Democracia pactada y democracia secuestrada
En diciembre 2005 se recibieron los resultados de las recientes elecciones con cierta frialdad de parte de los más experimentados; era una más, e independiente de a quién favorecía el plebiscito eleccionario, total, es por cuatro años. Y eso se pasa muy pronto. Ya vendrá la nueva ocasión, para todos, de medir fuerzas de nuevo, para ratificar el voto o de corregir la preferencia. Eran las ventajas de haber racionalizado, de alguna manera entre todos, la convivencia ciudadana: el vivir en democracia, donde el acontecer político mayor es previsible y eso se refleja en la tranquilidad, la armonía individual, pero, sobre todo, institucional. El nuevo gobierno debe respetar a la Nación o al Estado.
Por eso en democracia la inmensa mayoría de los ciudadanos después de cualquier elección nacional, departamental o municipal, retorna a sus labores cotidianas. Sólo los políticos, los que se dedican exclusivamente a la “cosa pública”, viven de la política. Los militante más comprometidos en los diferentes partidos, por convicción o por intereses particulares, tanto ganadores como perdedores, hacen cábalas con el futuro. En resumen, en la vida de la mayoría, se gane o se pierda, la vida sigue igual; el que venga, tiene que gobernar para todos. Es la lógica del buen gobierno.
Tras años de agitación continua, sofocante, tenían a la resistencia y la paciencia de los bolivianos casi agotada. El 2000, los de la guerra del agua ¿se percataron de lo que ponían en marcha? De hecho, años después, siguen sin agua y están fuera del proceso de cambio. El 2003, final del gobierno constitucional se da en medio de gran violencia, aunque bien controlada por cúpulas que manejaban los hilos detrás del telón. Se podían rastrear señales de lo que se venía: las expresiones soberbias de un dirigente cocalero que apuntaba para presidente, “vamos a saber quién manda”, dirigidas a un débil y soñador que se creía con el bastón de mando. No fue el único con el yo desbordado: aquel doloroso “no vamos a permitir que un camba sea presidente”, una marca de fuego del enfrentamiento fratricida que con frialdad se media.
Se tiraban por la borda 23 años de ejercicio y práctica democrática. Se la calificó de pactada, intentando quitarle méritos. Esa, que había permitido el ascenso hasta el gobierno a unos grupos o movimientos sociales, que se manifestaban desde el inicio contrarios y enemigos a los principios de la misma democracia. A pesar de las críticas esa democracia pactada reflejaba la complejidad de la conformación social boliviana, en ideas, en preferencias económicas, en visiones de país: la necesidad de los pactos, aunque pueda en ellos rastrear los cauces de la corrupción. El intento inmediato posterior de forzar la homogeneización detrás de una concepción tan novedosa como ajena a las realidades del país, traería el enfrentamiento entre bolivianos, en lugar de la paz añorada después de tantos desencuentros. El ingenuo conformismo expresado en, hay que dejarlos gobernar, ya verán que “otra cosa es con guitarra”, fue una concepción errónea pero necesaria.
Han pasado 31 años desde la recuperación de la democracia. Ya no es tampoco la democracia pactada; se ha impuesto un color a buenas y, en notorias ocasiones, a malas. Van para ocho años de lamentos por encarcelados, exiliados y de muertos, por razón política. Tiempo en el que tener capacidad para pensar distinto, o para expresar opinión contraria al oficialismo, se convirtió en delito. Tiempo de camino corto; en vez del consenso, la humillación al contrario. Se han perdido derechos fundamentales y constitucionales. Tiempo en el que siempre hubo una interpretación oportuna para darle respaldo al desconocimiento y al atropello. La historia al servicio de un proyecto que parece haber perdido banderas que le hicieron posible llegar al poder. Una historia que se está escribiendo, en parte por los mismos actores, Felipe Quispe y Filemón Escobar, entre otros. Pero también, esta la historia que está registrada día a día por un periodismo ético e independiente que resiste a los embates económico y políticos del gobierno.
La democracia esta secuestrada, es la que se viene practicando estos años. Democracia, de nombre. Se la utiliza para justificar cualquier avance carente de respeto al espíritu de la norma, de la ley o de la CPE. Se hace efectiva cuando sirve al proyecto que, a estas alturas, lo menos es identificarlo como hegemónico, autoritario, cuando no fascista. No tiene principios universales, no reconoce ética. Ha abierto las puertas al asesinato extrajudicial, en aparente complicidad con el Estado; al asesinato revestido de justicia comunitaria, sin norma reconocible ni estable, caracterizada por su salvajismo inhumano; se practica la extorsión de parte de funcionarios públicos, como sistema de control político y de enriquecimiento ilícito.
La corrupción y el narcotráfico se pavonean en esta democracia secuestrada. La violencia, la inseguridad, la droga en la juventud y en los colegios, es el pan de cada día. Después de ocho años la administración pública sigue en manos de “interinos”, de dudosa competencia profesional y ética, pero de fidelidad perruna a sus ambiciones personales y sectoriales. No hay día sin novedades y son más los que andan sueltos a pesar de las evidencias y hasta de las sentencias ejecutoriadas, que los presos.
Bolivia quiere respeto a la democracia y lucha frontal al narcotráfico. Los cultores de la democracia secuestrada han perfeccionado las taras de los políticos y de los partidos no democráticos. No les interesan las plumas de los indígenas de Tierras Bajas ni los ponchos de Tierras Altas, menos aún cuando estos buscan respeto, dignidad y cambios de fondo. No sirven las migajas mientras permanecen las necesidades de siempre. A 31 años de la recuperación de la democracia, se ofende al país con el derroche de unos y la corrupción otros, cuando hay hermanos que ofrendaron sus vidas por una Patria más justa y en paz. ¡No más pseudodemocracia!