PELEA DE PERROS
Un amigo muy recordado me llevó, en México, a ver una pelea de perros. Por supuesto que el palenque – que era un foso hondo – estaba en los arrabales de la ciudad y que el combate a muerte era clandestino. Clandestino, al estilo nuestro, cuando las autoridades saben perfectamente lo que sucede y cobran por su silencio. Después de que se degollaron y destriparon unos canes furiosos, en medio del griterío eufórico y aguardientoso de los apostadores salpicados de sangre y pellejos, salí al aire indispuesto, asqueado, y juré no volver a ver esas carnicerías. Lo cumplí, porque, además, en Bolivia no existen estas lides de canes, y no pasamos de las riñas de gallos, que tampoco son pasatiempos para monjitas.
Pero si en Bolivia no hay peleas de perros que se destripan por apuestas, las peleas callejeras de canes se han puesto a la orden del día, y no hay jornada que amanezca sin noticias de los mordiscos en los hocicos, orejas, testículos, colas o garrones, cuyos aullidos lastimeros se registran en la prensa cotidiana. Hay dos bandas perrunas en pugna y no es por disputarse una perrita en celo – que buena razón sería – sino por el mando de todo el perraje. A ratos se juntan, mueven la cola, hasta se huelen el trasero, pero ¡zas! se produce una dentellada a traición y se arma el revoltijo.
El jefe de la manada está en el Chapare, vive allí. Le dicen que ya está viejo y cansado, que le obedecieron durante 14 años, y que en todo ese tiempo abusó del resto, que viajaba y comía demasiado, que no dejaba ninguna cachorrita inmaculada para que alguno de los otros pudiera desfogarse, que mordía ponzoñosamente a quien se le acercaba demasiado. Pero, lo peor, que, siendo jefe de todos, el perro alfa, huyó despavorido el día que se incendió el bosque y que dejó “el llano en llamas”, sin regresar durante un año, cuando ya había posesionado otro jefe de manada en la hondonada de La Paz. Eso no le perdonaron los otros perros grandes, ni siquiera los cachorros. Ahora todos le ladran, le enseñan los colmillos, se hacen pis junto a sus patas, sin respetarlo.
Y el perro viejo aúlla a la luna en las noches de calor del trópico, gime nostálgico, se entristece, pero no pierde el rencor y también muerde a los canes traidores que encuentra. Y su manada fiel, aunque reducida, sale de caza, porque no quiere que al jefe alfa lo desprecien. Ya no soportan su depresión, debido a que, según dicen, nada existe peor que ver a un perro viejo deprimido. Le acarician la cabeza, le hablan a la oreja, lo animan, le dan su lagua a la hora exacta, y de repente, se incorpora, ladra, levanta una pata trasera y mea junto a un arbusto de coca. Escarba la tierra con ira. Se envalentona y llama a una reunión de todo el perraje nacional: limpios y cuchuquis, vacunados o con rabia, fieles o felones, quiltros con sarna o alguno de raza (eso no importa porque yo tengo un perrito cunumi y peludo que se llama Simón y que jamás sería miembro de esa jauría salvaje). Luego de que ladran casi todos, machos y hembras al unísono, no reconocen al perro chapareño como jefe de manada, no hay forma, muchos no toleran al líder alfa porque temen que vuelva a mandar como antes. Piensan que es mejor que esté lejos.
Así está la perrería en estos días de septiembre, gruñendo. No se soportan unos con otros, pero sobre todo muchos no quieren a aquel perrazo que se creyó irremplazable. Todo el perrerío se juntó en una gran marcha canina hace unos días, pero el jefe de la manada valluna no quiso ni oler a algunos, ni otros tampoco lo quisieron oler a él. Ese fue muy mal inicio, muy mala señal. No olerse, entre canes, es lo mismo que no darse la mano entre humanos. Es estar al borde de la guerra. Y parece irreversible un combate de grandes averías en que los de la hoyada van a querer someter a los de los cocales. La tarea para lograrlo será ardua y todavía incierta.