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EL SURAZO

Manfredo Kempff Suárez

Casi todos los pueblos del mundo tienen sus estaciones marcadas, pero existen excepciones donde impera el frío durante casi todo el año o, como en el oriente de Bolivia, el calor. En Santa Cruz el calor es intenso durante nueve meses, con excepción de sus valles precordilleranos. En la capital los cruceños siempre estuvimos acostumbrados a traspirar sin quejarnos – más bien alegres –, a llevar ropa ligera, a vivir en casas entregadas al viento y sombreadas por viejos arbolones. La antigua ciudad tenía sus altas veredas protegidas por galerías sostenidas por horcones de ladrillo o torcidos troncos de cuchi, que brindaran sombra a los caminantes. Y sus puertas y ventanas permanecían abiertas hasta entrada la oscuridad para captar el cruce de la brisa en el lugar donde estaban atadas las hamacas o dormitorios, aquellas amadas hamacas de entonces, que están esfumándose ante la aparición de modernas habitaciones estrechas que no les dan campo y donde el bendito aire acondicionado alivia de la canícula.

Pero, como sucede en estos días que transitamos, llega a su cita sin faltar jamás el surazo. El surazo aullador. Aunque ahora los vientos helados del sur se los anuncia a través de los medios y el cruceño puede tomar algunas previsiones para no morirse de frío. Antes, sin predicción alguna, de un tiempo plácido y tibio se abatía rugiendo el “sur y chilchi”, barriendo el pueblo grande y los rancheríos pobres de casitas de adobe, chuchío y motacú, por donde se filtraba como agujas de hielo, el viento. Hoy con el crecimiento del pueblo y la pobreza de la gente el surazo enferma en los extramuros, y en los campos todavía se debe padecer de condiciones similares a las del pasado siglo.

Cuentan que con cada surazo se marchaban a la otra vida muchos viejos y viejas que ya habían vivido lo suficiente. Ahora se repite lo mismo con quienes se dejan sorprender por la ventolera gélida, pero la gente ya no se entera, aunque en la ciudad mueran cientos. Antes, cuando el surazo se llevaba a algunos ancianos, doblaban las campanas de la catedral por cada uno que las palmaba. Y cuando doblaban las campanas salían corriendo, alborotadas, las empleadas, mandadas para informarle a la patrona si el difunto era pariente o conocido. Eran meses de velorios y novenas.

El frío húmedo de Santa Cruz produce una sensación térmica que engaña. Siete grados en la ciudad se asemejan a cero grados en el occidente del país. Y no hay forma de calentarse. Si el invierno durara tres meses, nos moriríamos de frío todos los cambas (y los collas que viven aquí). El tiempo invernal es breve porque se reduce a tres surazos y algunos surcitos. Si un surazo se estableciera durante tres meses en la llanura, es decir toda una temporada invernal, no habría como combatirlo, modificaría la vida cruceña, cambiaría su hábitat. La flora y la fauna no sería la misma. La gente no sería la misma. Las viviendas no serían las mismas.

El camba se transforma con el viento frío. Lo primero que hacemos es tratar de quedarnos en casa, si es posible. Y lo segundo, disfrazarnos. Porque fuera de algunas personas que tienen como vestir en el corto invierno muy a la moda europea, el resto se disfraza, se emboza con lo que encuentra. Y es así como los cruceños aparecemos con las combinaciones más exóticas que se puede pensar, con toda prenda que abrigue puesta encima, sea cual sea su color. Gorras, chulos, bufandas, chompas, sacos y a veces hasta abrigos chutos con olor a pujusó y devorados por las polillas, abrigan. Pero, claro, con tres surazos al año, es ridículo tener un ropero de invierno. Solo algunas señoras guapas y jovencitas pudientes lucen envidiablemente bien, con prendas de temporada, pero no se las ve en la calle porque a la calle no sale nadie.

Dicen que los vientos fríos del sur afectan hasta el carácter de las personas. Leí por ahí, por ejemplo, que, en Paraguay, donde el clima es similar al nuestro, el terrible dictador José Gaspar Rodríguez de Francia, indultaba a sus enemigos que había condenado a muerte, cuando el surazo lo aliviaba del bochorno que lo tenía endiablado. Cierto o no ese extremo, estos inviernos polares de pocos días cambian pasajeramente la vida habitual de nuestra ciudad.

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