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El problema de la independencia de América

Por: Federico Suárez Verdeguer

Fuente: Fundación Elías de Tejada

Acaso parezca absurdo y fuera de lugar el hablar del «problema» de la Independencia de América, después de tanto como se ha escrito sobre los hechos y personas que de una manera u otra integran o se relacionan con este gran fenómeno histórico. Y sin embargo hay razones suficientes para plantear la cuestión como un problema, como un auténtico problema.

Por de pronto es obvio que no existe aún ninguna teoría convincente que resuelva, de una vez por todas, cuantos aspectos nos ofrece el hecho de la emancipación. El tema es antiguo. Desde los mismos orígenes llamó la atención de los historiadores —y aun de muchos que no lo eran— y se intentó dar una visión satisfactoria de las causas. El hecho, ciertamente lo merecía. Para España significó el fin de un gran Imperio que, por la peculiar acción colonizadora de la metrópoli, era como una prolongación de su territorio y de su personalidad. Con relación a América supuso el nacimiento de Estados nuevos que se lanzaron a la Historia con la conciencia de pueblos dueños de sus propios destinos. Para Europa fue no sólo la realidad de nuevos mercados, sino la existencia de factores inéditos en el orden internacional que por su juventud tenían ante sí posibilidades ilimitadas.

Así, no puede extrañar que desde los primeros fenómenos indicadores de la crisis hubiera quienes se sintieran interesados por ver la entraña del suceso. Blanco White, por ejemplo, fue comentando desde 1810 en El Español cuantas noticias o documentos llegaban a su conocimiento referentes a América, enjuiciándolas y tomando una posición ante ellas. Flórez Estrada, en 1811, intentó ya dar en un libro toda una interpretación de la crisis americana, señalando causas, refutando errores, pretendiendo aplicar el remedio que la resolviera a satisfacción de unos y otros. En 1821, M. de Pradt señalaba la magnitud de aquel acontecimiento «inaudito y desconocido hasta aquí en el mundo». Todo el siglo XIX y lo que llevamos del XX está sembrado de escritos en torno a la explicación de la Independencia de América.

¿Con qué resultado? Evidentemente se ha avanzado mucho en el camino hacia la solución, pero esto no obstante, todavía no puede hablarse hoy de resultados absolutamente satisfactorios.

1.—Por supuesto, no me refiero aquí al problema de la Independencia en cada uno de los nuevos Estados hispanoamericanos. Hay, es innegable, problemas locales: origen, desarrollo y consecución de la Independencia en México, Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Chile… Pero ya desde el principio se pudo apreciar algo más general, más amplio: la emancipación de todo un continente, realizada en un período de tiempo que no llega al cuarto de siglo y lograda contemporáneamente por territorios completamente dispares en lo geográfico e incluso en lo humano.

Esta complejidad en los territorios y en los factores específicos de cada uno de ellos es uno de los caracteres de que no se puede prescindir. Si a esto se añade la circunstancia de que las condiciones políticas fueron variando con el transcurso del tiempo y, en consecuencia, las actitudes de los hombres, sus reacciones y sus argumentos, la resultante será una gran heterogeneidad. Es la nota más elemental del fenómeno de la emancipación y lo primero que debe tener en cuenta un historiador.

La heterogeneidad, sin embargo, no supone falta de unidad. Este es el otro polo que hay que tomar en consideración. El hecho es uno: independencia de un continente, aunque en cada lugar este hecho se produzca de una manera propia y específica. Lógicamente cabe pensar que si el fenómeno es general, pese a la variedad y heterogeneidad de territorios y circunstancias, generales deben ser las causas que de manera tan simultánea y única lo provocan. A señalar estas causas comunes han tendido los esfuerzos de cuantos historiadores se han ocupado del tema.

«Todo el inmenso continente, hoy caos de confusión, de desorden y de miseria, se movía entonces (en el momento de iniciarse la crisis) con uniformidad, sin violencia, podía decirse que sin esfuerzo, y todo marchaba en orden progresivo hacia mejoras continuas y substanciales». El texto muy conocido por lo repetidamente que en distintas ocasiones ha sido citado, es de Lucas Alamán y tiene una muy clara significación: es todo un enjuiciamiento de la emancipación y de sus consecuencias. En términos generales podía ser, y de hecho lo ha sido, un planteamiento del problema, reducido a términos muy simples: la independencia fue el desencadenamiento de una anarquía que acabó con el orden, la paz y la prosperidad de los reinos americanos.

No era ésta la conclusión a que llegaron los historiadores del siglo pasado. Sin variar la simplicidad del planteamiento modificaron el valor de los términos: el estado de libertad de América independiente fue el resultado del movimiento emancipador que rompió los grilletes de la opresión en que el absolutismo español la tenía encadenada.

Esta explicación, típicamente liberal, entroncaba la secesión americana con la Revolución Francesa de 1789, y no es substancialmente distinta a cualquier otra interpretación decimonónica respecto de la evolución de cualquier país europeo. Los descubrimientos que hicieron los enciclopedistas inundaron de luces el mundo, abriendo los ojos a los pueblos. Los Derechos del Hombre, la libertad, la soberanía privativa del pueblo fueron otras tantas luminarias a cuyo resplandor vieron los americanos el despotismo que les gobernaba, la ignorancia en que les tenían sumidos, la explotación de que eran objeto. Fue un auténtico descubrimiento, cuyo resultado fue el alzamiento general por su libertad y sus derechos contra el régimen que les tenía sujetos.

La versión tuvo éxito en todas partes, y las mentalidades de europeos y americanos se modelaron en ella. En América, además, tuvo matices de un antiespañolismo señalado del que es consecuencia —y fue luego causa— el famoso Evangelio Americano, de Francisco Bilbao, que señalaba como un axioma: «la España nos educó para la servidumbre y para la muerte. Conozcamos esa educación para rechazarla y entrar a la libertad y a la vida».

En 1922 un autor francés, Marius André, publicó su libro La fin de l’Empire espagnol en Amerique reaccionando contra la versión revolucionaria de la independencia y exigiendo, en su lugar, una explicación nueva. En realidad no fue él quien acabó con la visión liberal, que había perdido su validez científica muchos años antes por los estudios realizados acerca de la historia española, estudios que —como los de Gachard y Bratlí— resquebrajaron la leyenda del fanatismo y la opresión.

Marius André admite también un par opuesto de fuerzas como integrante de la independencia: los partidarios de la continuación del régirnen español y los que buscan la separación. La caracterización que hace de sus puntos de vista, de su ideología, es, empero, totalmente distinta a la que revestían en la versión clásica. La guerra de la independencia —dice André— es una guerra civil entre españoles y americanos que, divididos en dos bandos, profesan ideas contrarias y combaten entre sí. Los secesionistas son los españoles y americanos que se defienden contra la invasión de las ideas enciclopedistas y las innovaciones que llevan consigo en lo religioso y cultural; los que defienden la soberanía española son, por el contrario, los ilustrados, los penetrados de ideas enciclopedistas, los irreligiosos comidos de escepticismo. Es falso, por tanto, que la revolución americana sea hija de la Revolución Francesa; falso que sea obra de un pueblo que se levanta por la libertad contra la tiranía. Bastaría tener presente —sin contar otros factores— la religiosidad de los insurgentes para rechazar toda semejanza con la revolución de 1789. ¿No fue Mariano Moreno, uno de los artífices de la revolución argentina, presentado como modelo de «ilustrados», quien en la traducción del Contrato Social censuró a Rousseau los pasajes que no andaban de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia Católica? ¿No fue Miranda el que se aliaba a los jesuitas y abominaba del régimen francés que Montesquieu llamaba «sistema republicano de libertad extrema»? ¿Acaso se ignora que Bolívar predicaba la unión del incensario con la espada, de la Iglesia con el Estado?

André señaló datos, muchos datos, que no cabían en la teoría revolucionaria. La participación del clero en la independencia, haciéndola posible y hasta colaborando en la creación de los nuevos Estados es una de las piezas esenciales y más convincentes de su punto de vista. «Se ha hecho la guerra del silencio y la mentira —comentaba Piaggio y aduce André—. Al paso que los historiadores no mencionan el estado sacerdotal de la mayoría de los diputados de Tucumán, la pintura y el grabado se encargan de engañar al pueblo». ¿Dónde están, pues, los caracteres comunes que hacen de la revolución americana una directa derivación de la francesa de 1789? ¿Cómo explica la tesis revolucionaria estos hechos incontrastables, exactos, comprobados? No es, concluye André, la influencia del enciclopedismo la que determina la emancipación. Los insurgentes iniciaron la revolución en nombre de Fernando VII y en defensa de sus derechos en América. La influencia de la Revolución Francesa es, a lo sumo, un factor muy secundario que contribuye a la independencia, de ninguna manera la causa que la determina.

Todavía más recientemente ha intentado M. Giménez Fernández una explicación más profunda de la emancipación y, en ella, aún queda más aminorada la influencia enciclopedista en fa formación de la mentalidad de los independientes. Busca también la unidad, lo que pudo haber sido el fondo común a un hecho tan uniforme como la independencia y cree encontrarla en la pervivencia de la teoría suareziana sobre la soberanía. En ella se formaron los partidarios de la separación, y ella le suministró la base doctrinal que hizo posible el nacimiento de los Estados hispanoamericanos. El problema, tal como lo plantea Giménez Fernández, se concreta en la pugna entre los fidelistas, partidarios de la continuidad de la soberanía española, e independentistas. Los primeros son los conservadores, los absolutistas, las mentalidades, en fin, que pudiera llamarse del Antiguo Régimen; los segundos son los defensores de la separación basada en los principios jurídicos que afirmó Suárez.

Hay, en estas tres posiciones acerca de la independencia americana, un factor común que debe ponerse de relieve por ser el elemento que deba servir de punto de partida para todo intento de investigación de las razones que la producen: el matiz ideológico. La orientación general es, en este punto, absolutamente correcta. Los hechos, las acciones, son siempre el resultado de un pensamiento, y mal pueden explicarse en tanto sea desconocido ese pensamiento que las produce e informa. No obstante, y pese a esta recta orientación general, es difícil aceptar que el problema esté resuelto.

Una teoría cualquiera que sea, necesita, para tener validez, una doble condición: estar fundamentada en hechos y resolver satisfactoriamente todas las cuestiones. Me refiero, naturalmente, a las teorías que son una conclusión, no a los supuestos que sirven de punto de partida para comenzar la investigación de un tema concreto.

Que las tesis enumeradas —y, en general, las existentes sobre el problema— están basadas en hechos es cosa que no puede ponerse en duda. Pero ¿resuelven todos los problemas? ¿Son totalmente satisfactorias? No, indudablemente. La tesis revolucionaria, ya se ha visto, deja sin respuesta y sin explicación todos los hechos aducidos por M. André, y no puede tomarse como definitiva y concluyente una tesis en la que existen tantas piezas desencajadas. Pero M. André y Giménez Fernández, a su vez, valoran muy poco la influencia enciclopedista, lo cual, ya desde el principio, les resta muchas probabilidades de éxito al dejar sin resolver cuestiones tan importantes como, por ejemplo, el papel desempeñado por los periódicos y los clubs y sociedades patrióticas y literarias en la formación de la mentalidad de los insurgentes tal como lo han demostrado C. Ibarguren y Caillet-Bois.

Posiblemente hay un doble error en el enjuiciamiento de la independencia de América. Un error de método en primer lugar. Ya antes quedó dicho acerca de la heterogeneidad como carácter de la emancipación lo suficiente para poder establecer, con respecto a este tema, lo que es general en todo proceso de investigación: no se puede dar validez general a lo que sólo tiene vigencia para determinados años o para países determinados. M. André, por ejemplo, habla de un Bolívar que busca una república presidencialista, del que pregona la colaboración con la Iglesia y desea con toda el alma la relación con la Santa Sede. Otros hablan de un Bolívar revolucionario y enciclopedista casi un verdadero libertin d’esprit. Y tal vez fuera lo más acertado afirmar de Bolívar ambas posiciones, sólo que en períodos diferentes. No se puede juzgar a Bolívar por sus años últimos o primeros exclusivamente. Ni son tampoco válidos los presupuestos de 1810 para explicar los hechos de 1820, ni el proceso de la emancipación de Buenos Aires sirve para explicar la de México. Iturbide, San Martín, Bolívar, Miranda, Mariano Moreno, O’Higgins, Belgrano, Monteagudo… ¿tienen algo de común? Todos ellos son autores importantes de la emancipación, figuras nacionales e incluso —y valga la palabra— continentales. Todos distintos y, sin embargo, representativos de un mismo fenómeno histórico. ¿Dónde cesa la semejanza y en qué punto comienza la diferenciación? Imposible aplicar a todos ellos, uniformemente una misma medida, enjuiciarles según un criterio único.

Más importante aún es, quizás, lo que pudiera tomarse como un error de planteamiento. Las explicaciones que hasta hoy se han venido sucediendo respecto de la emancipación americana coinciden en dos caracteres: en adoptar un punto de vista ideológico, lo cual es, sin duda —ya quedó dicho antes—, acertado, y el reducir a dos las tendencias ideológicas en pugna. Divergen en el contenido que asignan a cada una de ellas, pero siempre queda la cuestión reducida a un par de fuerzas opuestas: partidarios de la independencia, y defensores de la continuidad del régimen español. Para los seguidores de la teoría revolucionaria, los independientes eran «ilustrados», formados en la enciclopedia, apoyados en los Derechos del Hombre, imbuidos de las luces, del progreso, de la libertad de los pueblos… y de la bondad natural; los defensores de la soberanía española eran, al contrario, los oscurantistas en materia cultural, en lo religioso, déspotas en lo político: auténticos enemigos del progreso y de la libertad, hombres defensores de las tinieblas medievales.

Para Marius André los españoles son los enciclopedistas, los volterianos, los que introducen la masonería y las ideas de la ilustración, los que han roto con el pasado español, los innovadores; los que se alzan contra las autoridades españolas son los defensores del trono y de la religión, los que sostienen la soberanía de Fernando VII, los que combaten por el sistema de ideas tradicional bajo el que habían vivido sus antepasados. Giménez Fernández caracteriza a los insurgentes como los continuadores de la teoría política de Suárez: mayor ortodoxia, dentro de lo español, no cabe; los «fidelistas» —es decir, los que mantienen los derechos de España en Indias— son conservadores, absolutistas, regalistas.

Sea cual fuere el contenido que se les dé, parece que esta visión del problema a base de dos tendencias antagónicas no puede llevarse mucho más lejos de lo que hasta hoy se ha llegado. No se ven, en efecto, caminos abiertos que dejen a una comprensión más entera y exacta de la cuestión. ¿No radicará la causa de esta insuficiencia en un equivocado planteamiento del problema?

2.—A poco que se analicen las teorías acerca de la Independencia se observa que es común a todas ellas el adoptar un punto de vista «americano». Parece como si en el momento de llegar a una clara delimitación en el campo ideológico se hiciera abstracción de todo lo que fuera ajeno a los territorios de Indias y a los hombres de la Independencia.

Y no hay razón suficiente para hacerlo así. Cuando se estudia el hecho del descubrimiento se tiene en cuenta siempre, como punto previo de partida, los viajes de los portugueses por la costa africana, el estado de los conocimientos geográficos, de la ciencia náutica, de los instrumentos de navegación. Al estudiar la constitución política de las Indias, la organización jurídica y administrativa del Nuevo Mundo, se comienza siempre por el carácter de la Monarquía española, por el pensamiento político que la informaba, por el estado de las instituciones vigentes según los cuales se gobernaba. No es fácil de comprender el sistema de «equilibrio americano» que predomina en las Indias durante el XVIII si antes no se conoce en qué consistía el «equilibrio europeo» y se estudia el contenido de la paz de Utrecht. Cualquier problema referente a América es incomprensible si se prescinde de la época y de la metrópoli.

Entonces, ¿por qué prescindir de estos factores —del tiempo y del espacio— en el momento de iniciarse la crisis? El aislamiento americano terminó en 1492. Desde entonces, España fue el cordón umbilical que unió el Nuevo con el Viejo Mundo, y es arbitrario y poco lógico el perder de vista esta conexión histórica precisamente en 1800 ó 1808.

No creo que pueda —ni deba— considerarse la emancipación americana como un fenómeno perfectamente delimitado, aislado y genuino. En todo caso, lo será hasta cierto punto, y sólo se podrá llegar a esta conclusión cuando un examen detenido lo demuestre. Hasta entonces la independencia de los reinos españoles de ultramar debe orientarse partiendo de las dos coordenadas históricas reconocidas: el tiempo y el espacio.

Y el tiempo nos sitúa en una época precisa que tiene caracteres muy bien determinados. Se pueden tomar, un poco arbitrariamente, las fechas 1800-1830 como límites de la crisis de los reinos españoles de América. Esas mismas fechas caen, en Europa, dentro también de un período crítico cuya característica esencial es el fin del Antiguo Régimen y los comienzos del sistema liberal. El fenómeno americano no es sustancialmente distinto: la emancipación no es otra cosa sino el fin del Antiguo Régimen en América española. No es, pues, un caso aislado y típico; antes al contrario, desde el punto de vista ideológico, es la manifestación en Indias de un hecho general, la versión americana de un problema amplio que afecta a todo el occidente.

En Europa este hecho viene probado por otro más profundo: un cambio de mentalidad. Gracias a Paul Hazard, es hoy perfectamente posible sorprender los orígenes de esta mutación de las conciencias —lo que él llama crisis de la conciencia europeay los caracteres que adoptó a lo largo del setecientos en todas las manifestaciones del pensamiento.

España presenció en su Historia este fenómeno. Como en Europa, hay también en España un cambio de mentalidad que fue claramente percibido por los mismos contemporáneos. Godoy, Blanco White, John Francis Bacon, Bois-le-Comte dejaron testimonio de la evolución intelectual que se desarrollaba ante sus ojos. Una nueva generación de españoles, formada en la Enciclopedia, profundamente influida por Locke y Montesquieu, por las luces y los Derechos del hombre, hizo su aparición en la vida pública española. Y también en España, como en Europa, el Antiguo Régimen se desplomó. Son los años del reinado de Fernando VII los que contemplaron la crisis de la Monarquía española, los mismos que llevan el signo de la crisis de España en América.

Pero España, en este fenómeno, no sigue exactamente el mismo proceso que el resto de Europa, característica que es dado observar en toda su historia. La lucha se planteó en Europa —en Francia especialmente— entre dos modos de concebir la vida política, y son dos, en efecto, las tendencias antagónicas: Antiguo Régimen y sistema liberal. Vencido y desaparecido el primero, el liberalismo se impone sin mayor contradicción. En España no suceden las cosas con la misma simplicidad. Hay un doble proceso, y no son dos, sino tres, las concepciones políticas que se encuentran y combaten. Hay un primer momento en que se enfrenta el Antiguo Régimen con una tendencia reformista que repudia el sistema vigente y busca un cambio esencial en el gobierno de la Monarquía. Esta tendencia reformista estaba integrada por dos corrientes políticas opuestas en los principios, cada una de las cuales preconizaba una solución distinta al problema. Tenían entre sí dos puntos de coincidencia: la condenación del Antiguo Régimen y el imponer como postulado esencial de reforma una mayor participación del pueblo en la dirección de los negocios públicos, en las tareas de gobierno.

De hecho, el Antiguo Régimen carecía ya de vitalidad y de soluciones en 1808. La generación ilustrada quiso un cambio de sistema partiendo de los Derechos del hombre y buscando una solución lo más parecida posible a la que se había logrado en Francia a raíz de la Revolución Francesa, no en cuanto a forma de gobierno (república), sino en cuanto a la orientación, a los principios. La tendencia opuesta —los realistas de 1810 a 1833, los carlistas de 1833 en adelante— partía para su reforma no de los Derechos del hombre, sino de los caracteres y circunstancias del español. No deseaban una solución extraña o abstracta sino una solución concreta española.

El no ver en la crisis española de 1808 a 1833 sino el simple par de fuerzas Antiguo Régimen y sistema liberal, identificando con el primero la corriente reformista del realismo, ha sido causa del error inicial que ha originado la incomprensión de todo nuestro siglo XIX. Y, lo que es más, acaso pudiera encontrarse en este error una de las razones por las que todavía no se ha podido dar con un exacto planteamiento de la emancipación americana.

Cabe, pues, tomar en consideración para orientar de nuevo la Independencia de América estos tres puntos:

No se trata, ideológicamente considerado, de un hecho aislado y genuino, sino de la manifestación en el Nuevo Mundo de un fenómeno general de la época que se da también en Europa y en España. La crisis americana es, además, simultánea a la española.

En Europa, como en España, la crisis es el resultado de un cambio de mentalidad. ¿Y en América?

En Europa, desaparecido el Antiguo Régimen, queda el liberalismo como única solución política, y es él quien conforma la nueva época. En España, desaparecido el Antiguo Régimen, quedan, no una, sino dos soluciones políticas que se disputan la dirección del Gobierno de la Monarquía: el liberalismo, que arranca de los Derechos del hombre y de las ideas de la Enciclopedia, y el realismo —luego se llamaría carlismo—, que parte de los caracteres concretos del español y se apoya en el sistema de ideas que los enciclopedistas habían desechado. ¿Y en América?

He aquí cómo el abandonar el punto de vista americano —la palabra se usa en el sentido que quedó antes fijado— y el adoptar el español, el prestar una mayor atención a la metrópoli y el no desvincular todavía de España a los reinos de América, puede ser camino abierto a una solución.

3.—Giménez Fernández vio con toda exactitud las tres fechas, los tres acontecimientos españoles que tienen una repercusión importante en el proceso de la emancipación: 1808, 1814, 1820. En la primera de ellas comienza el estado de inquietud que cuaja en la formación de Juntas de 1810. Tiene lugar entonces lo que pudiera llamarse el planteamiento jurídico de la Independencia. Los reinos de América, como los de España, dependían del Rey. Cuando el monarca pasó la frontera francesa, la Monarquía quedó, de hecho, sin cabeza, y para sustituir la autoridad de Fernando VII en el momento en que la quiebra de las autoridades españolas frente a la invasión francesa hizo necesaria su sustitución, en la Península nacieron Juntas Provinciales que en cada región defendieron los derechos de Fernando VII.

En América hubo también una quiebra de las autoridades españolas. Un Iturrigaray, un Hidalgo de Cisneros, un Marqués de Sobremonte, o un Emparán, son casos muy frecuentes. Así, como en España, ante una actuación no muy rotunda, ante una posición no muy clara, los reinos de América reaccionaron, como los españoles, creando Juntas para la defensa de los derechos del Rey. El problema jurídico nace cuando las Juntas de América rehúsan el reconocimiento y la sumisión a la Junta Central o a la Regencia.

En 1814 las circunstancias cambian por completo y los argumentos deben cambiar también. Fernando VII regresa a España en la plenitud de su soberanía, y, con respecto a América, la situación vuelve a ser como antes de 1808. Si se levantaron en defensa de los derechos del Rey, su alzamiento ya no tiene objeto. Y, sin embargo, el problema, agravado, sigue subsistiendo.

En 1820 la Monarquía española sufre una nueva conmoción. Para aquel entonces el suceso ya no tenía, para la mayor parte de América, excesiva trascendencia, salvo para México, donde determinó —o al menos influyó de manera notable— una reacción tan brusca que cuando llegó O’Donojú la separación era un hecho.

La emancipación se consuma en todas partes con entera independencia de los sucesos de la Península, que, a lo sumo, pudieron ser en diversos momentos ocasión, nunca causa.

¿Qué es Io que hay de común en toda América, lo que permanece frente a la variedad de sucesos que se desarrollan en la metrópoli, lo que constituye el alma de la secesión?

Creo que en el fondo hay que buscar el signo de los tiempos. No la rivalidad entre criollos y peninsulares, ni cuestiones de comercio o causas sociales. Todo ello pudo influir —de hecho, indudablemente, influyó—, pero no puede ser una causa porque no es común, simultáneamente, a todos los territorios. Lo que hay, fundamentalmente, es un cambio de mentalidad, de la misma manera y con el mismo signo que se observa en Europa y en España.

Una nueva generación surgió en América. Una nueva generación muy distinta a las anteriores, que no pensaba ni sentía como sus abuelos, que estaba desarraigada del pasado porque hundía sus raíces en el sistema que las luces habían descubierto. En distinta medida con relación a cada país, está claramente manifiesto el proceso del cambio de mentalidad. Con relación a Argentina, sobre todo, Ibarguren y Caillet-Bois lo han revelado nítidamente. Basterra, en un libro que gozó de cierta popularidad, Los navíos de la ilustración, se ocupó de la penetración de las ideas nuevas en Venezuela. Espejo, en Quito, publicó y dirigió un periódico de caracteres análogos al Telégrafo Mercantil, de Buenos Aires, o al Mercurio de Lima, de Perú.

Es indudable que también en América hubo un cambio de mentalidad. Nótese bien: no una simple influencia de la Revolución Francesa, sino una verdadera revolución en las ideas, que se manifiesta incluso en las Universidades. Éste es el factor que da ser a una posición determinada que se mantiene invariable con argumentos no siempre iguales en los distintos momentos que pudieron introducir una mudanza decisiva en las tendencias de emancipación. Y el fenómeno, no reducido a un solo país, sino de manera general a los territorios españoles de Indias, no está aún estudiado con la extensión y profundidad que se hacen necesarios. De aquí el que sea todavía muy expuesto el lanzar una nueva teoría acerca de la independencia, aunque sí sea factible —y en cierta manera deseable— el abrir un camino que permita un nuevo planteamiento y una orientación nueva.

Y el punto de partida ¿no podría ser una atenta consideración de la crisis española? ¿No habría, en América, un juego de factores ideológicos algo más complejo del que hasta hoy se ha venido aceptando con el par de fuerzas fidelista-insurgentes, ilustrados-conservadores, libertadores-absolutistas?

Hay fenómenos en la historia de los Estados hispanoamericanos posterior a la independencia que llaman la atención. También aquí es fácil percibir la semejanza del ochocientos hispanoamericano y español: dan la impresión todos ellos de una gran inseguridad política, de un constante vivir en equilibrio inestable. Los grandes libertadores —Bolívar, Iturbide, San Martín— son desplazados muy pronto, rechazados, desengañados. Todos ellos, lograda la emancipación, piensan en forma y regímenes estables, autoritarios en la medida de lo posible, conservadores de cuando había en el pasado compatible con el nuevo estado de cosas. En Argentina, después de la emancipación, hay una guerra civil entre federales y unitarios. En México, en todo el siglo, es patente la disociación entre el gobierno y el pueblo. Abundan las revoluciones y los pronunciamientos. Como en España.

¿No existirían en América, dentro de la unidad que daba a los insurgentes el ser opuestos al Antiguo Régimen, aquellas dos tendencias que se observan en España? ¿No será una explicación del turbulento y caótico siglo XIX americano, como lo es en España, la pugna entre dos tendencias políticamente reformistas que parten de principios opuestos?

Hay que prestar una mayor consideración a los documentos políticos americanos de la época de la emancipación y los años inmediatamente posteriores, examinándolos con la luz nueva que sobre el problema puede arrojar la crisis española. Es característico de los tiempos de crisis la desorientación, la ausencia de un claro diagnóstico de las necesidades y aspiraciones del país —del país entero, no de una fracción—, la visión deformada de lo real por causa de una determinada posición ideológica que hace de filtro. Este carácter general se da, como en España, en América. Algo así como el gobernar por máximas de los liberales españoles.

Respecto de la crisis española del Antiguo Régimen se ha venido repitiendo hasta nuestros días la misma historia que los vencedores en el campo político escribieron en los años de triunfo. Los hechos concretos se han ampliado, se han completado: pero la visión no se cambió porque ningún historiador examinó críticamente los supuestos en que toda esa versión, casi oficial, descansaba. Y faltando la crítica se careció también de la visión mínima necesaria para ver las contradicciones o anomalías que presentaba.

Creo sinceramente que una revisión del problema de la independencia hispanoamericana sería de gran utilidad y quizás hasta de resultados maravillosos por lo sorprendentes e inesperados. Y creo, también, que el estudio de la crisis del Antiguo Régimen en España es lo que podría suministrar la base para un nuevo planteamiento. Cierto que es muy difícil dar una teoría como conclusión, sobre todo cuando falta mucho análisis; pero quizás no lo sea tanto el elaborarla como punto de partida, como armazón que se ratifique o rectifique a medida que una investigación más orientada nos vaya mostrando nuevas facetas y una más amplia comprensión. La posición y actuación de las autoridades españolas en América, la visión que los españoles contemporáneos tuvieron del problema —si es que alguna tuvieron—, la visión de los gobiernos —Junta Central, Regencia, Cortes Extraordinarias, gabinetes realistas, gobiernos y Cortes del trienio—, el carácter y posición ideológica de las Juntas americanas, la actuación y tendencias de los diputados americanos en las Cortes de 1812, los documentos de carácter público que emanaron de las nuevas autoridades, la formación intelectual y la ideología de los libertadores y, sobre todo, la lucha por el poder cuando se consumó la separación, son otros tantos pasos cuyo estudio es necesario iniciar con la vista puesta en la crisis española. Sólo con la previa consideración de lo español es posible, conocer la historia americana hasta 1800. Y no entiendo cómo pueda ser posible llegar a una comprensión de la crisis americana si, precisamente en sus mismos umbrales, se prescinde de lo español.

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