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Octubre de 2003, un mito para destruir

Es preciso denunciar el error y la mentira aunque la verdad no se imponga nunca.
Víctor Massuh

Antes que proliferen los discursos, la demagogia y las amenazas a Estados Unidos, conviene hablar sin miedo alguno. Estamos acostumbrados a que se tergiversen los hechos para legitimar un poder indigno; transitando este camino, las mentiras son centuplicadas en torno al gobernante. Debido a ello, proclamar la verdad se vuelve arduo, peor todavía cuando las urnas han servido para facilitar su encubrimiento. Porque quien consigue la gloria gracias al engaño, así sea éste leve, hará lo imposible por defenderlo. Su versión de la historia procurará hacerse venerar, criticando el desenmascaramiento que pueda devastarla. No importa que haya la posibilidad de ser desmentidos, pues nunca faltan los héroes del espíritu crítico; ellos apuestan por trastocar cualesquier antecedentes. Lo terrible es que, sin interesar el nivel de inverosimilitud, sus creyentes crecen hasta la saciedad. De esta manera, la devastación del mito es una misión que trae consigo un rechazo multitudinario. Con todo, es plausible tomar la palabra e intentar la rectificación del yerro. Tal vez alguien se percate de cuán falaces son los fundamentos del proyecto reinante.

Sánchez de Lozada fue derrocado por sujetos que despreciaban las reglas democráticas. Esos mortales anhelaban ejercer su magistratura; sin embargo, les parecía intolerable aguardar durante los años que se confería al mandato presidencial. En su opinión, la exigencia de respetar un periodo establecido por las leyes era una insensatez; el encumbramiento resultaba imperioso. Es correcto que, tras la caída, pospusieron esa usurpación, pactando una tregua con quien regía este país. No fue una recapacitación moral lo que causó esa consecuencia, sino la preparación del despropósito. Se necesitaba de mayor tiempo para profundizar el caos y, simultáneamente, fraguar las medidas que destruirían la obra levantada hasta ese momento. Llegaría pronto la hora de incurrir en una nueva revolución, ese fenómeno que jamás ocasionará daños menores. Como sucedió en el mundo antiguo, la barbarie impulsó una cruzada contra lo poco que cierto apego al racionalismo había consolidado. En ese lapso de gestación, tuvieron que simular su gusto por las formalidades republicanas, así como el respeto al ciudadano. No tendríamos que aguardar demasiado para notar cuán monumental fue su impostura.

Aunque grupos e intelectuales de izquierda tuvieron protagonismo en la defenestración, no dejo al Movimiento Nacionalista Revolucionario y sus aliados sin culpa. Muchos militantes del oficialismo no dudaron en medrar a costa de los individuos que componen esta sociedad. No creo que haya un solo hombre capaz de reivindicar una honradez absoluta. Es conocido que cuantiosos integrantes de esas fuerzas aumentaron su patrimonio merced al latrocinio. La corrupción no fue inventada por el actual Gobierno; los masistas han sido solamente más desvergonzados. Por otro lado, destaco que, salvo excepciones, la mediocridad era el común denominador en esa burocracia. No existía la ordinariez de los tiempos plurinacionales; empero, lo excepcional era ser lúcido. En varias ocasiones, los espacios públicos fueron el escenario de disputas que negaban nuestra racionalidad, pues la estupidez imperaba sin problemas. Es irrefutable que, cuando sus practicantes tienen un rango muy bajo, amparar las normas del Estado de Derecho se hace dificultoso. Lo ideal hubiese sido que los propios partidos efectuaran su saneamiento, excluyendo a quienes no tenían ética ni cultura democrática. Este prodigio no se produjo en ninguna de las facciones que tenían vigencia.

Una década después del golpe, el azar de la economía es útil para engañarnos. Los precios internacionales y la fabricación de droga evitan que las idioteces del régimen originen su cambio. Como se sabe, sólo una minoría tiene intereses que trascienden lo material. No obstante, es preciso señalar que los males de hace diez años continúan con vida. Incluso, habiendo un mínimo de franqueza, tendíamos que reconocer su agravamiento. Hoy, en las instancias gubernamentales, la desfachatez alienta el orgullo de ser corrupto, autócrata e imbécil. No interesan sus revueltas verbales; desde el siglo XIX, los vicios se han mantenido invariables. El mayor absurdo ha sido pretender la eliminación del pasado para iniciar una era supuestamente original. Éste es el cuento que funda su romanticismo en torno al derrocamiento de 2003. Con el fin de consagrarlo, no titubean cuando, cada octubre, los muertos deben usarse como estandartes. Lo raro es que nadie los acuse de haber provocado su deceso. Nada esperanzador ha emergido de tal acontecimiento. Si algún valor tiene, es el de recordarnos que son aún incontables las personas dispuestas a celebrar la victoria del retroceso. Acoto que, mientras los golpistas gobiernen, la justicia será inaccesible.
(20131014)

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