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¿Ha fracasado el sistema electoral en Honduras?

Por: Jesús Alberto Erazo Castro

Honduras votó en calma el 30 de noviembre. Ese día no fue el problema. El fracaso vino después, cuando el Estado tuvo que cumplir la función más básica de una democracia: convertir los votos en certeza. A más de diez días de la elección, el país sigue sin resultados definitivos, sin un ganador proclamado y sin un relato compartido sobre la legitimidad del proceso. Eso no se explica por un mero accidente técnico, sino por un deterioro profundo de las capacidades institucionales encargadas de administrar las elecciones.

El contraste más evidente, y más doloroso, es el costo. Las elecciones de 2025 son las más caras de la historia de Honduras, un proceso que ronda los 4,000 millones de lempiras entre primarias, generales, deuda política, logística y tecnología. Un país no invierte esa cantidad obscena de dinero para terminar con un sistema que se cae en lo más elemental: transmitir datos, procesar actas y ofrecer un resultado preliminar coherente. Es la peor relación costo–resultado en la historia democrática reciente de Honduras, y la única conclusión posible es que el problema no es de recursos, sino de estructura.

La caída del TREP fue solo la cara visible del colapso. Un sistema que dependía de un único servidor remoto fuera del país, sin redundancias, sin contingencias, sin una arquitectura capaz de soportar la noche electoral más importante del país. Las explicaciones del Consejo Nacional Electoral fueron vagas, tardías e insuficientes. Y en un contexto donde la elección era cerrada, cada minuto sin datos se volvió combustible para la sospecha. La tecnología falló, sí, pero falló porque estaba montada sobre una institución que ya era incapaz de operar con estándares básicos de transparencia y continuidad.

Mientras el sistema colapsaba, se acumulaban las anomalías. Cerca del 15% de las actas fue enviada a escrutinio especial por errores, inconsistencias, diferencias entre votos y electores o datos ilegibles. Es un porcentaje enorme, inédito para una elección tan reñida, suficiente para mantener en suspenso cualquier tendencia y para justificar la desconfianza de cualquier actor político. Si el insumo básico, el acta, llega mal, incompleto o dudoso, ningún conteo podrá generar confianza. Eso no ocurre por casualidad: apunta a fallas graves en capacitación, supervisión, logística e implementación de procedimientos. Es decir, apunta a un sistema administrativo debilitado mucho antes de que el primer voto fuera depositado.

La fragilidad institucional no nació el 30 de noviembre. Honduras llegó a la elección bajo un estado de excepción prolongado, con derechos limitados, con un árbitro electoral dividido y con advertencias de observadores internacionales sobre la falta de garantías. La elección se montó sobre un terreno blando, erosionado, y la noche electoral simplemente lo terminó de quebrar. Lo que debería haber sido una operación técnica precisa se convirtió en una tormenta de presiones políticas, acusaciones cruzadas y un vacío informativo que cada actor llenó con su propia versión de los hechos.

En ese vacío, la disputa política se desbordó. Desde el oficialismo se habló de golpe electoral e intervención extranjera. Libre pasó de proclamarse ganador a pedir la anulación total de la elección. Salvador Nasralla denunció fraude monumental y exigió conteo voto por voto. El candidato puntero pidió calma y defendió sus actas. El CNE quedó atrapado entre la crisis técnica y la presión política, incapaz de imponer una narrativa institucional sólida. Lo que debería ser un proceso administrativo se transformó en una guerra de relatos. Y cuando la verdad depende de quién la pronuncia, la democracia pierde.

Este episodio no es simplemente una “falla técnica” ni un “percance”. Es un fracaso institucional. Es la manifestación simultánea de un sistema operativo débil, una organización incapaz de garantizar la calidad mínima de sus procedimientos y una autoridad electoral que perdió la confianza de todos. Cuando esas tres dimensiones fallan al mismo tiempo, lo que colapsa no es el TREP, ni las actas, ni los plazos: colapsa la capacidad del Estado para administrar la voluntad popular.

En la historia reciente, Honduras ha tenido retrasos en resultados, como en 2017, pero nunca con esta combinación de costos extraordinarios, fallos masivos y ausencia total de certeza pública pasada más de una semana. Otros países de la región han vivido demoras, pero ninguno ha conjugado un proceso tan caro con una crisis tan grande de resultados y legitimidad. En ese sentido, lo ocurrido en 2025 sí es excepcional.

El voto hondureño no falló. Lo que falló fue la institucionalidad encargada de convertir ese voto en verdad pública. Una democracia se sostiene no solo en el acto de votar, sino en la capacidad del Estado de traducir esos votos en resultados creíbles y aceptados. Cuando esa traducción se rompe, la democracia deja de ser un mecanismo de decisión y empieza a ser un terreno de disputa narrativa. Y eso es exactamente lo que está pasando hoy: la política dejó de competir en votos y comenzó a competir en verdades.

Lo que Honduras enfrenta no es un problema tecnológico ni un tropiezo administrativo: es un recordatorio de que, sin instituciones sólidas, ni el proceso más caro ni la votación más pacífica pueden producir legitimidad. Es un fracaso del Estado, no de una máquina. Y si una democracia no puede contar votos, lo que peligra no es solamente un gobierno, sino la confianza misma en el sistema que lo sostiene.

Jesús Alberto Erazo Castro

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