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51 años y una muerte

Coincidió que me cansé de tirar tomatazos a un Gobierno cuyas metidas de pata se prestan para ello, con la celebración de los 51 años de la promoción 1961 del Colegio La Salle de Cochabamba. Se acordó denominarla “Generación 61” para acoger a la mayoría que no recibió diploma, que son los más entusiastas recordando las travesuras de la secundaria, hoy que las nieves del tiempo platearon nuestra sien, parafraseando un tango de Gardel. Aclaro, hay algunos que tienen todo níveo y otros a los que uno se antoja preguntarles la marca de su tinte. Lo que es a mí, camba amazónico que soy, de niño y después del baño vespertino mi madre aderezaba mi cabello con aceite de majo, una palmera selvática a la que atribuyo la negritud de lo poco que hoy me queda, en tiempos que no habían urdido el ardid de acondicionar el pelo después del champú. ¿O será que tengo sangre tacana?

¿Por qué 51 años después de unas sonadísimas Bodas de Oro?, preguntará alguien. Es reconocer que en este invierno no estamos inmunes a los achaques de la edad, a visitas del pariente alemán o algún mal inesperado. Cavilamos que llegar a los 60 años o al dígito siete de bodas diamantinas, aunque posibles y deseables, están en un veremos que solo Dios decidirá.

Porque la muerte es algo inevitable. Lo abofeteó el deceso de mi amigo Charles Foster, con quien compartí amarguras y frustraciones en una barra que ya no existe, hasta que el ron nos hacía cantar “Nada Mais”, versión brasileña de una tonada de Stevie Wonder, en que le hacíamos un coro desorejado a Gal Costa. Fue en su país, es cierto, pero murió solo en una ciudad que no era la suya, en un aposento donde le encontraron dos días después de que se le apagara la luz. Quizá tenía más amigos en Cochabamba que en California.

¿Porqué tantas celebraciones antes, durante y después del evento central?, pregunta mi esposa. Bueno, nos gusta estar juntos, como maderos apiñados en alguna playa por la riada de la vida. Tenemos una dínamo en Fernando Peña, condiscípulo querido cuyo gozo de vivir asegura nuestras reuniones de la generosa provisión de vituallas, amén de una que otra reta, cual leona que sosiega a traviesos cachorros. A Luis Alberto Soria solo le falta una cadena con descomunal llave alrededor del cuello para anunciar que es maestre depositario de vinos y licores suelta-lengua. Yerko Harasic es el cajero, lo que no le ha librado de sospechas de alguno con boca de suegra, para carcajada general, de que ha viajado a Miami con nuestros aportes. El que suscribe lleva la base de datos de los condiscípulos desperdigados por el mundo; también es encargado de carnes a la parrilla, faltándole solo la paciencia para atender crudas, término medio, y a punto de corcho que piden a un mismo tiempo los comensales.

El coro de apoyo a tan disonante cuarteto lo pone la cantarina risa de Julio Dueri, la socarronería de Fernando Ghetti, los chispazos de Mladen Yaksic, un Jorge Fuentes solícito, la impasible compañía de Freddy Melendres, la jovial mirada de Gastón Asín, la bonhomía de Daniel Zambrana; la anárquica rutina de Oky Chiarella se compensa con un casi siempre serio Alfredo Maldonado Rosetti. Siempre recordamos a los ausentes, sea por muerte o por distancia. Nuestros chistes tienen protagonistas del curso, como aquella colgada que le hicieron a Eduardo Mitre, quien preguntado qué había inspirado su famoso poema “Silencio en la noche”, respondió que fue una noche en el campo en que no había cenado porotos.

Me duele no haber compartido los festejos de los 51 años, donde José Luis Almanza rindió un sentido homenaje a los que nos esperan en el más allá. Estuvo presto a repartir célebres cocachos el Hermano Damián, que ahora es David del Campo. Vinieron una veintena de condiscípulos de Santa Cruz, un par de Estados Unidos; de Salta el inefable Fernando Morató. Algo de consuelo siento porque me libré de marchar diez cuadras, banda de ex alumnos por delante, hasta el monumento de Juan Bautista de La Salle, donde quizá hubiese acabado con la lengua de corbata y patuleco, como varios de mis condiscípulos. No puedo nombrarlos a todos, así se resientan con mi pluma por dejarlos en el tintero de los recuerdos.

Preguntará otro qué relación tiene la recolección de momentos personales con una columna de opinión. Me pondré serio, ¿o antropofágico?, citando a C. Wright Mills y su lucidez en referir que la base de la imaginación sociológica estriba en relacionar lo personal con lo social, si es que lo primero es compartido por gran parte de la sociedad. ¿Acaso no es el compañerismo colegial donde la mayoría tiene los primeros escarceos con el precioso acervo que son los amigos? ¿Acaso no es la amistad un bien que el individuo atesora, que lo vincula con la sociedad humana que la enaltece como algo sublime?

No soy uno que nade a favor de la corriente en el momento actual, cuando muchos se afanan por ser indígena u originario de treinta y tantas etnias en Bolivia. Olvidan el mayoritario mestizaje, sea biológico o cultural, de la variedad boliviana de latinoamericano. Me solazo en la suerte de compartir recuerdos con mis condiscípulos de años en un colegio que alguno tildará de privilegiado, en un contexto que fundió en crisol de compañerismo a collas, cambas y chapacos, plebeyos y nobles por igual. Como a tantos vejetes nostálgicos, en todos los ámbitos de nuestra patria. Creo que esa experiencia define la ansiada unidad en la diversidad. Lo demás es cháchara demagógica y etnocentrista, qué caray.

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