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NarcoEstado mexicano desolló a estudiante el día en que desaparecieron los 43 normalistas

BARBARIE EN EL SIGLO XXI | La historia oculta de Julio César Mondragón Fonte…

Julio-Cesar-Mondragon

Marissa viajó a Iguala para reconocer y recoger el cuerpo destrozado, herido y mancillado de su esposo, el joven estudiante que murió en su deseo de ser maestro. El forense y otros burócratas explicaron: “fue desollado vivo”. La aseveración se corrobora, entre otras cosas, por la forma en que sus restos mantienen los dientes y mandíbula apretados. El dolor debió ser inimaginable. | Fotomontaje Sol de Pando

El periodista mexicano Horacio Ricardo Silva escribió que jamás había visto nada igual: la imagen de un joven asesinado a sus 22 años, vestido aún, la mano izquierda apoyada sobre el vientre, y el rostro: una calavera ensangrentada. Lo habían desollado. Le faltan la nariz, los ojos, los labios, las mejillas, las orejas y el cuero cabelludo hasta la mitad de la frente. La palabra espanto no refleja nada, no puede reflejar nada. Se llamaba Julio César Mondragón Fontes, tenía 22 años y quería ser maestro normalista…

© Wilson García Mérida | Redacción Sol de Pando

La joven profesora Marissa Mendoza Cacahuatzin se enteró del asesinato de su esposo Julio César Mondragón Fontes, dos años menor que ella, a través de las redes sociales: lo reconoció por su playera roja y su bufanda. Cuando acudió al Servicio Médico Forense de Chilpancingo un doctor le dijo: “Tiene que ser fuerte para lo que va a ver, a su esposo lo desollaron vivo”, y sin más se lo mostraron así, sin cara, sin ojos, el cuerpo moreteado, junto a los cadáveres de dos de sus compañeros normalistas, ellos asesinados con balas.

Según una entrevista publicada el pasado 4 de noviembre por la Revista Proceso, Marissa recibió dos cheques en su casa: uno por cinco mil, el otro por 10 mil, “cortesía” del gobierno del Estado de Guerrero. Para la viuda de 24 años, ahora madre sola de una bebé de dos meses, la revictimización no ha terminado. La entrevista se realiza a oscuras, dentro de una camioneta estacionada en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México. Del exterior se colaban los gritos de los miles de manifestantes que exigían la aparición con vida de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, desaparecidos el 26 de septiembre en la ciudad de Iguala. “Me da miedo esta situación, temo por mi seguridad. Mi hija se quedó sin padre. No quiero que se quede sin madre. Está muy chiquita. Me necesita a mí como yo a ella. Solamente quiero proteger a mi hija. No sé cómo esas personas (del gobierno) dieron con mis datos y no sé qué otra persona los tenga”, dice, y se nota asustada.

Sola, con su niña Melissa Sayuri, Marissa cubre dos turnos en primarias del Distrito Federal, nueve horas de trabajo frente a un salón de clases, porque —dice en una entrevista con Blanche Petrich Moreno, periodista de La Jornada— “ahora me toca resolver sola el futuro de mi hija”. Por lo pronto —las lágrimas corren por su cara— “le estoy haciendo un baúl de recuerdos de Julio, con los regalitos que nos dimos, con nuestras fotos, que son bastantes, con las cositas que he escrito para él, para que cuando crezca la niña pueda saber quién fue su papá, un hombre extraordinario, valiente, que lo que más deseaba era tener una familia y que la amaba muchísimo”.

Según Petrich, Julio César Mondragón Fontes, estudiante de la Normal Rural de Ayotzinapa, logró disfrutar plenamente de su paternidad apenas durante 15 días. A fines de agosto, principios de septiembre, consiguió que en el internado guerrerense le dieran permiso de ir a Tlaxcala para poder visitar a su hija recién nacida. “Pasamos los 15 días más felices de nuestra vida”, dice su compañera Marisa.

Cuando nació la niña, el 30 de julio, Marisa ya se había graduado. Ese mismo día a Julio le notificaron que era aceptado en Ayotzinapa y que tenía que presentarse de inmediato. Apenas unos minutos para besar a su mujer y a su hija y partir hacia Guerrero.

La noche de la barbarie en Iguala, 26 de septiembre, Julio le llamó a Marisa desde un celular prestado, pues había perdido el suyo. Eran las 21.42 pm. Le dijo que los estaban baleando. “Por eso sabemos que no cayó en el primer ataque sino en el segundo”, afirma uno de sus tíos.

En casa de los Mondragón, en Tenancingo, las horas siguientes fueron frenéticas. Cualquier versión que diera por vivo a Julio César era atesorada por la familia; cualquier posibilidad de certeza era puesta en duda. Hasta que el hermano pequeño de Julio llamó aparte al tío mayor. “Mire tío”, le enseñó la pantalla de su teléfono. Era la horrible fotografía del muchacho desollado. “Espérate, no es seguro que sea él”.

El joven lloraba a lágrima viva: “No tío, es su bufanda, es su playera. Y mírele las manos”. Julio tenía dos pequeñas cicatrices de quemaduras en una mano. Entonces el tío le volvió a marcar a la esposa de Julio. “Marissa ¿cómo le decían a Julio en la escuela?”. La respuesta le mató las esperanzas: El Chilango. Así decían las redes sociales que se llamaba la víctima, por ser proveniente del Distrito Federal.

Los sueños destruidos de un estudiante Normalista

Julio-Cesar-y-familiaSayuri Herrera Román, colaboradora del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria, recordó que Julio César Mondragón Fontes —un estudiante de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, a la que ingresó apenas un mes antes de su asesinato— perdió la vida en la masacre de Iguala. “Nunca fue entregado a grupo delictivo alguno, como supuestamente ocurrió con sus 43 compañeros desaparecidos hasta hoy. Fue detenido, torturado y ejecutado allí mismo por la mismísima Policía Municipal. El cuerpo no fue ocultado, sino expuesto, abandonado en una calle de Iguala. Arrancado el rostro, extraídos los ojos. Pronto esta imagen comenzó a circular en las redes sociales, alguien, no sabemos quién, le tomó una fotografía que pronto se hizo pública”, escribió Herrera Román. El mensaje del narco-poder fue, así, claramente enviado a una sociedad gobernada por el absolutismo de la corrupción.

Según Herrera, Marissa y el tío Guillermo Fontes viajaron a Iguala a reconocer y recoger el cuerpo destrozado, herido, mancillado, del joven estudiante de 22 años que murió en su deseo de ser maestro. El médico forense y otros burócratas explicaron: “fue desollado vivo”. La aseveración se corrobora, entre otras cosas, por la forma en que sus restos mantienen los dientes y mandíbula apretados. El dolor debió ser inimaginable. Fue pronto y discreto el regreso de Iguala. Ya en casa, la familia organizó el entierro y novenario para Julio; el levantamiento de la cruz se realizó el 9 de octubre. Los amigos y familiares que le conocen bien aseguran que Julio era valiente, entregado, decidido, no dudan que cuerpo a cuerpo hubiese salido avante en una lucha, “¡pero así, armados y en bola, lo despedazaron!”.

Julio César Mondragón Fontes cursaba el primer año de su carrera para docente. Era un joven con muchas ganas de estudiar; pero por la falta de recursos económicos de su familia se puso en búsqueda de escuelas donde no tuviera que gastar mucho y se enteró que en Guerrero había una Normal con modalidad de internado en donde no tendría que pagar renta, ni alimentos, y solo gastaría en algunos materiales educativos. No lo dudó y emprendió su camino, salió de la Ciudad de México preguntando dónde se encontraba la tierra del Ilustre Vicente Guerrero, Tixtla, municipio donde se encuentra Ayotzinapa. Tras aprobar su examen de admisión, el 18 de agosto se presentó a la institución en donde pronto hizo amistad con todos sus compañeros que son de distintas partes de México, pues Ayotzinapa, además de albergar a estudiantes de Guerrero, brinda oportunidad a jóvenes de estados colindantes.

El joven Mondragón, según informa el periodista Horacio Ricardo Silva, había nacido en Los Ángeles, EEUU, en 1992; “le gustaban las películas de artes marciales, Bruce Lee y Jean Claude Van Damme, y era admirador del futbolista argentino Diego Armando Maradona y del Che Guevara”. No obstante esto último, era profundamente católico: en su último posteo en Facebook, efectuado el 20 de septiembre —una semana antes de ser salvajemente asesinado—, cambió su foto de perfil por una imagen con la leyenda “Jesús me cambió! ¿Dejarías que Él haga lo mismo por ti?”.

Hacia 2013 vivía con su madre, Afrodita Mondragón, en San Miguel Tecomatlán, un pequeño pueblo en el Estado de México, a 110 kilómetros de la capital del país. Allí, en un baile, conoció a Marissa Mendoza Cacahuatzin, quien sería su esposa y madre de su pequeña hija, Sayuri Melissa.

Marissa, según Silva, recuerda así a Julio César: “Era muy cariñoso, detallista, era muy atento conmigo. (…) Cuando estaba embarazada, le daba muchos besitos a mi vientre, me abrazaba. Deseábamos tanto que ya naciera, para que estuviéramos con ella…”.

Horacio Silva escribió que “jamás había visto nada igual: la imagen de un joven asesinado, vestido aún, la mano izquierda apoyada sobre el vientre, y el rostro: una calavera ensangrentada. Lo habían desollado. Le faltan la nariz, los ojos, los labios, las mejillas, las orejas y el cuero cabelludo hasta la mitad de la frente. La palabra espanto no refleja nada, no puede reflejar nada. Se llamaba Julio César Mondragón Fontes, tenía 22 años y quería ser maestro normalista…”.

Antes que el olvido lo mate de verdad

© Blanche Petrich | La JornadaJulio-Cesar-y-Marissa

En medio de la catástrofe humanitaria que significan 43 estudiantes víctimas de desaparición forzada, el caso de los seis asesinados, tres de ellos normalistas, tiende a diluirse en medio de la conmoción. En particular uno de ellos, el muchacho de 22 años que murió bárbaramente torturado. Su joven viuda lamenta: “Sí, Julio César está un poco olvidado, no solo por el gobierno sino en general, por la gente”. Intenta explicar esta dolorosa invisibilización “por la manera en la que lo mataron. A la gente le aterra esa imagen. Cualquiera se aterroriza con sólo pensar que exista alguien capaz de hacer eso”.

Marissa, a sus 24 años, con su formación de maestra rural –egresada de la Normal Rural de Panotla, Tlaxcala— no rehúye esa palabra que invoca un tormento medieval, bárbaro.

Ya fue capaz de reclamárselo en su cara al presidente Enrique Peña Nieto en Los Pinos, en aquella crispada reunión del 29 de octubre. “Le dije que le corresponde exigir justicia para todos, incluido mi esposo. Y le exigí que no se desentendiera de Julio César, porque a él lo desollaron vivo y esa es una tortura extrema. Y un crimen contra la humanidad, ante el cual el Estado tiene una responsabilidad muy clara”.

La joven pedagoga está decidida a que Julio no caiga en el olvido, a reivindicar su memoria y a participar en la medida de sus fuerzas en el movimiento social que empieza a articularse y tomar fuerza a partir de Ayotzinapa. “Es que en las normales rurales también nos enseñan a ser parte de las luchas sociales”.

SIN AUTOPSIA

Marisa Mendoza y el tío llegaron al Servicio Médico Forense de Chilpancingo el día 28. Aguantaron estoicamente el impacto de reconocer un cuerpo tan bárbaramente torturado. Rindieron su declaración ante burócratas deshumanizados. El funcionario insistía en no agregar la observación de los familiares sobre las huellas de tortura. Mientras, otros empleados de la procuraduría estatal platicaban muy a la ligera sobre indemnizaciones. “Llegaron a insinuar que podíamos pedir hasta tres o cuatro millones de pesos. No hicimos ningún caso. Solo queríamos llevarnos el cuerpo de mi sobrino”.

El acta de defunción número 140301751 que les entregó la oficialía de partes del Registro Civil de Chilpancingo, fechada el 29 de septiembre, solo cita como causa de la muerte “edema cerebral, múltiples fracturas en cráneo, lesiones producidas por agente contundente”.

En el Semefo les negaron la entrega, obligatoria, de la necropsia. “Nos dijeron que teníamos que ir por ella a Iguala, que no la podían mandar”. Iguala hervía en esos momentos. No podían arriesgarse. Obtener ese documento crucial es un asunto pendiente para la familia. Para ello cuentan con la asesoría jurídica del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan y el Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vittoria.

“Queremos aclarar” –dice Raúl Mondragón– “que no aceptamos una indemnización. Pero eso no quiere decir que renunciemos a nuestro derecho a una reparación del daño conforme a los estándares internacionales”.

Ironía de la Historia entre Tlatelolco e Iguala

A mediados de septiembre, sus compañeros de la Normal se organizaron para asistir a la conmemoración de la Masacre de Tlatelolco, acaecida en el Distrito Federal el 2 de octubre de 1968; a los ochenta estudiantes de la comitiva jamás se les ocurrió pensar que ellos mismos terminarían protagonizando uno de los episodios más crueles de la historia reciente mexicana.

Los estudiantes, reseñó Silva, todos jóvenes sin recursos, necesitaban salir a “botear” (pedir colaboración económica) para costear el viaje a Ciudad de México. Con ese objeto consiguieron un camión y un ómnibus y partieron de la escuela, tomando por la Carretera 95, en dirección norte.

Sin embargo, ya en Iguala, el alcalde José Luis Abarca ordenó a la Policía Municipal detenerlos, pidiendo apoyo a la policía de Cocula (un municipio cercano), al suponer —en un mortal error de información de “Inteligencia”— que los normalistas se dirigían a boicotear el acto de informe de gobierno de su esposa, María de los Ángeles Pineda, quien aspiraba al puesto de Alcaldesa para reemplazar a su marido en ese cargo.

En el hecho murieron seis personas ante los disparos de los policías municipales, entre ellas tres normalistas (Julio César Mondragón murió con el rostro desollado tras ser detenido con vida), 25 resultaron heridos y 43 desaparecieron.

Según el fiscal que instruye la causa, Iñaky Blanco Carrera, la caravana estudiantil que se dirigía al municipio de Iguala fue detectada por las fuerzas locales de seguridad, tras lo cual el director de la Policía Municipal, Francisco Valladares, ordenó a sus hombres y a sicarios pertenecientes a la organización criminal “Guerreros Unidos” —dirigida por Salomón Pineda, conocido como El Molón y cuñado del alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez— que la siguieran.

Sicarios y policías obedecieron la orden, hasta rebasar la caravana y cerrarle el paso en una calle céntrica. Un tanto amedrentado por la encerrona, un estudiante se bajó del camión para pedir paso libre a los agresores; eran las 20:pm del viernes 26 de septiembre. No alcanzó el estudiante a dar cinco pasos cuando una descarga de arma de fuego le voló la cabeza, a lo que siguió una balacera dirigida contra los vehículos de la caravana.

Algunos jóvenes, aterrorizados, se bajaron para buscar refugio; entre ellos, el Chilango Mondragón. Sus compañeros vieron cómo caía al piso y cómo lo subieron a una patrulla municipal, y en su ingenuidad pensaron que lo “levantaron” para llevarlo a algún hospital.

Mientras, la cacería proseguía. Decenas de jóvenes fueron secuestrados. En ese momento, El Chuky —siniestro apodo de un jefe de los Guerreros Unidos ordenó el traslado de los secuestrados a la zona de Pueblo Viejo, un lugar en las montañas que rodean Iguala, donde la organización tiene un cementerio ilegal para sepultar los cadáveres de sus víctimas.

En esa noche de infierno, que se prolongó hasta la madrugada del sábado 27, El Chuky ordenó la ejecución en masa de los secuestrados.

Ayotzinapa

Se masifican las movilizaciones en México exigiendo el esclarecimiento y sentencias penales para los responasables de la insólita masacre de estudiantes de la normal de Ayotzinapa, en el municipio de Iguala, Estado de Guerrero. | Foto Archivo

El rostro de la barbarie en el siglo XXI

El sábado 27 por la mañana, en la zona industrial de Iguala, apareció el cadáver —cruelmente desollado (le quitaron la piel del rostro)— de Julio César Mondragón. Marissa escuchó en los noticieros el nombre de su esposo y más tarde vio subida a Facebook la espantosa imagen del cuerpo, al que reconoció por la ropa. El domingo viajó a Ayotzinapa; los compañeros le sugirieron que fuera a reconocer el cuerpo, depositado en la capital del Estado, Chilpancingo. sin vida y desollado (le quitaron la piel del rostro).

Desesperada, aún tenía fe en que el cuerpo torturado no fuera el de su marido. Antes de pasar, los forenses le preguntaron, una y otra vez: “¿Está segura de que quiere pasar? Tiene que ser muy fuerte para verlo”.

También esa mañana aparecieron y fueron reconocidos los cadáveres de Julio César Ramírez Nava, oriundo de Tixtla, y de Daniel Solís Gallardo, de Zihuatanejo.

El escándalo mediático que siguió a la masacre fue enorme. La ONU y la OEA urgieron al Gobierno de Peña Nieto a “desplegar acciones” para encontrar a los estudiantes desaparecidos. En medio de un completo caos, decenas de familiares de desaparecidos pugnaban por dar los nombres de sus seres queridos a la prensa.

Ante la escalada de indignación, fueron detenidos 22 policías municipales y varios miembros de Guerreros Unidos, dos de los cuales hablaron: Martín Maceda y Marcos Antonio Ríos. Ambos dijeron que al menos 30 de los 142 policías municipales pertenecen también a Guerreros Unidos y señalaron la ubicación de Pueblo Viejo, donde se realizaron las ejecuciones en masa.

Allí se encontraron seis fosas comunes. En tres de ellas se identificaron veinte de los cadáveres enterrados, con señales de haber sido incinerados, como pertenecientes a normalistas desaparecidos.

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