlas costase una multa ejemplar? Ya lo aplaudí con motocicletas ilegales, que el otro día eran cargadas en camiones. Si además de cobrar “sentaje” de oscuro destino, los municipales se ocuparan de beodos que duermen en la acera o “cleferos” que afean avenidas, ¿no estarían más a gusto las “caseras” que venden café con buñuelos, y tranquilas las mamás que pasean bebés en los parques?
Alguna vez propuse reinstaurar el cepo colonial en la Plaza Principal para pegadores de mujeres y niños. En vez de devaluar el servicio a la patria usando soldaditos para limpiar ríos y canales, utilicen jóvenes beodos de vías públicas, con chalecos que aludan a la ofensa. Y multen a los papás por educar “hijitos” mal entretenidos. Que los pandilleros y terroristas del espray repinten paredes garabateadas. Multas reducirían al mínimo los limpiadores de parabrisas, malabaristas y mendigos de esquinas. ¿No saben que los mocosos inducidos a pedir “una monedita” son hijos de la kiosquera cercana, y quizá de viejos exigirán reloj, celular y billetera a punta de cuchillo?
Si es cierto que Bolivia es país de borrachos donde los mandamases dan el ejemplo, en tugurios clandestinos, ¿por qué no hachean los toneles de chicha, haciendo onerosa su reposición, en vez de vaciarlos simplemente? Si los vendedores de tragos baratos están carcomiendo el cerebro de la juventud, ¿por qué no encarcelarlos hasta que paguen multa cuantiosa, aparte de destruir sus envases?
De su proposición empírica, es decir, basada en evidencia real, de que reducir abusos menores con castigos ejemplares previene delitos mayores, Wilson derivó a la inquietante cuestión de que lo importante no es por qué las personas cometen crímenes –las llamadas “causas de la criminalidad” –, sino por qué no los cometen. Propuso que las teorías sobre los orígenes sociales del crimen habían sido refutadas, porque no se había reducido la criminalidad a pesar de generosos subsidios –en Bolivia son “bonos” –, derechos civiles y programas de empleo y capacitación laboral. La variable que sí incidía en impacto notable en la reducción del crimen era la posibilidad de ir a la cárcel. Prisiones de verdad, no hacinadas pensiones familiares como las de nuestro país.
La indagación del por qué la gente no comete crímenes lo llevó a su obra “The Moral Sense” (“El sentido moral”) de 1993. Desde la perspectiva de un agnóstico, reafirmó la validez de la moralidad en un tiempo permeado de relativismo moral. Las reglas morales, dijo Wilson, son parte de la naturaleza humana: “aunque todas las culturas tienen una ‘disposición a la moralidad’, su práctica es algo que tiene que aprenderse.” Por contribuir indirectamente al deterioro de la familia y de las nociones de responsabilidad individual, el Estado benefactor moderno ha hecho mucho para disminuir la intuición moral natural.
La globalización viene de la mano de la revolución de las comunicaciones. Conlleva una dosis excesiva de imitación alienada de modas y modos extranjeros. ¿Por qué no copiar sus éxitos que resuelven problemas comunes, como la seguridad ciudadana? En 1997 Nueva York era sinónimo de criminalidad rampante. Recuperar las calles que eran reductos de futuros criminales, significó que mejore a la posición 144 entre 189 ciudades con problemas de violencia urbana. Las quejas de los libertarios civiles por el aumento de arrestos policiales se ahogaron por los millones de ciudadanos felices de estar más seguros.
La construcción de cárceles es atribución del gobierno nacional. La seguridad ciudadana es cuestión edil. La moralidad se debe inculcar desde el seno familiar y en las escuelas. ¿No es tiempo de ponerse las pilas?
(05042012)