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Esencia del filosofar

Enrique Fernández García

La filosofía, como más de una vez se ha dicho, exige al mismo tiempo modestia y soberbia, temor y atrevimiento.

Francisco Romero

Pensando en sus alumnos, Kant lo resumió de forma insuperable: no se aprende filosofía, sino a filosofar. La diferencia es sustancial, pues uno puede limitarse al estudio de diversas corrientes del pensamiento o, en cambio, ejercitar su propio intelecto para encontrar verdades que le permitan comprender al hombre, la vida, el mundo, etcétera. Con certeza, el examen de las ideas que se han concebido tiene gran relevancia, pero no asegura la capacidad requerida para pensar con seriedad. Así, no sería sorprendente encontrar a un enseñador de autores, teorías, doctrinas que ignorara cómo cuestionar autónomamente algunas creencias. En cualquier caso, el conocimiento de dichas ideas nos ofrece un panorama que, cuando estemos preparados para hacerlo, podremos optimizar; asimismo, tras informarnos sobre las diferentes doctrinas, es posible desacreditar la originalidad que aparentan tener nuestros juicios. En síntesis, posibilita que identifiquemos vanas pretensiones, así como a burdos impostores.

Exceptuando a sujetos con problemas patológicos, es innegable que todos los hombres pueden pensar, analizar su situación personal, discriminar entre proposiciones verdaderas e incorrectas. Ello no admite refutación; sin embargo, esa sola facultad natural es insuficiente para dar a nuestros pensamientos una categoría filosófica. Existe, por ende, un modo determinado de afrontar problemas, incluyendo los cotidianos, que logra ese cometido. Para comprenderlo, resulta imprescindible estudiar a quienes nos precedieron en este afán intelectual, ya que su trabajo puede aliviarnos de algunas angustias. Salvando las reflexiones diarias que demandan un ejercicio de la mente similar al del ámbito filosófico, es plausible plantear esta máxima: sin aprender filosofía, no se puede filosofar con rigurosidad. Hay una tradición de conceptos, problemas y preguntas que no cabe despreciar.

Esencialmente, la filosofía no tiene un objeto específico de estudio. Sucede que su cometido es mayor: ocuparse del Universo en general. No está demás destacar el tamaño de su pretensión, ya que todo podría ser considerado por quienes la practican. Desde luego, esto implica que cualquier campo del conocimiento pueda ser puesto a su consideración. Esta peculiaridad no es irrelevante, asociándose con la supremacía que tiene sobre las ciencias particulares: mientras éstas giran en torno a una temática determinada, la filosofía puede tratar, con el mismo rigor, cualquier asunto que requiera su busca de verdades. Huelga decir que, en tiempos marcados por una especialización cada vez más minuciosa, esta cualidad es extraña. Corresponde lamentar que demasiada gente se ciñe a explotar su parcela del saber.

Por último, aunque sea brevemente, es oportuno resaltar la diferencia entre sabiduría y filosofía. Se puede afirmar que el sabio es un sujeto que no necesita buscar la verdad, pues ha logrado encontrarla; por consiguiente, si tiene alguna labor, ésta consiste en difundir sus descubrimientos, pregonarlos al semejante. Esto implica que la sabiduría proclama el hallazgo de verdades, lo cual jamás haría un filósofo, porque sus permanentes preguntas revelan una persecución que nunca tiene fin, salvo uno donde se acabe también con esta disciplina. Es que la filosofía no tendría ninguna razón de existir si se descubrieran las verdades definitivas. Es una especie de horizonte, uno que nos parece muy atractivo, pero asimismo inalcanzable. Tomar consciencia de aquello equivale a progresar en esta materia.

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