Prisioneros de la irracionalidad
“No se reconoce, en la política positivista, una instancia superior, basada en la ética o en los principios: los hechos lo dominan todo, y por eso, esa paz en la que tanto se confió, acabó un día volando por los aires” José Luis Comellas
Desde las últimas décadas del siglo XIX, las relaciones internacionales se basan en el principio positivista del reconocimiento de los hechos, a diferencia de la equivalencia de poderes, de tiempos anteriores; es decir, se vale lo que se puede. Es así, como en una época de orgullo y seguridad hacia la técnica, hacia lo práctico y racional, surge uno de los conceptos y una de las maneras de hacer política más contradictorias e irracionales: “la paz armada”.
Los defensores de la paz armada creían que las armas modernas eran tan mortíferas, que una guerra sería un acto suicida, una locura, y los estadistas positivistas se jactaban de ser los más sensatos de toda la historia. Por eso las armas, constituían la mejor garantía para la paz. Eventualmente se pretendía que aquella “paz armada” se convirtiera en “paz desarmada”, pero aquello no sucedió, el germen ya estaba incubado.
Poco sirvieron los pomposos congresos internacionales por la paz, los entusiastas brindis y discursos que profetizaban el fin de las guerras y una paz estable y perenne. De nada sirvió la creación del Tribunal Internacional de La Haya en 1907 por parte de las potencias, que decidieron reunirse nuevamente en 1915, lo cual resultó imposible, ya que para entonces el mundo estaba viviendo uno de los conflictos más sangrientos e incoherentes de la historia.
En vísperas del siglo XX, la civilización occidental se mostraba optimista, segura, creyó encontrar la manera de acabar con el sufrimiento en el planeta, gracias a sus avances en la medicina, física, química, biología. Era asombrosa la cantidad de personas que salía de la pobreza material, las epidemias y pestes habían quedado en el pasado: la diosa razón era la nueva dadora de esperanza. Sin embargo, estaba vacía de contenido, alejada del ser humano, y terminó apagándose dramáticamente, trayendo angustia, confusión e irracionalidad en muchos campos de acción: el arte, la literatura, la filosofía, y ni que decir, la política.
El siglo XX se mostraba ante el mundo como el símbolo del idilio, pero fue todo lo contrario; el progreso material no estuvo acompañado de enriquecimiento espiritual, tuvimos las guerras más mortíferas y de mayor alcance geográfico gracias a los avances en la técnica para matar y destruir. Alcanzaron su plenitud nefastas teorías políticas y filosóficas, puestas en práctica con los falsos “ismos” de la barbarie fascista, comunista y nacionalista, que aun soporta la humanidad, aunque de forma más matizada.
El hombre occidental, escudado en el convincente argumento de la razón, había culminado un proceso, que algunos afirman, empieza con Nicolás Maquiavelo. Y podríamos decir, que todavía sigue, no piensa detenerse. Después de la vergüenza que significó la primera y segunda guerra mundial, ha habido más de 200 guerras no declaradas con un saldo mayor a 40 millones de muertos, cifra que aumenta día a día vertiginosamente. Nuestros “racionales” Estados siguen derrochando dinero en armamento, en ejército, pero no en alfabetizar, en saciar el hambre, en investigar, investigación para el bien, no para seguir humillando y deshumanizando a la persona.
Los organismos internacionales siguen siendo los legalizadores de sistemáticos abusos contra la dignidad humana, actuando mal y tarde sobre asuntos que requieren celeridad. La “paz armada” sigue siendo un concepto clave para el actuar de los Estados; es la misma herramienta que desde hace décadas se usa para someter a la humanidad entera en la angustia y el temor de un posible conflicto nuclear, y quisiera no recordar que nuestros estadistas son bien parecidos a los del siglo pasado, porque eso significa el augurio de lo indeseado.
Estamos pagando el precio de habernos despojado de toda moralidad y de haber caído en el relativismo. Evidentemente, eso parecía ser lo más racional y práctico; pero no, nos terminó condenando a vivir prisioneros de la irracionalidad, de la incertidumbre y de innumerables oxímoros como el de la “paz armada”.