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Sobre unas ruinas

Por: Eduardo Escobar

Yo tenía 16 años y había leído La náusea, la novela de Jean Paul Sartre, escrita bajo el influjo de la mezcalina, y ya me trataba con los poetas nadaístas, con gonzaloarango, que así se firmó, hijo de un telegrafista aldeano, y con Amílcar U., que pese a la juventud se las arreglaba valido del francés del seminario para traducir a Rimbaud y para cantar las canciones de Edith Piaff cuando se pasaba de tragos. También yo quería convertirme en un poeta moderno. Y hacía esfuerzos por ver azules los caballos comunes y corrientes. Y de vez en cuando fumaba marihuana como Barba Jacob, incluso en la casa de mi tío el cura.

Mi tío empeñado en salvarme me recitaba en latín la bucólica de Virgilio que anunció el nacimiento de Jesús. Y solía decirme que la angustia de los filósofos de moda que yo estaba leyendo solo expresaba la sed de unas almas que habían dejado de considerarlo como el centro de la historia.

El cura a veces me invitaba a su casa. Y yo a veces aceptaba la invitación. No porque disfrutara con sus amonestaciones sustentadas en los estoicos griegos, en Cicerón y en Agustín de Hipona, sino porque me agradaba su parroquia remota, y me divertía el respeto que me reportaba el hecho de ser su sobrino. El párroco en esos pueblos de Antioquia como representante autorizado del cielo se repartía el poder con el boticario, que imperaba sobre las diarreas y los abscesos, y con el alcalde, que daba los puestos en la administración.

Allá después del desayuno solo quedaba aguardar el almuerzo. Después de almorzar se hacía una siesta ritual. A la siesta seguía la cabalgata vespertina con las jóvenes maestras de la escuela pública y sus novios. Y por las noches yo me entretenía explorando en la onda corta del radio Telefunken las noticias de la fecha, cundidas de interferencias, pues las mirlas desviaban la antena.

Aquella noche estuvieron animadas. Los guerrilleros de Fidel Castro habían tomado La Habana. Como el seminarista de una novela de Tomás Carrasquilla, yo comulgaba cada día por complacer al cura, para no humillar su fe, ya que me quería y yo lo quería, pero llevaba el diablo adentro y me identificaba mejor con los discursos apasionados de los ateos de la Sierra Maestra que con sus homilías. Y me atraía más la figura de Fidel que la del obispo cuya foto mi tío había entronizado en el despacho parroquial de una luz lechosa. Fidel era para mí el representante de un evangelio nuevo. El misionero de una generosidad nueva, de una caridad inédita. Tenía el aire de un Cristo indómito y encarnaba el porvenir.

Lo demás se sabe. La aurora de la liberación se resolvió en un totalitarismo cerrero. El trasplante del carácter asiático de Lenin y Stalin en el Caribe, donde inventaron el mambo, produjo un orden monstruoso. Y Cuba languideció en un idealismo huero, en una escolástica que hizo del error político un método dejando una herencia letal para todos nosotros. Pues acabó inspirando un montón de redentores ruines inclinados al crimen gratuito, hordas de secuestradores y atilas incendiarios.

Cuando la semana pasada, con ocasión de su visita ceremonial al Papa, la televisión volvió a mostrar a Fidel después de un largo eclipse, sentí una lástima infame por el anciano inválido. Y por mí. O mejor dicho por ese niño que como había perdido la fe en los santos de la iglesia de su tío necesitó un héroe. Un héroe que ahora es un anciano pasado de magro, y una metáfora de la agonía de unas ilusiones que pararon en un episodio farragoso y triste en la historia de Latinoamérica. Y cuyo rostro evoca el de un Quijote apaleado que se niega a recobrar la sensatez por obstinación quién sabe, o para no verse obligado a reconocer su vida como tragedia.
(05042012)

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