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Nacionalismos

BANDERA-BOLIVIA-CON-ESCUDO

Tres de la mañana. Acostado en el que fuera dormitorio de mis hijas contemplo las cosas de sus armarios, bibliotecas, paredes, escritorios. Al frente, en la entrada de un pequeño pasillo, justo al medio, una bandera boliviana, entre un afiche del Festival Shakespeare de Colorado 1994 y un batik balinés en papel, al carbón.

En la franja amarilla destaca un escudo que cambió con el tiempo. Recuerdo escribir un ensayo sociológico sobre ideología en la filatélica boliviana y anotar las variantes de este en su conjunto y detalles.

¿Fantasma de Bolivia en un raro tórrido septiembre en la pradera norteamericana? No, presencia en el hogar, libros, tejidos, y etcéteras que ligan esa tierra al presente y la memoria. Pero desdeño el concepto de patria, vocablo equívoco y falaz. Eso me permite pecar y decir las cosas como las veo, amén de sentirme libre en una relación dinámica e indisoluble. Claro que me ha traído problemas, que un carajo me interesan. El de herir (entre comillas) los absurdos sentimientos de personajes que aseguran poseer códigos de ética y que en realidad tienen una cobardía que se les escurre por entre las piernas con aroma y temperatura de orina de vieja. Hay que lidiar con ello, con el provincianismo petrificado, con el mestizaje y sus vaivenes emocionales, con la solícita venia del servil. Ante el asombro que guardan por el poder y los omnipotentes. Endémica mudez que condena toda forma de expresión que carezca de “decoro” y que sea contestataria. No hagas, no digas, no opines. Esencia altoperuana.

Una silente zampoña cuelga en lugar de crucifijo. No hemos sido de misas ni frailes en casa; se lo debo agradecer a mis padres. Las manos sirven para algo mejor que persignarse. A diferencia de los “marxistos” bolivianos (que marxistas no son, o tal vez sí, si seguimos la visión apocalíptica que Bakunin tenía de estos tipos) mis labios no se hicieron para besar anillos cardenalicios ni faldones. Para besar mujeres y llamar cabrón al cabrón e ingenuo al santo. Claro que molesta, en ambigua sociedad de descastados y mentirosos, pletórica de apariencias e inventadora de mitos.

Un trozo de tela es un trapo. Si se le estampan colores, se le agrega algún símbolo, pasa a ser trapo colorido. Soy iconoclasta, pero veo a mis hijas norteamericanas, de sangre materna noruego-irlandesa, valiente y tozuda, demostrar tanto cariño por las banderas bolivianas que ellas mismas escogieron y compraron en calles que adoran y me guardo el comentario. Además que si entre un grupo de gente veo esos tres colores, inconscientemente me reconozco en ellos. Nos hace distintivos, como a cada quien le hará lo suyo. Sin embargo, ese sentimiento, o acción refleja, no impide la ferocidad con que se descubre lo que esconde debajo de sus pliegues. A no confundir, la defensa a ultranza de lo “nuestro”, que muchas veces es circunstancial, no puede conducir a la ceguera. “Caña, hay que dar caña”, me dice un amigo, porque de ella viene la crítica y luego la reflexión. No reaccionar como perras en celo, sentirse atacados porque algo supuestamente mella la dignidad nacional. Y menos orgullosos de que un individuo de extremadas viveza criolla y suspicacia indígena -hecho presidente- se pasee por el orbe mitificándose a sí mismo, y siendo mitificado por su población.

Mapa, bandera, himno, de una u otra manera están arraigados. Nos lo machacaron en la escuela, no puedo negar que con algún resultado, por más oculto que parezca. Entonces, por eso mismo, para defender un espacio sutil e ideológico que nos separa de otros, hay que hablar, decir las cosas, explotar contra los desmanes y desbaratar de ser posible el imperio hideputa de cualquier facineroso de turno.

A las tres de la mañana -ya las cuatro- miro la bandera boliviana que cuelga en la pieza de Emily y Alicia; cerca hay un cuadro de Seurat en el Palais de Tokyo y la fotografía de un gato negro; debajo una bolsa guaraní de fibra vegetal y una ch’uspa de Leque.

09/09/13

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Publicado en El Día (Santa Cruz de la Sierra), 10/10/2013

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