La fortaleza creciente del régimen populista
Los propagandistas del régimen actual afirman que vivimos un proceso de cambio. Su fuerza de atracción, su innegable popularidad y su capital político-electoral radican, sin embargo, en lo contrario: en la capacidad del régimen de preservar y promover las corrientes político-culturales que vienen de muy atrás. La cultura del autoritarismo, el paternalismo y el centralismo sigue representando uno de los pilares más sólidos de la mentalidad colectiva boliviana, y esta cultura no ha cambiado en los últimos tiempos.
El modelo sociopolítico del presente es el legítimo heredero de las tradiciones más arraigadas en suelo boliviano, incluidos los legados político-culturales de origen indígena. Para mantener y ampliar su capital electoral, el actual gobierno proseguirá con la intensificación de las prácticas políticas conservadoras. Digo conservador en sentido de rutinario, convencional y a veces frívolo, provinciano y pueblerino y, ante todo, autoritario, paternalista y prebendalista. Esta herencia cultural se ha transformado en una mentalidad antidemocrática, antipluralista y anticosmopolita y en una visión acrítica, autocomplaciente y edulcorada de la propia realidad. Que es, después de todo, lo que gusta a la mayoría de la población.
Para utilizar en su provecho estas tradiciones, el régimen no ha necesitado mucho esfuerzo creativo intelectual, sino el uso adecuado y metódico de la astucia cotidiana. El accionar del gobierno ha sido facilitado por una mentalidad colectiva que tiende a la reproducción de comportamientos anteriores, muchos de ellos de carácter verticalista. Por ello se explica la facilidad con que se imponen el voto consigna, el caudillismo personal del Gran Hermano y el descrédito de los que piensan de manera diferente.
Lo que probablemente se acentuará en los próximos años es la tendencia a la desinstitucionalización de las actividades estatales y administrativas. No es casualidad que se fomente la economía informal, aunque sectores importantes de la misma se encuentran cerca de lo ilegal-delictivo. La desinstitucionalización afianza el uso discrecional del aparato estatal por parte de la jefatura populista. Este acrecentamiento del poder de los arriba (con su correlato inexorable: la irresponsabilidad) sólo es posible a causa de la ignorancia, la maleabilidad y la ingenuidad de los de abajo.
Por lo tanto: posiblemente aumentarán el secretismo, la discrecionalidad y la vasta corrupción de la administración pública. Se incrementará el clásico conflicto por puestos y espacios de poder en el seno de un ámbito reservado y cerrado, el interior del partido gubernamental, el cual no ha conocido ningún rasgo de democracia interna. Decaerá la actividad política como una práctica de deliberación abierta y pública, que tiene que justificarse racionalmente ante la opinión pública. En la praxis diaria los segmentos elitarios compiten dentro del partido gubernamental por la hegemonía política y el apoyo del aparato estatal, pero se trata de una pugna recatada y cautelosa, propia de los hábitos de las antiguas clases privilegiadas, pugna que ahora está en manos de los sectores ligados a la economía informal (y a la delictiva), que por ello no están interesados en una actuación transparente y basada en criterios racionales de largo plazo.
El resultado es el surgimiento de una élite gobernante convencional: el reino de los más astutos, que preserva el antiguo ámbito de la inmovilidad, la intransparencia y la arbitrariedad. En suma: en el ejercicio del poder los dirigentes populistas, que comienzan luchando por los derechos de los excluidos de la historia, se transforman en los miembros de una nueva élite de privilegiados. Mediante la utilización egoísta de los recursos fiscales y de la protección que brinda a los suyos el gobierno populista, este estrato de privilegiados mantiene viva la tradición de las anteriores clases altas que vivían del aparato estatal y no tenían ninguna responsabilidad ante el conjunto de la sociedad.
La incorporación de las masas indígenas al proceso político – mejor dicho: de los que hablan en nombre de las masas indígenas – no ha conllevado una democratización profunda de la formación de voluntades políticas en el área rural boliviana, sino una consolidación de prácticas autoritarias habituales, pese a la insubordinación de segmentos del campesinado. Numerosos comentaristas han enaltecido la ruralización de la vida política boliviana como signo y resultado de un notable progreso social. Pero la ruralización del conjunto de la nación significa también la pérdida de la urbanidad en el trato social, el descuido de los derechos de terceros, la declinación de la proporcionalidad de los medios y la reaparición de formas arcaicas de hacer trabajo político, todo ello bajo el engañoso renacimiento de lo autóctono. Para decirlo claramente: se experimenta una caída civilizatoria y un descenso del nivel cultural.
En Bolivia la mentalidad favorable al caudillismo está con plena salud. El líder providencial aparece como la solución adecuada, por ser fácilmente comprensible para los sectores con niveles educativos menores. El caudillo está por encima de la laboriosa construcción de consensos, del debate pluralista y de las minucias de la vida institucional. La sociedad convencional confía más en el líder providencial que en el trabajo continuado y complejo de las instituciones. Lo problemático reside en el hecho de que el caudillo no conoce limitaciones a su actuación y perpetúa el legado rutinario de arbitrariedad e imprevisibilidad en la esfera pública.
Esta problemática puede ser aclarada mediante la reflexión siguiente. Siendo generosos, podemos suponer que las páginas de opinión en periódicos bolivianos no oficialistas son leídas por unas diez mil personas en el país. Siendo aun más generosos, podemos inflar esta cifra hasta alcanzar cien mil ciudadanos que comparten los valores normativos que habitualmente representan esos periódicos: el aprecio positivo del Estado de derecho, el pluralismo ideológico, la protección efectiva del medio ambiente, la defensa de la democracia moderna y el asco ante la frivolidad manipulada y la corrupción generalizada. Es decir: el uno por ciento de la población total es sensible a argumentos racionales y, por otro lado, es crítica con respecto a la cultura del autoritarismo y a las prácticas gubernamentales. Para casi todos los cálculos políticos y electorales del gobierno, este porcentaje de la población puede ser pasado por alto. La fortaleza del régimen reside en que es congruente con el modo de pensar y sentir de una parte muy considerable de esta sociedad.
Lo dicho no implica, por supuesto, una carencia de facultades éticas y estéticas en las llamadas mayorías nacionales. En su entorno familiar y grupal casi todos los ciudadanos aplican comportamientos de índole moral y desarrollan preferencias estéticas, pero casi siempre estos valores quedan circunscritos al círculo familiar o a sectores muy reducidos. Lo que falta, precisamente, es que la mayoría de los bolivianos extienda las consideraciones éticas y estéticas al conjunto de la sociedad y al funcionamiento del aparato estatal. Todo esto no significa una esencia nacional de carácter conservador, una identidad invariable y siempre fiel a sí misma, inmune al paso del tiempo. También la Bolivia profunda es pasajera. Las pautas normativas de comportamiento pueden durar varias generaciones, pero pueden ser transformadas paulatinamente por la educación y los contactos con otras culturas. Ahí reside la esperanza para una democratización efectiva de la sociedad boliviana.