
No he podido evitar, en estos últimos días, por no decir en este torbellino electoral que Honduras vive desde finales de noviembre, notar cómo reaparece con fuerza una vieja costumbre nacional: la mitificación caudillesca. No importa cuán absurdo sea el momento político, siempre surge una especie de mística alrededor de algún líder. Y como Honduras nunca se conforma con lo convencional, esta mitificación alcanza siempre nuevas cotas de jocosidad. De pronto, un político corriente se transforma en un iluminado que mueve piezas mientras el resto apenas intenta entender de qué color es el tablero.
Este fenómeno me recordó inevitablemente a un libro de un conocido autor hondureño, donde se describía a Rafael Callejas como una especie de tecnoaventurero, un neotecnócrata visionario que, supuestamente, había elevado al país desde un medievo oscurantista hasta una cúpula económica, técnica y tecnológica digna de ciencia ficción. La narrativa lo pintaba casi como un piloto futurista guiando a Honduras hacia un porvenir brillante. Pero la realidad, siempre menos espectacular que la propaganda, fue simplemente la apertura de uno de los modelos neoliberales más agresivos y destructivos de la región: una época que desmanteló estructuras completas, pudrió sectores enteros y dejó una moneda debilitada. En otras palabras, el “tecnoaventurero” no piloteó ninguna nave; más bien dejó un incendio administrativo del que aún no nos hemos recuperado.
Lo curioso es que estas exageraciones no sorprenden a nadie en Honduras. La adulación de caudillos es tradición ancestral, y cada generación parece empeñada en superarse en creatividad. Si no es el “neotecnócrata futurista” que nos trajo una revolución tecnológica de humo, entonces es el “caudillo místico del ajedrez en cinco dimensiones”, capaz, según sus seguidores, de ver jugadas invisibles para la gente común. Hay una fascinación casi literaria por convertir a cualquier líder en un personaje épico, aunque sus decisiones reales sean tan ordinarias como contradictorias. Es el folclor político nacional: sobredimensionar lo mínimo, adornar lo mediocre, vestir con aura legendaria lo que no pasa de oportunismo.
Honduras tiene esta particularidad: para comprender lo que ocurre aquí, hay que entender que la política siempre opera simultáneamente en dos planos. El real, donde las decisiones son improvisadas, bruscas y motivadas por intereses inmediatos. Y el mitológico, donde esas mismas decisiones se reinterpretan como señales de profundidad estratégica o actos heroicos. Esta distancia entre realidad y mito es el punto de partida imprescindible para explicar lo que estamos observando hoy. Sin esa clave, lo que ocurre en el país parece surrealista; con ella, simplemente parece Honduras.
La política hondureña, marcada históricamente por caudillos y figuras que concentran poder simbólico más allá de sus capacidades reales, ha generado nuevamente una ficción útil: la del político convertido en genio estratégico, maestro del cálculo y arquitecto omnisciente del destino nacional. En este ciclo electoral, Manuel Zelaya Rosales ha sido colocado por sectores de su entorno y por la imaginación colectiva de redes sociales en el pedestal del “jugador de ajedrez en cinco dimensiones”, una mente superior con planes que solo él comprende. Pero esta imagen es menos un retrato de la realidad que un reflejo de la necesidad hondureña de creer que alguien domina el caos, aun cuando ese “alguien” sea simplemente un político promedio con un instinto oportunista afinado por décadas de supervivencia partidaria.
La mitificación de Zelaya como estratega perfecto no nace de sus actos sino del vacío institucional del país. La debilidad de los partidos, la volatilidad de las alianzas y la cultura política acostumbrada a respaldar personas, no proyectos, crean condiciones donde la narrativa de un líder visionario se vuelve una muleta emocional. En lugar de reconocer la improvisación frecuente, la falta de planificación y la respuesta reactiva ante los eventos, se inventa una fórmula más atractiva: “todo está calculado”. Así, cualquier retroceso se convierte en jugada maestra, cualquier contradicción en paso táctico, cualquier concesión en seña de inteligencia superior. El mito suple la falta de coherencia.
Pero los hechos recientes desbaratan este relato con una claridad difícil de ignorar. Desde el 30 de noviembre, mientras Honduras atravesaba un clima de incertidumbre electoral, la llamada “gran estrategia” de Zelaya se redujo a una maniobra tan simple como evidente: aceptar su derrota, reconocer a Salvador Nasralla y, en el proceso, abandonar políticamente a su propia candidata, Rixi Moncada. No hubo movimientos de ajedrez de varias dimensiones, ni golpes de timón calculados con mente fría, ni una visión anticipada del desenlace. Lo que hubo fue lo de siempre: un político que se acomoda según sople el viento, adaptándose al entorno inmediato para proteger su relevancia dentro del tablero, no para dirigirlo. Un estratega místico no entrega a su candidata; un caudillo improvisado sí lo hace cuando la realidad le corta el paso.
La historia personal y política de Zelaya dista de mostrar un estratega sofisticado. Es la trayectoria típica de un caudillo criollo moldeado por las estructuras tradicionales del poder rural, adornado con un discurso progresista reciente y sostenido por la memoria emocional del golpe de 2009. Su habilidad no ha sido anticipar con precisión quirúrgica la evolución política del país, sino aprovechar aperturas que otros dejan vacantes. Cuando un panorama se cierra, no es raro verlo recalcular en tiempo real, no por visión sino por mera necesidad. Esa elasticidad, interpretada por algunos como astucia profunda, es en realidad la expresión más básica del oportunismo político: moverse donde se pueda sobrevivir, no donde se pueda transformar.
El fenómeno actual de los memes y narrativas que lo presentan como mente suprema solo revela un patrón repetido en Honduras: la construcción del caudillo como explicación sustituta. En un país donde las instituciones no generan confianza y donde los proyectos políticos rara vez tienen continuidad programática, se vuelve tentador depositar el destino nacional en la supuesta grandeza de un individuo. Esto no solo distorsiona la percepción pública sobre quién toma decisiones y por qué, sino que perpetúa la infantilización política del electorado. Si el líder lo sabe todo, lo prevé todo y lo controla todo, entonces el ciudadano queda relegado al rol pasivo de espectador que solo interpreta señales ocultas. El mito del estratega perfecto es funcional porque elimina la responsabilidad colectiva.
La reciente aceptación de derrota como “estrategia” es, en realidad, la prueba más clara de que el mito del ajedrecista místico se derrumba por sí solo. Resolver la crisis política inclinándose hacia donde la correlación de fuerzas lo obliga no es ninguna estrategia profunda; es mera supervivencia. Es la reacción más básica del caudillo hondureño tradicional, no su reinvención. Presentarla como gesto visionario solo demuestra cuán acostumbrados estamos a magnificar lo ordinario para llenar vacíos que la política formal ya no sabe ocupar.
Honduras necesita, urgentemente, desmontar este tipo de ficciones. No por animadversión personal hacia Zelaya o hacia cualquier líder, sino porque el país no puede seguir atrapado en la ilusión de que el cambio depende de una figura carismática envuelta en narrativas épicas. La construcción del caudillo en cinco dimensiones oculta el verdadero problema: la incapacidad estructural de la política hondureña para generar liderazgos democráticos, transparentes y responsables ante la ciudadanía. Mientras se sigan fabricando genios inexistentes, se seguirán evadiendo las transformaciones reales que el país requiere. La democracia que pretenden tener en Honduras no necesita un ajedrecista místico; necesita instituciones fuertes y ciudadanos que no deleguen su futuro a la fantasía de un iluminado.
Jesús Alberto Erazo Castro
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Posiblemente sea el gran defecto y obstaculo en todos los partidos politicos hondureños, sin idea de lo que es la direccion colegiada y las decisiones idem. Y lo vemos en gremios, sindicatos, patronatos, juntas de agua, el presidencialismo, etc. Tal vez sea uno de los legados coloniales mas nocivos.