Cocaína eruptiva, endémica y contaminante
¿Será posible despertar a una sociedad ahora a merced del temor o la contaminación provocada por una minoría efectiva y empoderada, que impone sus reglas en territorios vacíos de Estado y cuyo Gobierno ya no puede disimular su autoinducida impotencia?
Aunque abundan comentarios sobre los luctuosos hechos de Apolo, sobre el caso Cutipa y la resistencia a la publicación del estudio sobre el consumo legal de la hoja de coca, es importante sumar voces a fin de cerrarle el paso a la tolerancia que acompaña la publicitada denuncia de casos asociados a delitos de narcotráfico.
Desde hace años, han sido varias, pero fugaces las reacciones de indignación ante la diseminación endémica de fábricas de cocaína y de hechos como el de Sanabria, del narco amauta y otros personajes afines al Gobierno. Lamentablemente, a ellas sólo siguió la tibia y diplomática reacción de representantes internacionales comprometidos en esta lucha y la preocupante indiferencia de una sociedad que no quiere ver la magnitud de un problema, eclipsado por la bonanza.
En el pasado, el combate contra las drogas fue desigual y fallido. Hoy, las cifras que inflan el discurso exitista y autocomplaciente del Gobierno tampoco convencen. Es una suerte de guerra sin fin, ya que la producción de droga es un Iceberg que crece, que goza de muy buena salud en rendimiento por hectárea cultivada y en tecnología.
Si bien es cierto que el fenómeno del narcotráfico obliga a pensar en nuevas estrategias de lucha, al extremo de estudiarse el impacto de su posible legalización, queda claro que soluciones extremas de este alcance deberán ser globales, concertadas y de larga gestación. Mientras tanto, gana terreno la percepción de que el gobierno del MAS rutiniza sin convicción esta lucha, dejando mal parado al país ante la región y el mundo.
Es una paradoja, si la defensa de la “sagrada y bien utilizada hoja para la explotación colonial de los indígenas” constituyó la plataforma para la victoria política de Evo Morales, hoy la expansión de su cultivo y su destino ilegal comienza a inocular el virus de la declinación y descomposición de la base social que prohijó su liderazgo. Me refiero a los cocaleros del Chapare empoderados, coludidos con la gestión de Gobierno y atrapados en una red de complicidades que los convierten en jueces y parte. Por ello, considero inaceptable que cocaleros y campesinos pidan archivar el estudio de la coca financiado por la Unión Europea y propongan realizar el suyo propio. Es insostenible la política de autorregulación y vigilancia de los cultivos por parte de los mismos cocaleros. La ciudadanía no cocalera debiera ser más firme en la vigilancia de un negocio que comienza a propagarse en muchas zonas rojas urbanas y rurales.
En la medida que la otrora aristocracia de reyes y peces gordos del narco disminuye y las redes comunitarias, populares y barriales de productores de cocaína proliferaran, llega la hora de la verdad para los productores de coca ilegal y para el Gobierno. Si antes compartía la idea de que la lucha contra las drogas no debería atacar a los campesinos productores de la materia prima por ser el eslabón más débil de la cadena, hoy la nueva realidad dispersa de su producción obliga a considerarlos como el eslabón más sensible y eficaz para estrangular el circuito de producción ilegal. Su victimización ya no conmueve. ¿Será capaz el Gobierno de quitarse la máscara y ser menos complaciente con la dinámica “neoliberal” de productores excedentarios que no simpatizan con la presencia y acción del estado? ¿Será posible despertar a una sociedad ahora a merced del temor o la contaminación provocada por una minoría efectiva y empoderada,
que impone sus reglas en territorios vacíos de Estado y cuyo Gobierno ya no puede disimular su autoinducida impotencia? Es hora de sincerarnos con una realidad dolorosa, difícil de aceptar y extirpar.
La autora es psicóloga, cientista política, exparlamentaria.