ArtículosH. C. F. MansillaIniciosemana del 3 de MARZO al 9 de MARZO

Liberalismo en Santa Cruz

A riesgo de equivocarme, creo que mi obligación consiste en decir al público lo que este no quiere escuchar. Utilizo esta conocida frase de George Orwell, el autor de la utopía negra 1984, para señalar que una consciencia crítica de problemas históricos y sociales es todavía algo excepcional en el estamento universitario y en el ámbito cultural de la nación boliviana. El complejo vínculo entre las posiciones liberales y el desarrollo político de Santa Cruz puede ser esclarecido si prestamos atención a tres temas relacionados entre sí: los prejuicios recurrentes de los intelectuales del país, la cultura política boliviana y las peculiaridades de la evolución cruceña.

Creo que un breve recorrido por estos terrenos nos puede brindar más indicios interesantes que certidumbres directas y manifiestas, que es lo que lamentablemente desea el público. El peligro de las certezas elementales es la simplificación de una problemática compleja, es decir: la falsificación o, por lo menos, la adulteración de algo que no puede ser reducido a un esquema mental rudimentario. Y estos esquemas mentales deliberadamente sencillos son los que todavía predominan en el país.

La mayoría de nuestros catedráticos e intelectuales no siente la necesidad de investigar sus propios valores de orientación, de cuestionar sus certidumbres ideológicas o de poner en duda lo obvio y sobreentendido de sus tradiciones y creencias bien arraigadas. Ellos fomentan una identificación fácil con los prejuicios seculares de la población. Es por ello que algunas leyendas populares, sin base seria empírica o documental, se han convertido en los mitos profundos del país, como la creencia en las perversidades de la época colonial, en los inmensos y valiosos recursos naturales o la responsabilidad exclusiva de agentes foráneos en el subdesarrollo de la nación. Estos mitos son compartidos, en lo general, por todos los estratos sociales y los sectores étnico-culturales más diversos del país, independientemente de la procedencia geográfica de los mismos. Como se sabe, estas concepciones, admitidas durante largo tiempo por la sociedad, adquieren una vida y una persistencia propias, y se convierten en elementos importantes de la identidad colectiva. Y por ello es muy difícil ponerlas en cuestionamiento, pues esto equivaldría a una vulneración y hasta profanación de lo más sagrado de las herencias culturales.

En cambio un espíritu genuinamente crítico-científico evita cualquier identificación fácil y se basa en lo que es fundamental para todo conocimiento auténtico: el desencanto con las certidumbres de nuestra infancia cognoscitiva, por más seguridad anímica que estas certezas nos hubieran proporcionado. Reconozco que es muy agradable el escuchar las opiniones y los prejuicios propios en labios ajenos; este fenómeno posee, además, un adarme libidinoso. Pero no sale de un infantilismo cognoscitivo que consolida lo que ya se cree saber. El Génesis bíblico nos muestra lo que debe ser un entendimiento genuino: nos tenemos que avergonzar de nuestro contexto – es decir: de nuestra desnudez en lo concerniente al saber científico –, y recién esta desilusión fructífera nos permite avanzar por la senda siempre incierta e incómoda del conocimiento contemporáneo.

Quisiera nombrar un ejemplo actual de esta constelación, que en Bolivia dificulta la difusión de procedimientos racionales, principios universalistas y valores liberales. A las culturas indígenas del ámbito andino occidental (y a los que hablan en nombre de ellas) les falta en general la capacidad de autocrítica, el impulso de cuestionar su propia historia y sus tradiciones más profundas. Me atrevería a afirmar, pudiendo equivocarme, que esta mentalidad está también expandida en el Oriente boliviano. Se percibe en este contexto una clara resistencia a todo proceso de decepción ─ el fundamento de todo conocimiento científico ─, el rechazo a un propósito de desencantamiento con respecto a lo propio, la oposición a considerar otros puntos de vista que no sean los prevalecientes, es decir: los convencionales y rutinarios, los que cuentan con el afecto y hasta con el amor de la población. De manera complementaria hay que mencionar a los actuales ideólogos oficiales de la descolonización, que provienen casi exclusivamente del ámbito universitario. Ellos no están dispuestos a ver lo problemático en los sistemas civilizatorios que desplegaron los indígenas en el Nuevo Mundo y que perviven en las comunidades campesinas de la región andina, sistemas que no han generado los derechos humanos, la modernidad y sus evidentes ventajas en la vida cotidiana. En cambio estos ideólogos fomentan la concepción de que en el mundo rural las formas ancestrales comunitarias de organización y la ahora llamada democracia directa representarían formas superiores de vida social, aunque ellos mismos habitan en las áreas urbanas y utilizan cada día todos los cachivaches tecnológicos que produce la detestada cultura occidental moderna. Y estos mismos pensadores, al igual que la Teología y Filosofía de la Liberación, las teorías de la descolonización y las numerosas variantes del indigenismo e indianismo postulan la tesis de que el Imperio Incaico y los otros regímenes sociales prehispánicos no conocían los fenómenos de explotación y alienación y que representaban, más bien, sistemas de prosperidad material, fraternidad permanente e igualdad social. Aquí ya se empieza a percibir para qué sirven los grandes mitos colectivos: si el propio pasado anterior a los europeos fue tan esplendoroso, entonces podemos renunciar sin problemas a los frutos de la civilización occidental, como el racionalismo, el individualismo y la democracia pluralista, que son los cimientos del liberalismo moderno.

Contra este teorema de naturaleza general en torno a la cultura política boliviana se puede argumentar que la mentalidad colectiva del Oriente boliviano, y especialmente de Santa Cruz, representa una realidad histórico-social muy diferente. Se puede afirmar, en efecto, que los valores normativos del Oriente han sido y son más abiertos al mundo, más anclados en la órbita de una cultura individualista y, por lo tanto, más afines a un modelo político centrado en la democracia liberal y pluralista y en la propiedad privada. La pertenencia socio-cultural de Santa Cruz es, evidentemente, un asunto altamente controvertido, y esto desde hace mucho tiempo. Desde que existe un debate historiográfico, se puede constatar una disputa acerca de la primera adscripción social, cultural e histórica de este territorio, que no sería fundamentalmente andina, sino una derivación de la amplia región del Plata. Esta tesis ha sido sostenida por varios historiadores cruceños, como Hernando Sanabria, cuya silla en la Academia Boliviana de la Lengua tengo el honor de ocupar. Como se sabe, una buena parte del área actual del departamento fue conquistada a mediados del siglo XVI por una expedición comandada por Domingo Martínez de Irala, quien había partido de Asunción del Paraguay. Es probable que la corona española se hubiera propuesto, en un primer momento y a partir de los asentamientos ya existentes situados en el Río de La Plata y zonas aledañas, la conquista de las provincias situadas en el curso superior del río Paraná, donde se suponía que se hallaban las tierras ricas en plata y otros metales. Este proyecto se confunde con la búsqueda (casi mítica) de El Dorado y El Paitití. El sueño de conquistar un gran imperio tropical de la abundancia y el oro se transformó en una ficción literaria. Pero el otro aspecto, la “pacificación” de las etnias tropicales en Chiquitos y Moxos, tuvo un relativo éxito, y Santa Cruz fue un centro de irradiación de un tipo peculiar de la cultura española y católica. El resultado fue un modelo civilizatorio con una élite fuerte de blancos, terratenientes y militares, y una masa laboral de indígenas, a veces en condiciones cercanas a la esclavitud.

El hecho de que el primer impulso de la conquista y colonización españolas partiera del Río de Plata y del Paraguay, es decir del Oriente (en sentido amplio) y no de las tierras altas del Virreinato de Lima, parece sugerir que la raíz de Santa Cruz es algo desligado del mundo andino y vinculado más bien a una iniciativa que, de forma autónoma, partió del ámbito del Río de La Plata, iniciativa que, además, habría servido efectivamente de dique de contención contra la agresiva penetración portuguesa. Por otra parte, parece cierto que algunos grupos étnicos relativamente grandes (como los chiquitos) adoptaron rápidamente la religión católica (en un modelo sincretista), el lenguaje castellano, el modo de vida sedentario y los valores de orientación de los españoles. En vista de la falta de fuentes confiables es arriesgada cualquier tesis sobre esta constelación histórica y social. Algunas investigaciones antropológicas, como las de Pierre Clastres, señalan que algunos grupos étnicos de la gran familia tupi-guaraní han tenido probablemente estructuras sociales internas menos verticales y menos rígidas que las etnias de las tierras altas: la autonomía de sectores e individuos habría sido mucho más amplia que en las llamadas culturas estatistas del mundo andino clásico. Y esta hipótesis parece ser favorable, desde la perspectiva indígena regional, a la concepción de una mentalidad liberal e individualista en las tierras bajas, contrapuesta a una cultura centralista, colectivista y autoritaria en las tierras altas. Soy escéptico frente a estas construcciones teóricas, que proyectan sobre el pasado los anhelos del presente.

Por espacio de casi cuatrocientos años – desde mediados del siglo XVI a la mitad del siglo XX – el área de Santa Cruz se halló en una especie de autonomía más o menos forzada, similar a un aislamiento geográfico y cultural, debido a las dificultades de transportes y comunicaciones, al escaso comercio interregional y a la debilidad de los flujos migratorios. Esta situación de aislamiento y, sobre todo, el amplio espacio temporal transcurrido desde la conquista española hasta la apertura de la carretera Cochabamba-Santa Cruz (es decir: fenómenos anteriores a la gran expansión de la frontera agrícola y al comienzo de la migración masiva del Occidente al Oriente bolivianos), han causado, según algunos autores, un desarrollo cultural muy distinto al existente en el Occidente boliviano. Entre los factores de esta evolución estarían la formación de una idiosincrasia colectiva, distinta de la predominante en las tierras occidentales; una visión específica y propia del mundo; otras pautas colectivas en lo referente a la familia, la sociabilidad, el ocio y la religiosidad popular; y una inclinación al individualismo, contrapuesta al colectivismo del Occidente andino. Todo esto se traduciría asimismo en una corriente más favorable a la propiedad privada, opuesta a formas comunitarias y colectivistas que prevalecen en la región occidental del país.

Hay que señalar, sin embargo, que esta visión de un origen distinto de la cultura cruceña puede ser relativizada por dos hechos importantes. Por un lado, el Virreinato de Lima y la recién fundada Audiencia de Charcas sometieron inmediatamente Santa Cruz y las tierras bajas a su jurisdicción. Durante la época colonial nunca tuvo lugar una reclamación o reivindicación de soberanía o administración territorial de parte de las autoridades de Asunción o Buenos Aires. Por otro lado, los pocos nexos de transporte y comunicaciones que tuvo Santa Cruz hasta el siglo XX se dieron mayoritariamente vía Vallegrande y Cochabamba, es decir: a través del ámbito andino y el territorio de la Audiencia de Charcas. Además: aquí es necesario enfatizar que el desarrollo institucional de Santa Cruz no se distinguió del andino en ningún punto esencial. Dicho de otra manera: tanto en la era colonial como en la republicana no se crearon en Santa Cruz instituciones, normas y procedimientos diferentes que se hubieran destacado de las rutinas y convenciones prevalecientes en el resto del país.

La mentalidad del Oriente ha ido cambiando con el transcurso del tiempo, como todas las mentalidades humanas. Durante el siglo XX, paulatinamente la opinión pública cruceña hizo de la autonomía regional su argumentación central. Esta comunidad empezó a percibirse como la víctima de la desidia del gobierno central: el subdesarrollo del Oriente boliviano fue considerado no sólo como una evolución diferente, propia y distinta en comparación con la andina, sino como un subdesarrollo inducido casi premeditadamente por el centralismo asfixiante de los gobiernos nacionales. El núcleo de la protesta pasó del aspecto político-cultural al económico: Santa Cruz empezó a reclamar al gobierno central la construcción inmediata del ferrocarril Cochabamba-Santa Cruz, el fomento de la colonización planificada del Norte cruceño y el apoyo financiero para la incipiente producción del azúcar, arroz y algodón. Los cruceños también pidieron mercados seguros en el resto del país para estos productos, pues empezaron a percibir en las instancias del gobierno nacional una manifiesta incapacidad para redistribuir los beneficios económicos del modelo productivo, y para ordenar el conjunto de las relaciones sociales del país, caracterizadas por la inmovilidad social y geográfica. Esta opinión sobre el fracaso de la oligarquía andina todavía sirvió hasta entrado el siglo XXI como bandera de lucha regional para continuar cuestionando el centralismo del poder ubicado en La Paz.

Se puede aseverar que en la segunda mitad del siglo XX los cruceños elevaron demandas que hoy parecen ser obvias, es decir justificadas: igualdad de trato en la administración pública nacional y presencia mayoritaria de los propios cruceños en la prefectura, las subprefecturas y las alcaldías del propio departamento. Hay que señalar que las protestas y demandas de Santa Cruz estuvieron y están enmarcadas dentro el concepto de la unidad del país y no exhibieron ni exhiben ningún rasgo separatista. Además es de justicia mencionar que en el ámbito de la economía cruceña hay evidencias claras sobre los buenos resultados del sistema económico de mercado libre. Esto es aceptado inclusive por las clases populares de la región. En este ámbito existe una especie de cruceñismo liberal, bajo el cual los individuos buscan sus propios intereses, pero los integran en una especie de bien común regional.

Hay, entonces, algunas razones – bastante débiles y sin base empírica seria – para presuponer una mentalidad cruceña, históricamente formada a lo largo del tiempo, que no es similar a la mentalidad imperante en la región occidental andina del país. Me atrevería a afirmar, sin embargo, que la diferencia principal reside en una carencia: la cultura política cruceña ha recibido en dosis mucho más pequeñas los principales aspectos negativos y deplorables de la cultura andina prevaleciente: el autoritarismo, el centralismo y el colectivismo. Dicho con otras palabras: por defecto parece que la mentalidad cruceña es más favorable al espíritu liberal-democrático, cosmopolita y abierto al mundo, si la comparamos con las pautas normativas recurrentes del modelo andino. Esta perspectiva relativa nos mostraría que las distinciones entre ambas culturas no son tan grandes como parece a primera vista. El funcionamiento efectivo de la empresa privada y del sistema universitario en Santa Cruz nos puede dar pautas para calibrar estas diferencias de manera sobria, es decir: sin compartir los prejuicios populares.

Ideas y comportamientos democrático-liberales florecen adecuadamente si existen grupos sociales más o menos importantes que los consideran como propios. Y en este contexto específico parece que las tradiciones culturales cruceñas son similares al resto del país. El partido liberal, que dirigió los destinos del país entre 1899 y 1920, no tuvo una implantación sólida en Santa Cruz. Lo mismo puede afirmarse de las concepciones liberales contemporáneas en estratos juveniles. Las corrientes críticas en el ámbito universitario son claramente precarias. Han existido, por supuesto, intelectuales de orientación crítica y pensamiento incómodo en estas tierras, como Gabriel René Moreno y Mamerto Oyola en el siglo XIX y Juan Carlos Urenda y Carlos Hugo Molina en la actualidad, pero han representado excepciones individuales que no han llegado a conformar un estamento intelectual con peso social relevante.

Históricamente, los empresarios han sido uno de los grupos más importantes para la consolidación y expansión de doctrinas liberales, como fue el caso emblemático de los empresarios privados en Europa occidental del siglo XVII al XIX. Pero en Santa Cruz, al igual que en el resto del país, los empresarios mantuvieron y mantienen una perspectiva de corto plazo, que consiste en asegurar una protección mínima a su propiedad y a sus ganancias, descuidando el campo del liberalismo político y cultural en una perspectiva mayor. Es por ello que gobiernos dictatoriales y regímenes populistas recibieron y reciben su apoyo, aunque haya sido táctico, lo que conlleva la indiferencia de este grupo hacia otras tareas liberal-democráticas, por ejemplo en el campo de la cultura. En todo el país el mecenazgo empresarial para promover las artes, la literatura y la investigación científica ha sido extremadamente reducido, con la excepción de Simón I. Patiño. La protección al medio ambiente, especialmente a los bosques tropicales, pertenece a estas preocupaciones por el largo plazo, y aquí los empresarios privados – incluyendo los cruceños – se han consagrado, con una energía digna de mejores causas, a una labor de depredación de notables dimensiones, basada en tecnologías modernas. Esta prevalencia del corto aliento dentro de este grupo social fue interrumpida una sola vez en la historia, cuando la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB), bajo la valiente dirección de Fernando Illanes de la Riva, se opuso a los gobiernos militares y a las dictaduras autoritarias entre 1978 y 1982, sabiendo que a corto plazo tal estrategia favorecería la llegada de un gobierno de izquierda, pero presuponiendo que esa actitud fomentaría a largo plazo la consolidación de la democracia en el país.

En cuanto al sistema universitario, quisiera mencionar un testimonio actual que confirma lo adelantado hace algunos años mediante el diagnóstico presentado por el conocido sociólogo español Emilio Lamo de Espinosa en 1998. Hace poco el Viceministro de Educación Superior (dependiente del Ministerio de Educación) dio a conocer algunos datos sobre la investigación científica en Bolivia, que, por supuesto, se refieren también a Santa Cruz. Las cifras nos muestran el aporte extremadamente bajo de investigadores bolivianos – tanto en el plano relativo como en el absoluto – al avance del saber, medible por criterios como patentes registradas internacionalmente, publicaciones en revistas científicas, producción de libros y artículos y proyectos de tesis universitarias que puedan ser tomadas en serio. La situación es similar en otros países andinos, en América Central y en vastas áreas de África y Asia, lo cual, evidentemente, no es un buen consuelo.

Sostengo que una de las causas últimas de esta constelación tiene que ver con la fuerza normativa de una mentalidad que ha cambiado poco en el curso de los siglos, pese a la retórica revolucionaria y anti-imperialista, mentalidad que también puede ser percibida en el sistema universitario cruceño. Está basada en valores de orientación cerrados sobre sí mismos y poco afectos a someterse a una comparación supranacional. En cambio, lo que realmente necesitamos es una perspectiva cultural atenta al contexto internacional y al desarrollo del pensamiento a nivel mundial para no reiterar lo postulado por tendencias revolucionarias, anti-imperialistas, nacionalistas, teluristas, indigenistas e indianistas, que han sido y son tan frecuentes y vigorosas – y, al mismo tiempo, tan francamente provincianas – entre los intelectuales de este país desde la era colonial. Hoy en día estas corrientes prevalecen, otra vez sin rival, en el ámbito universitario y académico. A riesgo de un error, no creo que Santa Cruz sea la excepción.

Pese a su enorme popularidad y a su éxito político, es probable que estas modas de pensamiento no pasen la prueba de los siglos, pues carecen de un factor central: les falta un espíritu de autocrítica, una mirada analítica sobre sí mismas. Y casi todas ellas prescinden de la dimensión de la ironía, que es, en el fondo, la distancia escéptica con respecto a uno mismo y la comprensión de la ambivalencia de los fenómenos humanos. Pudiendo equivocarme fácilmente, no creo que la autocrítica y la ironía pertenezcan a los elementos centrales de la mentalidad cruceña. Hoy contamos en el país con miles de textos y libros sobre asuntos sociales, políticos, culturales e históricos, pero casi todos ellos evitan cuestionamientos realmente serios de los pilares de la identidad nacional. La inmensa mayoría de la producción intelectual repite y consolida los ya mencionados mitos profundos, es decir: los lugares comunes de la mentalidad colectiva.

Contra esta opinión puede argumentarse que la universidad boliviana, tanto la pública como la privada, ha cambiado mucho en los últimos tiempos, especialmente en Santa Cruz. Muy parcialmente se percibe, en efecto, el sano intento de acercarse a las normas internacionales y a los parámetros actuales de excelencia. Muchas universidades han instaurado cursos de postgrado, y algunos pocos de ellos poseen un encomiable nivel. Después de décadas de mediocridad, unas pocas universidades estatales se esfuerzan ahora en el fomento de la investigación y hasta en la invención de aparatos técnicos. Sus aportes promisorios en los campos de la ecología, las ingenierías y las matemáticas aplicadas son indiscutibles. Pero un poderoso factor regresivo sigue tan vigente como siempre: la universidad boliviana es, en el fondo, una prolongación de la escuela secundaria. Creo que la situación en Santa Cruz es similar. Aun hoy los dos elementos que distinguen a una universidad genuina de una simple escuela superior son bienes escasos: la universalidad del saber y el fomento de la investigación científica. La inmensa mayoría de los estudiantes tiene como meta profesional la adquisición de aptitudes técnicas y no el aprendizaje de métodos científicos. En este sentido prevalecen todavía la mentalidad de la escuela convencional, la enseñanza memorística y el manejo de trucos y mañas. Como dije, esta situación va cambiando paulatinamente, pero las costumbres de vieja data y la inercia cultural parecen encarnar aun la fuerza predominante. ¿Qué haría, por ejemplo, en el ejercicio de la profesión un aspirante a abogado que sólo estudiase las leyes vigentes y pensara en la mejora de las mismas? Desde muy joven está obligado a aprender y a utilizar los códigos paralelos o informales, es decir, a seguir la tradición prerracional y, de forma automática, a dejar de lado casi toda consideración crítico-científica en torno a la praxis legal en Bolivia. Por otra parte, muchas universidades privadas, también en Santa Cruz, perpetúan esta situación bajo el manto de una modernización superficial: constituyen, en el fondo, escuelas secundarias superiores donde los alumnos pueden seguir carreras de moda con claros y rápidos réditos comerciales.

El rasgo que más ha llamado mi atención es la falta de curiosidad e imaginación entre los estudiantes. Lo mismo puedo afirmar después de impartir numerosos cursos en Santa Cruz. No debo generalizar injustamente, porque hay muchos universitarios que indagan sobre su ámbito social e investigan acerca de numerosos dilemas nacionales. Pero el ancho mundo les tiene sin cuidado, como si no viviésemos en un planeta pequeño y fuertemente intercomunicado. Al comienzo de su obra más ambiciosa, la Metafísica, Aristóteles señaló que la capacidad de asombro es esencial para el quehacer filosófico, el cual debe ir complementado con el rigor científico. La mayoría de nuestros universitarios no llega casi nunca a poner en duda sus valores de orientación y sus certidumbres ideológicas. Ellos creen que ya saben lo que puede y debe ser pensado y publicado. En mi actividad docente sólo ocasionalmente logré concitar el interés de los alumnos por culturas extranjeras, por autores poco conocidos y por puntos de vista inusitados. A veces he usado giros y ocurrencias irónicas – una estrategia contraproducente en la región andina –, pero casi nunca he logrado despertar una curiosidad fructífera entre mis oyentes. Para provocar al público asistente, he mencionado con frecuencia asuntos importantes para comprender nuestro mundo actual: el fracaso de los experimentos socialistas a nivel planetario, la Primavera Árabe, las tendencias de la investigación en el ámbito europeo, el alcance de la tecnofilia y las causas del apoyo del gobierno boliviano a los regímenes de Libia y Siria. Los estudiantes suelen escucharme cortésmente, pero jamás han preguntado algo sobre estas cuestiones (o parecidas) y nunca han iniciado una pequeña controversia en torno a estos temas. Ellos retornan inmediatamente a los problemas del día, a la coyuntura política del momento y a las teorías que les brindan seguridad doctrinaria, como las difundidas por Eduardo Galeano. Los universitarios parecen ser indiferentes al decurso del ancho mundo.

Notables baluartes del conservadurismo pueden ser detectados en las facultades de ciencias sociales, jurídicas y humanísticas. Santa Cruz no es la excepción. Independientemente de su línea doctrinaria la gente de la palabra y del pensamiento se inclina aun hoy por una retórica convencional, donde casi nunca faltan elementos nacionalistas, o mejor dicho, argumentos que imputan los males de la nación a factores foráneos. Dejando de lado algunas excepciones, el estilo literario sigue siendo redundante y retumbante, ampuloso, patriotero y también impreciso y gelatinoso. Este estilo y los correspondientes productos publicados no dejan vislumbrar destellos de un enfoque crítico. Los intelectuales progresistas, por su parte, reiteran lugares comunes de la convención nacionalista-socialista: nunca perdieron una palabra sobre el autoritarismo reinante en el medio sindical y campesino o en el ámbito administrativo-burocrático y rara vez produjeron algo que haya sido discutido allende las fronteras de la nación.

Este desinterés frente a lo ajeno y lo otro y, en el fondo, este rechazo de la modernidad cultural se manifiestan en el funcionamiento fáctico de las universidades bolivianas, aunque las declaraciones retóricas de sus autoridades vayan en otro sentido. El ámbito universitario no es, evidentemente, una abreviatura simbólica de toda la sociedad, pero el análisis del mismo nos permite sacar algunas conclusiones provisionales acerca de la mentalidad colectiva de la nación. La representación corporativa de las universidades públicas, el Comité Ejecutivo de la Universidad Boliviana (CEUB), encargó un extenso estudio llevado a cabo bajo la dirección del ya mencionado Emilio Lamo de Espinosa, que fue publicado en Bogotá (1998) por el Convenio Andrés Bello con el título La reforma de la universidad pública boliviana. Uno de los motivos principales para emprender este análisis era la notable desproporción entre la magnitud del número de estudiantes y profesores, por un lado, y la escasa participación de docentes y alumnos en labores de investigación y en publicaciones científicas internacionales, por otro. La universidad estatal cruceña no salía de la tendencia analizada por este estudio.

El escaso arraigo del liberalismo en Bolivia, incluyendo Santa Cruz, tiene que ver con el telón de fondo, que en pocas palabras puede ser descrito como la fuerte implantación de un populismo autoritario, percibido como propio y auténtico por la mayoría de la población y estimado como tal en alto grado. Los estudios propiciados por la anterior Corte Nacional Electoral y los llevados a cabo cada dos años por la agrupación Ciudadanía (de Cochabamba) por encargo del Latin American Public Opinion Project (LAPOP), que en ambos casos se basan en encuestas de alta representatividad, dan como resultado una cultura política autoritaria e intolerante, que no tiene variaciones regionales estadísticamente interesantes. En palabras claras: en Bolivia, incluyendo Santa Cruz, existe una herencia cultural conservadora, en el sentido de rutinaria, convencional y a veces frívola, provinciana y pueblerina. Esta herencia cultural se ha transformado en una mentalidad antidemocrática, antipluralista y anticosmopolita y en una visión acrítica, autocomplaciente y edulcorada de la propia realidad. El régimen político del presente es el heredero de las tradiciones más profundas del suelo boliviano, que no son, por ello, las herencias culturales más razonables.

No existe una receta simple para mejorar esta situación. La estrategia relativamente más exitosa ha sido la empleada en el área escandinava y consiste en esfuerzos educativos durante largas generaciones, complementados con el desarrollo de una ética de la responsabilidad. Esto ayudaría, por ejemplo, a mitigar el dogmatismo y a desarmar el fanatismo, con lo cual ya se habrían dado pasos importantes para superar las herencias culturales autoritarias que vienen de muy atrás. Aunque se trata de una tradición fuertemente enraizada en el país, no constituye una esencia indeleble y perenne de una presunta identidad colectiva, inmune al paso del tiempo, a las influencias foráneas y a los esfuerzos de los propios habitantes de la nación. La tradición autoritaria es un fenómeno histórico, es decir transitorio, pero que durante ciertos periodos, que pueden ser muy largos, determina la atmósfera cultural e intelectual de la sociedad. También la Bolivia profunda es pasajera. Necesitamos una visión crítica de nuestra realidad, exenta de los infantilismos tranquilizantes de nuestras herencias culturales, una visión inspirada por un impulso ético, para comprender adecuadamente nuestras carencias. Así, sin falsas ilusiones, podremos emprender la construcción de un mundo mejor.

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