Un manifiesto liberal-anarquista en la era del disciplinamiento social
El descalabro sorpresivo del otrora bloque socialista en 1989-1991, la creciente consciencia ecológica a partir de 1980 y hasta los debates postmodernistas de la actualidad han puesto en duda la obligatoriedad de leyes inexorables de la evolución histórica. Hoy ya no nos parece imprescindible reproducir en todo el planeta el proceso histórico de Europa Occidental y sus elementos de disciplinamiento colectivo, como lo creyeron liberales y marxistas durante casi dos siglos. La falta de un principio que regule la historia universal, el desvanecimiento de las grandes utopías y la carencia de un proyecto histórico totalizador empiezan a ser percibidos como factores de una agradable liberación de coerciones. Hoy pensamos que sólo en una atmósfera exenta de un destino histórico inevitable puede florecer un espíritu público proclive a las innovaciones y a las mejoras genuinas de toda comunidad humana. Pero es sólo la mitad de la historia.
En la actualidad percibimos desarrollos concretos de determinadas sociedades y designios particulares para situaciones específicas, pero la idea de un gran proyecto socio-político, sustentado por una teoría histórica global y obligatoria, ha caído en franca decadencia, máxime si la concepción concomitante, ─la capacidad de una élite de iluminados de comprender e interpretar las grandes verdades históricas y, por ende, de canalizar la praxis pertinente─ ha conllevado una enorme dosis de sangre y despotismo. En contraposición a concepciones basadas en la «soberanía popular», en la «voluntad general» y en todas las ideologías del cambio radical, algunos grupos políticos de optimistas e ingenuos en Europa Occidental tratan de buscar nuevas vías de desarrollo en la dedicación a trabajos comunitarios estrictamente delimitados, en el rescate de tradiciones laborales premodernas y en las faenas productivas que respeten criterios ecológicos y conservacionistas.
El horizonte temporal y espacial restringido de estos intentos así como su distanciamiento más o menos consciente con respecto a los sacrosantos principios de rendimiento, eficiencia y crecimiento compulsivos debilitan la rigidez e intensidad de los procesos habituales de disciplinamiento colectivo, pero, por su carácter muy restringido, están condenados a la irrevelancia.
En cierto sentido se puede aseverar que estos afanes de aliento menor privilegian el presente (y no el porvenir); al atribuir una mayor importancia a las cosas momentáneas ─como las experiencias del amor y la alegría─, restan significación a la gratificación postergada y a otros fenómenos análogos de la ética protestante clásica. Lo ideal sería la expansión de estos movimientos liberal-anarquistas, pero la mayoría de las poblaciones involucradas exhiben poco interés por este tipo de experimentos.
El disciplinamiento colectivo ha constituido uno de los pilares centrales del desarrollo de la racionalidad instrumental y, por consiguiente, de la evolución de las naciones occidentales y de la actual civilización industrial. Sus méritos en pro del progreso material, institucional y cultural son innegables, pero también son notorias las calamidades que estuvieron ligadas a este proceso.
El Tercer Mundo puede aprender de las experiencias históricas anteriores (si es que alguna comunidad humana lo hace de los errores ajenos), no forzando programas de modernización y globalización que signifiquen simultáneamente la descomposición de tradiciones y modos de vida autóctonos y la utilización de sus ciudadanos como meros recursos sobre los cuales dispone una élite que está empeñada en imitar el desenvolvimiento técnico-económico de las metrópolis mundiales.
Como corolario es conveniente reiterar que los aspectos positivos conectados con la modernidad (como por ejemplo la moralidad universal-racionalista de la Ilustración, el postulado de objetividad científica y el anhelo de un sujeto plenamente autónomo) deben ser complementados con lo rescatable de la tradición y con el fomento de una racionalidad comunicativa.
Lo aparentemente anticuado, como la religión y las preocupaciones teológicas, puede preservar valiosos elementos de un mundo que no está sometido del todo a la racionalidad instrumentalista y contribuir a dar un sentido de continuidad e identidad sólidas a la comunidad respectiva.
Esto es posible porque los sentimientos religiosos, los modelos tradicionales de organización política y las convenciones aristocráticas contienen valores de una estética pública de superior calidad, porque simbolizan la continuidad con el pasado histórico de toda la humanidad (el renegar de este pasado puede ser un acto patológico de no querer reconocerse en instituciones que vienen de muy atrás y que han sido comunes a todas las sociedades organizadas del planeta) y porque evocan un rasgo indeleble de la condición humana, que es la contingencia.
El disciplinamiento social ha coadyuvado adecuadamente a una mejor adaptación de las sociedades a entornos aleatorios y a recursos cambiantes y, por consiguiente, a un amplio dominio de los hombres sobre la naturaleza y sobre ellos mismos. Los aspectos negativos vinculados a este «éxito» ponen en peligro, sin embargo, el modelo occidental de desarrollo. Entre estos aspectos se hallan la destrucción del medio ambiente, la transformación de los ciudadanos en meros consumidores y el predominio irrestricto de grandes organizaciones burocráticas, exentas ahora de control democrático.
La labor prioritaria en América Latina sería el combinar un mínimo de disciplinamiento con una racionalidad comunicativa que ayude a mitigar las alineaciones de la civilización industrial y las rigurosidades del orden moderno, conservando, si es necesario, fragmentos de aquellos vínculos primarios que solían brindar solidaridad y generosidad sin trabas burocráticas.