El «impeachment» de dos tachuelas
A mis 73 años, me estoy quedando “chicato”, pensé. Ni lentes ni lupa dieron para leer acepciones de la palabra “impeachment” en mi viejo The Compact Edition of the Oxford English Dictionary (dos volúmenes, lupa incluida). Propició mi preocupación que dos Presidentes poderosos, de EE.UU y Brasil, estén al borde de la censura legislativa y judicial (la censura social ya la tienen) y sean defenestrados. Uno apenas posesionado (Trump), y el otro antes de completar el saldo de su período (Temer). El gringo se comporta como un buey en tienda de cristalería; el brasileño quizá lo único lindo que tiene es su esposa.
Fuera “impeachment”, impugnación o censura, es fantasma que ronda sus presidencias. Los dos países gigantes –uno mundial y el otro regional- ya las han sufrido, ambas a raíz de escándalos. En el uno, Nixon renunció con Watergate, y el reportaje de Woodward y Bernstein debería ser lectura obligada en carreras de periodismo; en el dos, Rousseff pisó una mina presupuestaria que también vincula al que fuera su Vicepresidente, Michel Temer.
“Espero que pueda hallar la forma de abandonar eso”, grabó el FBI a Trump. “Tiene que mantener eso, ¿sabe?”, es frase grabada de Temer. Ambas se parecen, si bien la primera insta a “abandonar eso” y la segunda sugiere “mantener eso”. Las dos tienen tufillo de órdenes corruptas. La una dirigida a un “cajero”, pinche de Temer. En la otra, Trump instruía entre líneas al capo del FBI a tirar a la basura indagaciones a uno que le pringaba; ¿obstruía a la justicia?
Las sindicaciones de Lava Jato en Brasil ponen a prueba a su Poder Judicial y a los fiscales que deben perseguir maleantes. A su vez, el FBI es agencia estatal autónoma, en un país que separa claramente el Estado (perenne) y el gobierno de turno (transitorio). Todo quedará en manos (¿o lenguas?) de jurisconsultos, que hurgarán vericuetos novedosos de vocablos para llevar agua a sus molinos.
Lo he dicho, todo quedará en nada. Será cuestión de extraer las tachuelas y aplicar un poco de alcohol. Los escándalos comprometen a su clase política, a sus empresarios, y a sus gestores o “lobyistas” que a veces resbalan a ser correos de las coimas. Quizá primará el espíritu de cuerpo que preserve un estado de cosas favorable a sus intereses de patota.
¿Hay reverberos del terremoto impugnador en nuestra sociedad? Claro que sí. ¿Acaso el cambio social en Bolivia, país tan dependiente que es, no viene muchas veces de afuera? Miren las “evadas” de Evo. La mayoría las celebra, no dándose cuenta de que su ingenua, o vivilla, escasa letra exhibe ciertos rasgos mestizos que habría que superar. Entre otros, el “roba, pero hace”, y “el que monta, manda”.
Recuerdo el primero. Ensombreció la gestión de un alcalde que se atrevió a cambiar la ciudad abriendo una avenida transversal (una pena que no incluyó paisaje de árboles). El “roba, pero hace” es precepto no de la Ley de Dios, sino de la corrupción: prioriza áreas rendidoras ante los votantes. Las canchitas de fútbol de Evo son un caso penoso. Toda obra, como construir carreteras en la bendecida, inmensa, rica, invertebrada y mal gobernada Bolivia se ha vuelto medio de engendrar nuevos ricos, o llenar arcas partidarias.
“El que mon, man”, es abreviación ocurrente debida a Adolfo Mier. Trae recuerdos del pasado, uno de cuyos rasgos es el caudillismo. Sean caudillos bárbaros o letrados (Alcides Arguedas dixit), en ellos confluyen ríos indígenas e hispanos de mucho antes de la fundación del país en 1825. Su moderna versión es un caudillo prorroguista que “le mete nomás”, y que los abogados barran la basura. No me refiero a las veleidades sexuales. Hablo de la ligereza con que se dictan constituciones (a costa de palos o gases) y modifican leyes (a costa de telefonazos o talegazos). El caudillismo es un cáncer nocivo con variantes dictatoriales o democráticas. Prolifera en pueblos poco educados y organismos sociales sin transparencia.
La escritora y periodista Hana Fischer va más allá. Dice que en todas partes “políticos y burócratas” suelen “despilfarrar la plata extraída a los contribuyentes”, pero en América Latina, “el derroche alcanza cotas superlativas”. Tal vez la solución esté en castigar a criminales de cuello blanco y alma negra, mediante leyes administrativas que se apliquen con igualdad para todos. Los incentivos perversos fomentan clientelismo, amiguismo, nepotismo, designación de personas incapaces pero adulonas, etc. Los estímulos buenos deben incentivar conductas positivas y no perpetuar aquello de que sean los pinches los que reciben castigo, así la víbora pique al descalzo. Acoto que la educación es un incentivo positivo y la mejor amiga del progreso nacional.
Mirando a EE. UU., queda la envidia ajena de la madurez que discierne entre organismos del Estado y gubernamentales: la separación entre políticas de Estado (perennes) y medidas de Gobierno (transitorias). En Brasil se admira la fortaleza de su sistema judicial, detonante de las bombas del escándalo Petrolão y el Operativo Lava Jato; ojalá limpien su corrupta estructura social. En Bolivia, maldita sea la suerte de borregos ignorantes y vivillos interesados, no tenemos ni lo uno ni lo otro. Solo el ejemplo de afuera.