
El colapso del régimen sirio en once días solo parece inexplicable si se lo observa como un evento aislado. En realidad, fue la fase final de un proceso de desgaste prolongado, sistemático y deliberado, al que pocos Estados modernos han sido sometidos con tal intensidad. Siria no cayó rápido: cayó exhausta. Cayó después de resistir más de una década bajo un asedio múltiple que combinó guerra abierta, sanciones económicas asfixiantes, sabotaje financiero, aislamiento diplomático y la inyección constante de mercenarios internacionales operando bajo distintos nombres, banderas y pretextos. Lo sorprendente no es la velocidad del derrumbe final, sino la duración de la resistencia.
Durante años, Siria fue tratada por el bloque occidental-atlantista como un cuerpo a descomponer lentamente. No se buscó una victoria decisiva, sino una hemorragia permanente. El país fue convertido en laboratorio de la guerra contemporánea: fragmentada, indirecta, negable. Combatientes extranjeros fluyeron desde decenas de países con una facilidad obscena; armas aparecieron donde oficialmente nadie las había enviado; sanciones supuestamente “selectivas” destruyeron la economía civil mientras se hablaba, sin pudor, de derechos humanos. No fue una presión colateral ni una consecuencia indeseada: fue una estrategia de desgaste diseñada para consumir al Estado desde dentro.
Ese cerco no fue solo militar. Fue energético, monetario, logístico y psicológico. Un país sin acceso pleno a mercados, sin posibilidad de reconstrucción, con su moneda estrangulada y su población empujada a la precariedad permanente, termina pagando el precio en cohesión interna. Ningún régimen, por autoritario que sea, puede sostener indefinidamente un aparato estatal funcional cuando cada día implica administrar la escasez absoluta. En ese contexto, hablar del “fracaso” de Assad sin mencionar el nivel de acorralamiento al que fue sometido es una operación intelectual deshonesta.
De hecho, si algo revela la experiencia siria es que el régimen resistió más de lo que cualquier análisis serio habría anticipado. Resistió porque aún conservaba una lógica estatal, porque el miedo seguía operando, porque existía una narrativa de supervivencia frente al caos impuesto desde fuera. Pero con el tiempo, esa narrativa se agotó. La corrupción endémica, amplificada por la economía de guerra, terminó de pudrir las estructuras militares. El ejército no fue derrotado en el campo de batalla: se deshizo por saturación. Soldados mal pagados, mandos enriquecidos, cadenas de mando erosionadas. No hubo traición heroica ni giro ideológico; hubo cansancio. El tipo de cansancio que convierte la obediencia en una carga absurda.
Cuando las fuerzas insurgentes avanzaron, no encontraron un muro, sino una ausencia. Ciudades que no se defendieron porque ya no había voluntad de hacerlo. Eso no habla de la fuerza del atacante, sino del vacío del defendido. La caída fue rápida porque el derrumbe ya había ocurrido por dentro.
En ese escenario, la operación turca no fue brillante en términos militares ni especialmente sofisticada en lo político. Su verdadero mérito fue la paciencia. Ankara no ganó una guerra: esperó a que el Estado sirio, sometido a una presión brutal durante más de diez años, se quedara sin energía vital. Turquía no destruyó a Siria; supo leer el momento exacto en que ya estaba destruida. Todo lo demás , el armado de facciones, la coordinación indirecta, la administración del caos, fue oportunismo estratégico, no genialidad histórica.
Idealizar ese rol sería tan ingenuo como ignorar sus consecuencias. Turquía no actúa por altruismo ni por afinidad ideológica: actúa por interés. Y ese interés incluye la subordinación del nuevo orden sirio a sus prioridades, especialmente en lo referente a la cuestión kurda. Allí, el discurso antiterrorista funciona como cobertura de una política de limpieza territorial que Occidente tolera con una hipocresía casi obscena. Los mismos actores que durante años denunciaron cada movimiento de Damasco guardan silencio cuando la violencia se ejerce desde un aliado funcional.
Israel, por su parte, emerge como beneficiario estructural del colapso. No como arquitecto visible, sino como actor que capitaliza la destrucción ajena. Durante años bombardeó territorio sirio con impunidad, debilitando capacidades estratégicas bajo la mirada complaciente de las potencias occidentales. La desintegración del Estado sirio elimina de un solo golpe el principal nodo de proyección iraní hacia el Levante. No se trata de un efecto secundario: es el corazón del resultado. Un Medio Oriente con Siria neutralizada es un Medio Oriente más manejable para Tel Aviv.
Hablar de Israel como un actor defensivo en este proceso es una ficción sostenida por la repetición mediática, porque su intervención fue sostenida, sistemática y profundamente estructural dentro de la ecuación regional. Lejos de reaccionar de forma puntual, Israel operó de manera constante para degradar capacidades estratégicas, erosionar infraestructura militar y limitar cualquier posibilidad de recomposición del poder sirio, creando con cada ataque y cada operación encubierta un entorno donde la supervivencia misma del Estado se volvía progresivamente más costosa y, finalmente, insostenible.
El colapso final también desnuda el límite de las alianzas contemporáneas. Rusia e Irán sostuvieron a Damasco mientras el costo fue asumible. Cuando dejó de serlo, se replegaron. No por traición, sino por lógica de poder. Eso no los absuelve, pero explica el mecanismo. En el mundo actual, ningún respaldo es incondicional. Y cuando un régimen depende exclusivamente de apoyos externos para compensar su desgaste interno, su margen de maniobra es mínimo.
Lo que ocurrió en Siria no es una anomalía histórica ni un accidente coyuntural. Es la radicalización de un modelo de intervención que Occidente ha perfeccionado: destruir sin ocupar, desgastar sin responsabilizarse, provocar colapsos que luego se presentan como inevitables. El Estado sirio no fue derrotado en una guerra clásica; fue consumido en una guerra de agotamiento total.
Once días bastaron para formalizar lo que llevaba más de una década ocurriendo. El derrumbe fue rápido porque la demolición fue lenta, meticulosa y sostenida. Y cuando finalmente cayó, muchos celebraron el final sin hacerse cargo del método.
Ese es el verdadero núcleo del asunto. No la caída de Assad en sí, sino el tipo de mundo que produce caídas así. Un mundo donde la destrucción prolongada se normaliza, donde los Estados se vacían antes de caer, y donde la responsabilidad siempre se diluye entre discursos de conveniencia.
Ese es el verdadero terremoto. No la velocidad del colapso, sino la normalidad con la que ocurrió.
Jesús Alberto Erazo Castro
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