Desde el silletazo que le dieron en la cabeza a Evo Morales hace ya algún tiempo, cuando ocupaba la testera de su movimiento, los masistas no han dejado de hacer volar sillas en cada reunión donde se juntan los llamados “movimientos sociales”, que son unos energúmenos, pero que sin los cuales el masismo habría dejado de existir. Lanzarle un sillazo al “Gran Jefe” fue la señal de que, con semejante irreverencia, todo estaba permitido en adelante.
Pero en la Bolivia que estamos viviendo, ha existido no un estado de guerra, sino un estado de guerrita, una manera de quitarse la bronca y el resentimiento sin arriesgar el pellejo. Por eso, los bolivianos vivimos uno de los peores momentos de nuestra historia, porque la falta de autoridad en este primer cuarto de siglo, ha sido inaudita.
Todos los días se hacen bloqueos – masistas y no masistas – que provocan un daño irreparable a la economía, además que revientan el hígado de cólera a pasajeros y transportistas que sufren de verdaderos secuestros en las carreteras, que se superan solo cuando los bloqueadores se dan por satisfechos en sus demandas y cuando cobran las coimas para dejar transitar vehículos y a los sufridos viajeros, ya convertidos en peatones, para poder pasar en los conocidos “cuartos intermedios”. Se trata de parapetos, de trincheras en los caminos, cuya concepción inicial se la debemos a los cocaleros de Morales.
Lo otro es la odiosa guerrita de los cohetes y gases. Como no están dispuestos a echarse bala ni bazucazos de verdad, han descubierto que se hace el mismo escándalo, la misma bulla que en el frente de batalla, lanzándose petardos y gases que no matan a nadie y que, a lo más, les chamuscan los pantalones a los tramposos combatientes. Si van a hacer tanto escándalo en las ciudades a la hora que les dé la gana, que por último se tiren tiros de verdad para que no jueguen con la paciencia de la pobre gente que tiene que soportarlos.
Esto es como lo que los chicos llamarían una guerra de juguete, distraída, cobardona. Aunque muy canalla, porque de un lado se molesta a la gente que transita por los caminos haciendo comercio, obstruyéndoles el paso con trincheras improvisadas pero que perjudican; y por el otro, el escándalo de los balazos falsos, los gases que hacen lagrimear, y las luces deslumbrantes que parecen explosiones de bombas verdaderas, que es una forma de decir a la población cuán valientes son, cuán machos, como si estuvieran arriesgando su vida en el heroico frente ucraniano.
Aquí lo que hace falta es una buena policía o militares, por último, que les echen agua fría y a los farsantes unos cuantos garrotazos de los que duelen. Pero no son necesarios policías o gendarmes que están a la defensiva, protegiéndose de las pedradas con sus escudos, arrinconados ante unos cuántos agresivos, prohibidos de reducir a los inadaptados o atrapando a cuatro o cinco a quienes tienen que liberar unas horas después, porque así lo dicta la ley, para que vuelvan al mentiroso pero bullicioso combate.
Y tanto como lo anterior, porque demuestra el nivel cultural de los “movimientos sociales”, es la impuesta por la democracia de los silletazos, que, como decíamos, empezó cuando algún tipo osado le lanzó una silla a la testa abundantemente poblada de Evo Morales, que presidía algún mitin de su partido. Desde entonces, agraviado el heredero de Tupac Katari, no hemos visto una sola asamblea o “ampliado” del MAS donde no vuelen sillas por los aires y el griterío se torne ensordecedor. Pero, igual que con las trincheras en las carreteras y las batallas con cohetes y “mata suegras”, las sillas que surcan los espacios del MAS, son de plástico. Si se lanzaran sillazos de fierro o de madera, otro sería el cantar. Ahí se vería a los machotes. Pero, ¿sillitas de plástico? Que sepamos, hasta ahora, no ha existido una sola víctima grave (menos fatal) que haya recibido en su humanidad una de esas sillitas. El “sillaje” es otra de las expresiones de la democracia actual, que demuestra cuánto vale nuestro estado de derecho: es decir, nada.
Nos preguntamos: ¿Qué más se les puede pedir a las turbas que llegan desde lo más lejano y atávico del país? ¿Acaso, engañados, no vienen solo para demostrar su adhesión a quienes les prometen pegas aunque no sepan ni leer? ¿Van a hablar de política? ¿Van a aportar con ideas? ¡No! Su labor es flamear banderas, gritar consignas, dormirse cuando hablan los jefes, y luego obedecer, a cambio de un choripán, tomando sillas de plástico y lanzándolas contra quien sea.
Mientras tanto, la oposición está en otro juego; en lo que debería ser la política de una nación civilizada. En vez de lanzar sillas al aire tratando de averiar al adversario, se sientan en ellas para discutir sobre cómo se puede mejorar la agónica economía nacional, su justicia, su crecimiento, combatir la corrupción y el narcotráfico; ver cómo mejorar la deteriorada imagen de Bolivia en el mundo. Pero esto en nuestro país es secundario. La masa clama por pegas para sobrevivir; es lo que más le interesa, porque no tiene trabajo, ese poco trabajo que solo puede dar el Estado, que sale de los bolsillos de los pocos contribuyentes y a los que, de yapa, se quiere destruir.