ArtículosIniciosemana del 30 de ABRIL al 6 de MAYOWinston Estremadoiro

Pobre, casado, borracho y abandonado

Yo, que gusto de Gal Costa y Elis Regina, que me ensimismo con las letras de Sabina y las volutas del bandoneón de Piazzolla, que me deleito con Dave Brubeck y Duke Ellington, que lo mismo cultivo la morriña con la Sinfonía Patética de Tchaikovsky que con Bocelli cantando “Te extraño” de Manzanero, en las mañanas estoy amarrado por mi dulce atormentadora a la música de radio.

Cachivachero de trivialidad que soy, puse atención al ranking de canciones de una emisora. Punteaba la ranchera de un cantante mexicano, que me hizo reír con su cinismo: se lamentaba del desdén de su amor por ser pobre. Encima casado, quizá en las de “Zorba el griego” en el himno a la vida que es el film donde Anthony Quinn responde “¿casado?, claro que soy casado: mujer, hijos, suegra, ¡toda la catástrofe!” Seguramente despreocupado de la consorte embarazada “con su viejo vestido, cada día más corto”, que canta Chico Buarque en su adaptación de “Gesubambino”. Ejemplo de macho alardeando de ser borracho que no pide fiado. El pobrecillo todavía llora: “qué voy a hacer, si yo soy el abandonado”… Vaticino que será un éxito en los boliches.

Quédese tranquilo quien con tal introito imaginó otro lamento sobre la desigualdad de hombres y mujeres, en un mundo donde abundan los ejemplos –algunos estremecedores– de la explotación del macho a la hembra. Baste leer los titulares de diarios “de a peso”, para saber de golpizas y asesinatos de mujeres en nuestro medio. Afuera, el horror de la esclavitud sexual europea, lapidaciones islámicas en el Medio Oriente y mutilaciones genitales africanas.

No se asuste quien pudiera pensar que censuraré el descaro machista de un metemano edil, en una babilónica ciudad donde otrora hubo vestiduras rasgadas y marchas en desagravio de la mujer, porque un carnavalero puso una capucha de mascarita a su estatua. O lamentar lo inapropiado que me parece publicar fotos –no sé si montadas o no– de una niñita adoptada, que la guerra sucia política hizo hija de supuesto indígena en fémina de supuesto abolengo ilustre.

Tampoco me saldré por la tangente, reprobando el endiosamiento de la tersura de la piel joven y las redondeces incitantes que la silicona y otros implantes exhiben en las vanidosas, haciendo millonarios a los cirujanos plásticos. Baste censurar que el culto a la juventud haya reemplazado al respeto a la vejez. Que las iglesias en el paisaje urbano de otras épocas hayan sido trocadas por santuarios de la belleza artificial. Reír de la tragicomedia del travesti que murió pútrido por inyectarse sabe Dios qué sustancia de relleno.

Ya sonreí con la insensatez de combatir el narcotráfico vetando los llamados narco-corridos. Ahora mi burlona carcajada devino de la necedad de combatir el consumo callejero de alcohol por los jóvenes, mediante la prohibición de canciones donde se ensalzan los efectos de las bebidas espirituosas.

Bolivia, aparte de la fama por pichicatera y contrabandista, es pirata. Por ceca o por meca, el veto de canciones que contienen alusiones al consumo de alcohol deja sin regalías a muchos intérpretes y autores. Tantos, que quizá los países de origen reclamarían, dando al notorio Canciller otro trascendental tema –como el sexo de las piedras y las virtudes de la coca en la alimentación de escolares– en vez de banalidades como el acceso al mar, el torrente de droga a favelas de Brasil y el comercio con EEUU sin los privilegios del ATPDEA.

Las primeras afectadas serían las chicha-cumbias que piden más cerveza para ocultar los cuernos. Los habitúes de los boliches extrañarían la melodía tradicional boliviana, cantada por los chilenos de Inti Illimani, que invoca “Señora chichera, véndame chichita, si no tiene chichita, cualquiera cosita”. ¿Qué haríamos sin Gladys Moreno y el taquirari que invita al patrón a tomar un trago donde doña Encarnación? Las señoras benianas languidecerían sin “Jumechi”, donde protestan del camba borracho que por ahí viene cantando con hipo y el tufo a jumechi: “por eso, dice su mujer, prefiero verlo con los botines paraos, que se lo lleven y que lo entierren con la banda de Saavedra”.

No creo que se queje Frank Sinatra, ya fallecido: su recordada “One More for the Road” debe ser ya de dominio público. Preocupa el “Red, Red Wine” de Neil Diamond. Ni hablar de los que gustan los blues: olvídense de John Lee Hooker y su “One Bourbon, One Scotch, One Beer”.

Argentina reclamaría por Gardel y el tango que jura “es la última farra de mi vida”. Chau Favio y su “Yo estaba en el bar, y la vi pasar”. No hay mal que por bien no venga: me libraría de Palito Ortega y su “Qué sabocha la cevecha, que se chube a la cabecha”. Ay de los valsecitos peruanos, como el que dice “por eso cantinero, ¡sirva más licor”! No bailaría con una cumbia que me incita a hacerlo: “Tabaco y ron”. Quizá los más afectados serían los mexicanos. ¿Qué haríamos sin José Alfredo Jiménez y su “de mi mano cayó mi copa sin darme cuenta, ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza”? Difícil beber sin “Entre copa y copa” y “La copa de Pénjamo”; José José y su “Amnesia” orgullosa, que hiere a la infiel con su “lamento contrariarla, pero yo, no la recuerdo”.

Tan incompleta reseña inspiró un pensamiento que tal vez me arme líos con feministas. La mayoría de las tonadas que ensalzan el trago lloriquean la perfidia femenina. Si la musa inspiradora es mujer, ¿no será que tales canciones evidencian la venganza de las féminas por los abusos machistas?
¡Salud!

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