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Herederos del abismo

Ando detrás de los «Diarios de Moscú» de Walter Benjamin. Me subyugan las memorias, los diarios, el aspecto íntimo de los hombres y mujeres que de algún modo importaron. He seguido la angustia de Van Gogh en sus cartas, la energía y el desenfado de Gauguin; en los «Diarios» de Kafka hallé el material que desarrolla en su ficción. Leo todo lo que puedo al respecto, desde Margaret Mead a Vasily Grossman; de Golda Meir a una ‘autobiografía’ de Montaigne preparada por un profesor a partir de sus «Ensayos».

No sé si ubicar «Antes del fin» de Ernesto Sábato bajo el término de memorias. Son más bien reflexiones matizadas de recuerdos y dirigidas hacia un público joven que heredará lo que esta época destruya. El gran escéptico, Sábato, el iconoclasta, percibe en lo que él llama el fin de su vida, la importancia de la espiritualidad, no la religión, como posible tabla de salvamento. Acusa a la razón de haber minado los vestigios de humanidad en el siglo. Cientista alejado por voluntad propia de la física, recurre a la básica emoción humana, al ejemplo del hombre que se enfrenta al medio y al destino con valor insensato: Don Quijote contra los molinos de viento, Guevara en la selva boliviana, Gandhi que hila y ordeña mientras acusa la falsía de pregonar no ser violento y ‘permanecer pasivo ante las injusticias sociales’.

El escritor se cuestiona de entrada acerca de la importancia del éxito y la fama. Desdeña una promisoria carrera, lo que le valdrá el repudio de los colegas. La vida habita en la simpleza y es en las más humildes expresiones de ésta donde se percibe al hombre. Está en los de abajo (y en las mujeres) la supervivencia y la posibilidad de revertir una caída. La historia la hacen los ocultos, los que se levantan al amanecer a trabajar y traer el pan a los hijos. Eso no saben, dice, los que gozan del poder. No se dan cuenta que acortan sus mismas posibilidades, las de sus vástagos, cuando se lanzan en desenfreno sangriento a acumular las migajas dispersas de la tierra. Me hace pensar en Richard Cheney, el actual vicepresidente de Estados Unidos. Comento en casa que el imbécil parece no entender la lógica del mal. Sus acciones afectan por igual a sus descendientes que a los míos. Ellos pagarán las culpas de su ambición. Cierto que no le importa, ni les importa, cuando el fin radica en la expoliación de los otros y en el culto de un becerro de oro tan ficticio como el de Aaron en el desierto.

No es «Antes del fin» un libro común. Ehrenburg retrata su tiempo en riquísima y anecdótica manera. Analiza donde cabe el proceso de la historia y da pautas para comprenderlo. En su recuerdo de Joseph Roth describe la caída del imperio austro-húngaro, la desazón que siguió, más bien la orfandad, que produjo su desmembramiento. Sábato aborda sus recuerdos desde otra perspectiva. Su objetivo considera los lectores que quizá aprendan algo en la lectura de su vida, sus triunfos y fracasos. Es testigo emocional, no intelectual, del drama argentino, del decaimiento universal. Retorna de forma permanente al bregar de los humildes; mientras envejece acude a su herencia anárquica y la revive al estilo tolstoiano. Cuando se refiere a los personajes de la anarquía que conoció separa a los iluminados de los delincuentes. Mencionaba, muchos años atrás, en sus «Páginas vivas», a Severino di Giovanni acompañado de sus pistolas. Y, luego de haber leído la biografía de este ácrata italiano fusilado en la Argentina, creo que le hubiese gustado conocer las palabras del autor. Su búsqueda también fue, a pesar del recurso de las armas, ese espacio de paz y felicidad que merecen los que sufren. El revólver de uno es el lapicero del otro y ambos horadan la memoria estéril de un planeta que se disgrega en absurda osadía de creerse eterno.

A Sábato, como a todo argentino, lo marca la soledad. El inmigrante mira la pampa y sueña con lo que fue mientras duda de lo que será. El gaucho rememora la placidez de la libertad mientras agacha la cerviz para inclinarse al arado; del indio queda poco: una sombría mirada mapuche, un suspiro ranquel. La tierra argentina es demasiado grande y en esa vastedad la única presunción segura es la de estar sin compañía. En sus novelas y ensayos, en su particular «Antes del fin», tropezamos con solitarios personajes: un niño al que observa e invita una merienda; el recuerdo de su madre en la lontananza de Albania sola y sufriente… de donde venía; su yo dividido entre la rigurosidad tranquila de las matemáticas y la premura de vivir en un entorno caótico.

Apuesta Sábato por lo último aunque comprende que el abandono de una profesión y un trabajo anuncia tormenta. Lo asume con la calma del que hace lo que quiere pero también con la desesperación que el sentido común señala. Diríamos que tiene éxito pero no hay en su testamento deseo de ejemplaridad. Las pautas entre el bien y el mal están dadas -se podría decir-, sin ánimo de hacer una minimización ramplona. Es que en un siglo de inmensos contrastes uno no puede quedar al margen de lo real. Fantasear sí, pero sin perder el tino. No hay excusa inteligente que valga ante el oprobio de la guerra sucia en su país. Es como cuando sugiere al joven Matta, después admirable pintor, que no podía pintar la ‘cuarta dimensión’ sin una profunda concepción teórica, matemática, de lo que ello significaba.

«Antes del fin» debiera ser un principio y no una premonición. La lástima es que su voz se desvanece ante el eco de lo irreversible.
5/5/06

Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), mayo, 2006
Publicado en Brújula (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 07/07/2012

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