Diego Ayo
PRÓLOGO
La historia de América Latina ofrece una variada gama de ejemplos de presidentes que asumieron sus cargos prometiendo una lucha frontal contra la corrupción y terminaron por engendrar sistemas no menos corruptos: Alberto Fujimori o Fernando Collor, en el siglo pasado, y Lula, el Comandante Chávez o Evo Morales, en este nuevo milenio, ilustran esta certeza. ¿Cómo es que sucede lo mismo en diferentes realidades a pesar de un inicio plagado de buenas intenciones? Parece no haber duda alguna: los sistemas políticos que concentran las decisiones en el Poder Ejecutivo, debilitan la independencia del Poder Judicial, inhiben la participación social en la marcha de la gestión pública y, sobre todo, personalizan el poder en la figura del presidente, tienen mayor probabilidad de consolidar “modelos” corruptos. ¿Qué significa esto? Conviene responder esta interrogante, estableciendo una primera certeza: la corrupción no es un asunto de buena o mala voluntad, es un asunto de diseño y aplicación de instituciones que favorecen o desfavorecen la fiscalización en el Poder Legislativo, la supervisión en la gestión pública, la sobriedad judicial y/o el control social. Nuestra democracia desfavorece estas cuatro capacidades institucionales: los sonoros aplausos a cuanto ministro es interpelado, la inexistencia de mecanismos de medición de los resultados de la gestión, el estado de absoluta decadencia judicial que caracteriza al “proceso de cambio” o la cooptación social sufrida a lo largo de los últimos doce años, ponen en evidencia la orfandad institucional existente propicia para el enseñoramiento de la corrupción.
Precisamente debido a este estado de fragilidad institucional, es pertinente señalar la segunda certeza: la corrupción no es un asunto de cantidad, es un asunto del tipo de modelo institucional de corrupción que se logra establecer.
El eterno e inmisericorde debate sobre si el periodo neoliberal fue más o menos corrupto que éste, no es el dilema a zanjar. No es un problema de cifras y, por ende, no es un asunto de deportividad: ¿quién ha sido el campeón en la corrupción? En verdad, lo relevante el tipo de modelo de corrupción que se instaura. Nuestra intención es esa: visualizar el modelo de corrupción vigente. Ello no nos lleva a desconocer la corrupción que permeó el periodo 1985-2005. Por ejemplo en 2002, el índice de Transparencia Internacional situaba a Nicaragua, Venezuela, Paraguay y/o Bolivia entre los 20 países más corruptos del mundo. Asimismo, el Latinobarómetro reflejaba el sentir de la población del continente que en un 71% consideraba que los funcionarios públicos “son corruptos”. En suma, nuestro interés no es develar el tipo de modelación de la corrupción de esa época sino reconocer que sí tuvo lugar, no con el objetivo de menguar el desborde de este nuevo modelo liderado por Evo Morales, sino de reiterar la tesis propuesta: la corrupción no se mide con ejercicios aritméticos sino obteniendo la radiografía del esqueleto mismo de la corrupción. Es lo que buscamos hacer en este trabajo.
Finalmente, cabe remarcar una tercera certeza como colofón a lo argumentado: la corrupción en modelos relativamente estables de funcionamiento no es la excepción, es la regla. La corrupción no es una brisa de aíre frío sobre un cuerpo inmaculado. No, es la entraña misma del cuerpo, que respira, se mueve y piensa no al margen de la corrupción sino precisamente por ella y para ella. Vive a sus expensas y para su gratificación. Si hoy hay un nuevo Leviatán, sin dudas que éste lleva por nombre Corrupción así con mayúsculas y sin apellido.
Son estas certezas que han motivado a presentar este trabajo: el Cártel de Evo, cuya intención más que abundar en cifras (tarea a resolverse en un siguiente fascículo), se decanta por visibilizar la existencia del modelo de corrupción del periodo político actual, comprender sus engranajes y advertir sobre sus peligrosos efectos sobre la misma democracia, amenazada por los tentáculos de un monstruo que para nuestro pesar, se pretende perpetuar.