Aquejado de shock del futuro
Después de “gogglear” –neologismo indispensable estos días– artes de clasificación bibliográfica, reacomodé mi biblioteca. Me cansé de Dewey y opté por caricatura de Quino para ordenarlos. Sin ser tan rica como la de Josep M. Barnadas, ni llegar a la décima parte de 25.000 libros leídos por el Vice –que requerirían 68 años para leer uno por día, el pretencioso gurú no tiene ésa edad y pobrecita “Ternurita” si fuese verdad– fantaseo con secretaria que ponga los libros en fichas bibliográficas. Si fuera indochina masajearía mi cuello tieso y prepararía alguna delicia de su gastronomía, fusión de cocina china, francesa y del sudeste asiático. Quizá ofenda a feministas, pero aclaro que pienso en “Saigón”, balada en portugués que canta Emilio Santiago, de saudades de un diplomático brasileño por su amor vietnamita, en la que hoy es Ciudad Ho Chi Minh. Confieso que también algo tiene que ver la “sentadilla asiática”, un tipo de masaje del que leí en tiempos más fogosos.
Ese lunes me reuní con amigos en barra de tertulia amable. Había llegado de EE.UU un lector que ni conocía, pero que insistía en hablar conmigo por teléfono. Me regaló una tableta digital con 100 clásicos en inglés, con espacio para otros 900. Leí a Wilde y su “The Importance of Being Earnest”, hurgué a Joyce en “Dubliners”, y entretenía mis esperas, chofer de Miss Daisy que soy, con las peripecias de Ishmael y Queequeg en “Moby Dick”. Compartí que rellenaría mi lector digital con clásicos en español. Saltó el joven dueño de la agradable aguada, que domina artilugios digitales en vertiginoso avance y ¡zaz!, en media hora tenía un devedé con miles de joyas bibliográficas para escoger.
Me invadía la desazón de aprender a copiar los clásicos en español al lector digital. Rebalsó el vaso un amigo que envió desde México un correo con cosas que desaparecerán en el curso de nuestra vida. Chau oficina de correos. Goodbye cheques. Bon voyage teléfonos fijos. ¡Adieu televisor, yo que deseaba un aparato pantalla plana! Merecen mención aparte otras lindezas que desaparecerán antes que ya no nos importe porque finados estaremos. Son los periódicos, los aparaticos que atesoramos, la música como la conocemos, los libros y la privacidad.
El cese de publicar el Washington Post en soporte de papel, fue como enigmático garabato en la pared vaticinando el desastre. Los administradores –siempre pensando en centavos– se aliarán con los conservacionistas que ven selvas de árboles en el papel en que imprimen los diarios: favorecerán la versión digital, si es que convencen a quienes pagan por avisos. No creo que sin fotos puedan excitar en una línea lo que “cholita, jovencita, ‘apretita’, 60 Bs” sugiere al morbo un aviso de “servicios de compañía” de diarios de a peso. ¿Para qué, acoto, si digitando “culo” salen más de 15 mil opciones en Internet?
¿Qué hago con el “eight-track”, la videocasetera VHS, diskettes de viejo computador de 80 bites de memoria, fax y módems inútiles, la Pentium 3 donde mi esposa juega Solitario Spider, y la laptop con la pantalla rota cuando por robársela de un auto blanco, la arrastraron media cuadra a mi hija? Los artilugios que tenemos terminarán en la basura o vendidos por centavos a vivillos de “compro todo”.
De niño escuchaba lastimeros aires japoneses en la victrola de cucurucho de un vecino. Mi esposa tuvo serenatas sin guitarras al pie de su ventana, que honraban al “dueño del pickup”. Soy apegado a una tremenda radio de once bandas, que compré antes que japoneses la redujeran al tamaño de un sobre. Ya universitario, me volví “capacino” –que es como mi nieto de dos años balbucea “capísimo”– en conectar cables entre parlantes, tocadiscos, grabadora de cinta y amplificador. Años más tarde, compré un aparato de música, baratón porque incluía antiguallas como toca-casetes y cinco cedés que ya son obsoletos frente a los “pendrives”. Su puerto USB será superfluo, dicen, cuando toda la música provenga de la “nube”, que no es cúmulo nimbo irritando al piloto de monomotor. ¡Qué va!, cobrarán por ello. Casi patuleco, conecté parlantes, tocadiscos y amplificador, y escucho música clásica, rock y jazz de un par de centenas de discos de vinilo que tengo desde añadas.
¿Qué los libros serán reliquia antigua? Pues no quiero ni pensar que la Internet ofrece, gratis, la Wikipedia y muchas otrora ilustres fuentes enciclopédicas. Me refugié en lo que sé: la certeza de que no es tanto llenar la sesera con tanto estudio, sino saber dónde buscar la información. Apelé a mis libros y busqué a C.P. Snow y The Two Cultures and a Second Look, que expande reflexión sobre culturas que se divorcian cada vez más por la revolución científica. Cuarenta y tres años después de su publicación, recalé en Alvin Toffler y su Future Shock, al darme cuenta que sufro porque mi edad choca con un presente pleno de innovación tecnológica, y el temor de lo que vendrá, sin tener tiempo ni disposición para internalizarla.
Me resisto a perder la privacidad, otra cualidad de mi época que se hará puf. La inseguridad ha hecho imperiosas las cámaras en calles, en edificios, en los bancos. Si algo se compra, aún sin salir de casa por la Internet, la preferencia es absorbida en trillón de perfiles, para que se adquiera alguna otra cosilla. Quién sabe si satélites espiarán hasta cuando nos sentemos en el trono con alguna revista.
Consuela que no es el pariente alemán –Allzeimer– el que hace olvidar todo; es el primo italiano “Franco Detterioro”. Pero aflige el shock del futuro.