Ser mujer en Bolivia
Hace varias décadas mi padre me contó que vio a un individuo golpeando a una mujer en la calle. Intervino, furioso, dispuesto a destrozar al agresor. Estaba en ello cuando sintió un agudo dolor en la nuca: la mujer le había clavado el tacón de su zapato alegando que el tipo era su marido y que tenía derecho a pegarla. Problema no al margen del abuso, sino parte dramática de él: aceptarlo como derecho.
Lo triste, en Bolivia, es que en el despropósito y mentira vil del plurinacionalismo se ha azuzado desde los más altos cargos en favor del abuso, opresión, utilización de la mujer como objeto. Al menos en tres ocasiones el presidente hizo declaraciones no solo ofensivas sino atentatorias. Cuando en el caso del Isiboro-Sécure instó a los cocaleros a ir al monte a “seducir” a las indígenas para hacerles cambiar de opinión respecto de la carretera. Eso tiene un tremendo y simple nombre: violación. En otra oportunidad, abrió las puertas de los cuarteles a todos los inocentes muchachitos que embarazaban a sus parejas, el cómo sin siquiera consultarse, y acogerse al amparo de la fuerza armada para evitar la justicia, resarcimiento, responsabilidad y etcéteras. Qué mejor que allí, que en la historia nacional ha sido siempre centro de tortura y discriminación, donde se ha ejercitado represión al pueblo y jamás se ha ganado una guerra. Cómo ganarlas si desde arriba se invita al recinto a cualquier cobarde. Lógica irracional, como todo aquí.
Luego, se perora, discursea de cuánto ha avanzado la mujer en su acceso a cargos públicos en nuestro paraíso social. Cierto que hay ministros de sexo femenino, directoras, y más, pero todo ello se borra con unas cuantas coplas imbéciles que sin embargo apuntan concretamente a cómo se piensa en el país, desde el mandamás al resto. Y que en él, como ha sido siempre, el género femenino se reduce a lo que podríamos bien llamar carne de colchón.
Volvemos al tema de las coplas, que no se han reeditado este año porque alguien tendrá algo de cordura en esta sopa infecta. Allí se dijo, claro, que a las “ministras” Evo Morales les bajaba el calzón. Broma o no broma, el tiempo lo dirá. Nos refiere de inmediato al dictador Rafael Leónidas Trujillo, acostumbrado a obligar a las esposas de sus subordinados a acostarse con él, so pena de inenarrables castigos. Tácita la idea de asociar al tirano con el supermacho, la de hacer saber que si no se manejan las bridas del poder y del estado con la cabeza se lo hace con la verga. La misma idea, calcada, de impunidad, omnipotencia, desdén por los derechos y libertades de los otros, incluidos los maridos que en ambos lugares agacharon la cabeza, en uno ante los actos, en otro ante las palabras, y sonrieron con la beatitud de tristes e indefensos cornudos. Las ministros no callaron, defendieron al amo, lo que nos hace retomar la historia inicial, la de aceptar el abuso como derecho del que detenta el poder.
En un país sin leyes, profesionalismo, decencia en la judicatura, y sin autonomía, poco se puede hacer. Lo ha demostrado el caso de la asamblea de Sucre, donde se hubiese o no consumado el acto de penetración, asistimos a una expresión de atropello, despotismo, arbitrariedad, elementos característicos de una nación en ciernes de desaparecer, engullida por el flagelo del narcotráfico, que si bien sostiene un status quo temporal terminará destruyendo hasta las raíces de un suelo ya corrupto y canalla.
Ser mujer en Bolivia, sobre todo en esta Bolivia, es un desafío, aparte de calvario, viendo que hasta las que están mejor ubicadas ceden con beneplácito sus prendas íntimas para preservar un imperio de anacronismos, de antiguallas mestizas, indias, criollas y españolas que pesan como castigo y sustentan tronos crecidos en la ignorancia.
18/02/13