Por Jorge Scuro
En febrero de 1966 ingresé en el Colegio Máximo de San Miguel, Seminario de la Compañía de Jesús en Buenos Aires y conocí a Jorge Mario Bergoglio; él tenía 29 años y yo 24. Trabajé junto a él en la cátedra de Metodología de la investigación científica hasta 1969 y fundamos una amistad que se perpetuó en el tiempo.
Volvimos a encontrarnos en otras condiciones. El Jueves Santo de 1975, mientras celebraba la liturgia, las Fuerzas Conjuntas detuvieron a Carlos Meharu, provincial, y a otros cinco jesuitas entre los que se encontraba Luis `Perico` Pérez Aguirre y treinta y tres laicos. Las circunstancias me llevaron a hacerme cargo del tema. La primera llamada fue a Carlos Mullin, obispo de Minas, a quien nunca vi retroceder ante ninguna adversidad. Llamó al Gral. Vadora: `Si no los libera el Domingo de Pascuas con las iglesias repletas hago leer un comunicado del Episcopado entablando juicio eclesiástico al Estado uruguayo`. Vadora redobló la apuesta y amenazó con poner soldados en las puertas de todas las iglesias, capillas y colegios de la República. La respuesta de Mullin fue fulminante: `Ud. no tiene fuerzas para controlar todos esos lugares entre las seis de la mañana y las nueve de la noche`.
El Sábado Santo empezaron a liberar a los laicos menores. Se nos informó que el lunes se retomaría el tema, pero que a Perico y a Meharu los pasarían a la Justicia militar. Entonces me fui a Buenos Aires. Bergoglio ya era provincial de los jesuitas. Nos encontramos en un bar de Corrientes y Callao. No me pidió detalles. Decidimos que había que lograr la intervención del superior general de la Compañía, el padre Arrupe. `Esperame en la puerta del Salvador, necesito conseguir un auto`. Volvió en un ratito, se sacó el cuello romano y lo metió en la guantera. Dimos vueltas por Buenos Aires en busca de una cabina telefónica segura. Terminamos en una de Avellaneda. Se comunicó con Arrupe y me pasó el teléfono para que yo le explicara. Le pedí que pidiera a la Santa Sede que enviara telegramas al Presidente, ministros del Interior y Defensa y a las FF.CC.
El lunes a primera hora llegaron todos los telegramas. Siguieron liberando a los laicos, los jesuitas y el martes por la mañana sin más trámite a Pérez Aguirre y Meharu.
Pasaron muchos años. En 1997, imprevistamente, me viene a ver Juan Luis Moyano, el viceprovincial argentino de los jesuitas, para pedirme que reciba a Orlando Yorio, uno de los jesuitas argentinos, junto a Francisco Jalics, secuestrado en 1976, de quienes tanto se ha hablado en los últimos días. Ambos, junto a Luis Dourron fueron mis compañeros y amigos durante los años de seminario. Jalics se radicó en Alemania, hasta hoy. Nunca escuché una sola palabra de reproche ni resentimiento en privado o en público contra el hoy Papa Francisco. En cambio Yorio, recuperada la democracia, volvió a la Argentina y fue nombrado párroco en Berazategui.
Un día, sufrió un atentado, pero quien resultó muerto fue su teniente cura, un joven sacerdote.
Instalamos a Yorio en una casita en la Costa de Oro y al poco tiempo Mons. Gottardi le confió la parroquia de Santa Bernardita, en Avenida Italia. Nos volvimos a tratar con frecuencia y conversamos mucho. Falleció tres años más tarde, el 9 de agosto de 2000.
Hay quienes hacen gárgaras con los dolores ajenos. Que se animen a presentar pruebas y no suspicacias, el que se sienta libre de errores que acuse con evidencias. Siento a Francisco como uno más de nosotros. ¿No era eso lo que queríamos? ¿O esperábamos al Arcángel Gabriel?»
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El País Digital
Montevideo, Uruguay
24 de marzo de 2013