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La revolución de los fantasmas

Fuente: Albarda

Texto de Pedro Senconac

Para los apologistas del golpe de Estado de 1979, encontrados por desgracia todavía entre la «oposición», hay una revolución que celebran junto al sandinismo estos días de julio, pero que, aseguran, no es la misma.

Estos individuos, muchos de ellos colmados de estudios y presuntuosos de su entendimiento de la política y la historia, nos hablan de una «revolución del pueblo» traicionada vilmente por la camarilla del liderazgo sandinista. A esta revolución la hemos bautizado aquí en Albarda «la revolución de los fantasmas», porque depende de la existencia de muchos espectros, etéreas formas que aún eluden a la historiografía, para tener sentido sin exhibir la ingenuidad, infantilidad o el descaro de quien la propone seriamente.

Aquella revolución del pueblo tendría que haber contado con un ejército capaz de contrarrestar las hordas que el sandinismo atrajo no sólo de la hez social nicaragüense, sino también de los miles de voluntarios internacionales que tomaron la oportunidad de asaltar Nicaragua cuando la vieron vulnerable.

Y este ejército fantasma no pudo ser la Resistencia Nicaragüense, la llamada Contrarrevolución. Primero porque esta se terminó de organizar años después del golpe y luego porque el liderazgo de la misma era primordialmente somocista. Tanto sería reconocer que Somoza tenía razón: que lo único que se interponía entre el comunismo y Nicaragua era la Guardia Nacional, pero los partidarios de esta revolución fantasma considerarían blasfema hasta la idea.

Los apologistas del golpe, muchos de los cuales se consideran a sí mismos personas adecuadamente sofisticadas, amantes de los matices y la precisión, abrazan la teoría infantil de que grupos de religiosos, empresarios y periodistas —ya de por sí corrompidos— iban a poder hacerle frente a un movimiento armado de inspiración estalinista, con apoyo del Segundo Mundo y un lavado de cara constante ejecutado por ellos mismos la última década previo al golpe.

Durante la etapa final del somocismo, todos ellos colaboraron, por activa y por pasiva, a cavar la tumba del país. Los religiosos abrían las puertas de sus templos a asesinos y violadores que la Guardia perseguía, los empresarios llamaban a huelgas drenando los recursos del gobierno legítimo, los periodistas justificaban los más viles atentados a la vez que difamaban al único cuerpo armado capaz de hacerle frente a la barbarie.

Todos ponían su fe en la guerrilla, en sus atentados y ofensivas, en sus asesinatos y secuestros. ¿Cómo pudieron esperar cosa diferente a un gobierno guerrillero?, ¿cómo pudieron sorprenderse cuando el terror se convirtió en terrorismo de Estado?

¿Iban los rezos a detener las balas?, ¿iban los ceros en las cuentas bancarias a detener las expropiaciones?, ¿iban los reportajes pesarosos a detener a los reclutadores del Servicio Militar Obligatorio? No se lo creen ni ellos, pero pretenden que lo crean todos los nicaragüenses para olvidar los efectos de su borrachera.

Porque sí, todos ellos aplaudían y brincaban cuando le usurpaban la casa a un «burgués» o a un «desclasado». Todos ellos gozaron cuando escucharon del asesinato de Anastasio II. Todos ellos se excitaban cuando quemaban vivo al guardia de su pueblo. Todos ellos sonreían al ver los cadáveres «somocistas» apiñándose en las fosas comunes.

Ellos todos honran a los asesinos que tuvieron la suerte de encontrar la justicia en las balas de la Guardia Nacional y pasaron al panteón compartido por sandinismo y «oposición». Pero a los que siguen vivos, los que siguen haciendo lo que ellos hacían, los apuntan como si no fueran la misma cosa.

La guerra había desgarrado a Nicaragua cuando los golpeó la goma. Vieron que estaban desnudos y avergonzados buscaron un hoyo donde esconderse. Ahora sacan la cabeza desde sus guaridas para intentar convencernos, para que bajemos la guardia y así puedan salir, una vez más, a hacer de las suyas.

Pero ya nadie cree en fantasmas.

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