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Entrevista a Claudio Ferrufino-Coqueugniot en el tercer número de la revista 88 grados

HABLA UN NOVELISTA GALARDONADO | “El escritor que escribe por la fama es un fracaso que no excederá su vida. El cementerio literario está plagado de pavos reales de los que nadie se acuerda…”

Claudio

Ferrufino: “Sin trabajo, sin esfuerzo, no se consigue nada. Escribir es trabajo forzado, y hay que hacerlo por el placer de expresar lo que se desea, fuera de la vanidad de saberse o no importante…”.

Gentil como siempre, Claudio Ferrufino-Coqueugniot, laureado escritor cochabambino, atiende las consultas de Guillermo Ruiz, miembro del comité editorial de 88 Grados, y habla, entre otras cosas, de su vida y su obra, del oficio de escritor, de los géneros literarios y de la situación actual de la literatura boliviana…

EL ESCRITOR
Claudio Ferrufino-Coqueugniot es un escritor migrante, es decir, inquieto y en constante movimiento. Nació en Cochabamba en 1960, y desde 1989 reside en Denver, Colorado. Exiliado voluntariamente en Estados Unidos, ha tenido que sobrevivir trabajando como albañil, estibador, panadero, repartidor de periódicos, especialista de frutas y verduras, entre otros oficios. Entre sus obras se encuentran Años de mujer (poesía, 1989), Virginianos (prosas, 1991), El señor don Rómulo (novela, 2002), El exilio voluntario (ganadora del Premio Casa de las Américas de Novela 2009), Diario secreto (galardonada con el Premio Nacional de Novela 2011), Crónicas de perro andante (escrito junto a Roberto Navia, 2013), Muerta ciudad viva (novela, 2013).
Caricatura de Leonardo Aliaga | Los Tiempos

© Guillermo Ruiz Plaza | Revista 88 grados

—No recuerdo dónde leí que hay dos tipos de escritores: los de brújula (o intuición) y los de mapa (o planificación). ¿Con cuál te identificas?

— Quizá más intuitivo. Aunque cada libro es único y, en mi caso, la aproximación a ellos difiere cada vez. En Diario secreto hubo una planificación que no existe en El exilio voluntario. En El señor don Rómulo, otra planificación distinta a la de Diario. Y en Muerta ciudad viva, más que un organigrama, existió una galería de memorias que fueron trasladándose al papel. Incluso hay libros que se escriben desde la nada, de un momento trivial como sentarse en frente de un ordenador y ajustar las teclas. No me estoy refiriendo a algo como la escritura automática, que pregonaba el gran Robert Desnos, sino a la posibilidad de que algo creativo surja de un momento nada particular. Como si el ver aparecer la primera letra en la pantalla desatara la tormenta.

— ¿Cómo inicias y finalizas la escritura de una novela?

Caricatura-Leonardo-Aliaga— Parto de una idea, un tema general que es posible que se desintegre en muchos otros. En condiciones normales, diría que tengo previstos el inicio y el fin, lo que no implica que vaya a desarrollarse así. Hay mucho de autonomía en una novela y no siempre se sigue el camino proyectado o esbozado. Es parte de su fascinante dinámica. El esquema inicial, gracias a esta dinámica, está sujeto a cambios fundamentales. Resulta que se puede comenzar escribiendo una novela, y al terminarla, es otra que no tiene nada que ver con la proyectada. Esa “vida propia” de los libros, que tanto se usa como lugar común, es cierta y está ostensiblemente presente.

— Tengo entendido que empezaste escribiendo poesía, luego hiciste textos breves, y desde hace un buen tiempo ya, novela. ¿Se puede hablar de una especie de “evolución” en tu obra?

— Jorge Suárez dijo hace muchísimos años, en una reseña sobre Virginianos, libro mío de textos breves, que era obvio que mi destino estaba en la novela. Visionario como era, vería en mi narrativa los gérmenes de lo que produciría algo en un género mayor, mucho antes de que yo considerase siquiera pensar en hacerlo; diez años de antelación en lo que Jorge opinaba. Continúo escribiendo textos breves, tal vez con un estilo distinto, más directo y menos lírico, poético, onírico, fantasioso o como quiera llamárselo. Evolucionó hacia algo que se aproxima a la crónica, pero que no pierde tampoco esa herencia literaria que siempre caracterizó mis ensayos cortos. Por otro lado, el cambiar de género literario no significa la disolución de los otros. Creo que en El exilio voluntario, por ejemplo, hay mucha poética, y una poética oscura, macabra o del mal; también en el Diario. Me gusta trabajar mis columnas para periódicos como textos literarios. Algo que mi amigo Pablo Mendieta Paz me observó desde que comenzó a leerlos. Es más, otra amiga, profesora en la universidad de Boulder, Colorado, ha usado una columna “política” mía para sus clases de lenguaje. Eso me gusta.

— Cuando le preguntaban por qué no escribió novela, Borges solía contestar que no quería ceder al ripio. Una novela, por su naturaleza misma, tiene necesariamente ripios, decía. ¿Estás de acuerdo?

— Sí, claro; construir una carretera no es lo mismo que modelar un paso entre un emparrado y un mirador. Me hace pensar en Norman Mailer y en el sólido ripio que caracteriza a Los desnudos y los muertos, novela monumental. Por otra parte, existen novelas carentes de ese elemento, que son como largos poemas en prosa. No se me ocurre mejor ejemplo que Sacha Yegulev, de Leonid Andreyev. Un autor como Borges no necesitaba escribir novela; sus textos tienen la complejidad de una en un porcentaje mínimo de páginas.

— Regresemos por un instante al género breve. Si tuvieras que contar tu vida en uno o dos párrafos, ¿cómo sería ese microrrelato?

— Nada especial. Un hombre esencialmente sedentario que quiere convertirse en empedernido viajero. En esa contradicción, que posee un fondo de lucha sobrehumana, hace su aprendizaje y adquiere experiencia. Los viajes no son necesariamente traslados geográficos. Suelen ser, a veces, cambios de estatus forzados que dan resultado similar al traslado físico. Cambios voluntarios, oposición a sí mismo.

— Menciona algunos libros o autores que para ti han resultado decisivos…

— No soy cuentista, y mis dos autores favoritos lo eran: Isaak Bábel y Marcel Schwob. El estilo, la riqueza de la palabra, la concisión, el laconismo –incluso el barroquismo, en el caso de Schwob– que da la erudición. Entre los poetas: Guillaume Apollinaire y César Vallejo. Incluyo a Borges, la épica de Sienkiewicz y el alma rusa en sus variantes tolstoianas, chejovianas, dostoievskianas, en Bunin y en Sholojov, en Pilniak y Berberova.

Fundamentales han sido para mí La Ilíada, leída como diez veces, y Los miserables. Homero y Hugo como mis dos columnas de Hércules; y Bábel y Schwob como su naturaleza interior. No puedo olvidar a Gogol, a quien idolatramos mi madre y yo. Ella en Las almas muertas y yo en El Inspector General, ambos comprados con mis ahorros de pasajes entre el hogar y la Alianza Francesa, a mis doce años. Cabe anotar que el primer libro que adquirí con aquel pequeño sacrificio de caminar y no tomar el taxi quinientero fue El país de las pieles, de Julio Verne, sito en la mítica y todavía no vista Bahía de Hudson.

— Llama la atención lo fragmentario de El exilio voluntario. Los tres tiempos se mezclan, hay saltos temporales abruptos, pero también bruscos cambios de tono… Es un “astillamiento” de la narrativa. ¿Por qué pensaste que esta forma convendría a la historia de Carlos Flores, inmigrante boliviano en EEUU?

— Porque toda emigración implica un astillamiento. La dureza de la transformación, que no es poca si pensamos que hay un traslado cultural brutal, destruye los cánones del individuo, de comportamiento y pensamiento. Se fragmenta, lo que no es lo mismo que decir se rompe, y esa fragmentación, cada una de sus piezas, busca representarse. Eso sucede en esta novela. Traslados que parecen deportaciones; nostalgias como tormentas. Además de la incertidumbre que quita toda cronología y linealidad a la vida misma y que aparece en lo oral o lo escrito.

— Carlos Flores es un inmigrante que extraña su tierra sin patetismo ni quejas. Sin embargo, en el curso de su exilio voluntario, siente “cansancio moral”. ¿A qué se debe?

— Demasiado peso para un individuo. No hablamos de una búsqueda de bienestar material, que es casi siempre el motivo de la emigración, sino de ansias de experimentación, expansión, eludir los límites, superarlos. Ni siquiera el éxito material logrará, en un caso así, alcanzar lo que se podría llamar felicidad. Las metas son otras, a veces surreales. El individuo que en su batalla consigo mismo pone como representación de su otro yo al ambiente exterior, tratando de aliviarla. Siempre es más fácil combatir a un contrario concreto que hacerlo con fantasmas. No hay que interpretarlo como una huida, sino más bien como una estrategia.

— Experiencias diversas, sobre todo íntimas y sexuales, dejan su sello en tu última novela, Muerta ciudad viva. Pero, desde el título, el ámbito parece ser colectivo: la ciudad. ¿Cómo la conviertes en protagonista?

— La ciudad es el mentidero donde se reúnen los protagonistas. Las ciudades no son los paraísos bucólicos que se desea; por lo general son monstruos voraces sin identidad ni conmiseración. Dentro de ellas se mueven los anhelos y prácticas individuales, que se convierten, se quiera o no, en colectivos, y más aun, en grupales. Para cada grupo, la ciudad representa algo diferente, se hace distinta según sus apetencias. Pero no son los homúnculos humanos los que delinean el trazo, sino la ciudad misma como ente abstracto y vivo. En esta novela existe la conciencia de ello, de ser manipulado por una sombra superior. Pero también la reacción del individuo, que al verse comido por este insaciable Saturno, elige combatirlo, con todas sus falencias y menudas fuerzas, haciéndose a un lado, evitándolo. Hay un dejo de derrota triunfador. Es su paradoja.

— El antihéroe de Muerta ciudad viva es dionisíaco y parrandero, goza tanto como sufre, pero al final parece alcanzar el sosiego. Quizá nace entonces la idea de dejar el país. ¿En qué consiste este sosiego? Y, en tu criterio, ¿salir del país es temerario o necesario?

— Salir es siempre necesario. Como decía antes, quizá ni siquiera una salida de un entorno físico. El combate personal como método y fin. Si hay sosiego al final de este camino en realidad interminable, se verá. Cada cosa que se decida conscientemente e individualmente es un viaje iniciático. La catarsis puede tomar distinto cariz a cada paso. Iniciaciones simultáneas y duraderas; una dinámica peligrosa y enriquecedora.

— Llama la atención los lazos que teje tu novela con la rica tradición picaresca. ¿Sucede lo mismo en tus obras anteriores?, ¿qué es lo que te atrae de esa vertiente?

— En El exilio hay mucho del pícaro que nos viene desde el Buscón de Quevedo. Incluso está la búsqueda de lugares lejanos para tratar de encontrar en ellos la redención que no parece posible en la tierra de uno. Pero hay un pícaro inverso, diría, en mi novela. Porque el pícaro tradicional parte de la hez del mundo en busca de lo que podría ser mejor, en términos materiales, y luego espirituales, si se quiere (refiriéndome al alivio de ya contar con el reconocimiento de la sociedad, el amor de las mujeres que se desea de lejos, etcétera.), mientras que Carlos Flores sale de una relativa comodidad (reconocimiento, estatus y más) en su lugar de origen para buscarse a sí mismo en el anonimato, en la dureza, el hambre, la incomodidad, casi con hábito franciscano, aunque hereje. El Buscón intenta que los otros lo acepten; a Carlos Flores no le interesa. Pero, retomando a María Cristina Secci, en un ensayo sobre Jorge Ibargüengoitia, esa irremediable condena al fracaso del pícaro, haga lo que haga, esté donde esté, se cumple también en El exilio. El personaje se ha aislado tanto, que de allí no podrá salir. Su autocondena lo amontona con los tantos fracasados de la picaresca.

— Háblanos de Crónicas de perro andante. ¿Por qué Roberto Navia y tú decidieron compilar juntos sus textos? ¿Hay convergencias y divergencias o solo cursos paralelos?

— Es un libro que abarca un amplio período y una diversidad geográfica bastante extendida. Ni qué hablar de los temas, a pesar de que diría que en todo el libro, y en ambos autores, existe una recurrencia hacia el dolor, la soledad, la solidaridad, la abyección. Elementos tan humanos que se los da por descontado. Y el péndulo, que no es otro que el cotidiano, entre la vida y la muerte.

Admiro a Roberto como periodista. Admiro su hombría de bien y su valentía. Un hombre que se arroja de propia voluntad a las fauces de los infiernos, armado de una cámara y un lápiz, y con ánimo de descubrir lo que se esconde detrás de las fachadas, merece respeto. No nos conocemos en persona y, sin embargo, “chateamos” como si hubiésemos crecido en el mismo barrio. La ventaja de este anonimato virtual es que borra las diferencias cronológicas que quizá impedirían semejante afinidad, siendo yo casi veinte años mayor que él. Ya llegará el tiempo de abrazarnos en serio y de afianzar estos lazos que se iniciaron con el vicio mutuo de escribir.

Esbozamos temas generales y cada uno habló de ellos a su modo. Salió algo lindo, interesante, una experiencia enriquecedora en dos campos de la escritura que no son incompatibles. Vale no solo como experimentación, también como ejemplo. Al desligarnos de fatídicos individualismos y vanidades y ponernos a escribir una obra conjunta, leyéndonos y criticándonos uno a otro, hemos aprendido. Roberto es camba y yo colla; él es joven y yo no tanto; soy escritor, Roberto es periodista; vivimos a cinco mil kilómetros de distancia; no nos conocemos, y jamás existió eso de “cómo este tipo se atreve a criticarme, a darme consejos”. Más que buena fortuna, considero que es seriedad de desear hacer algo bien, de trabajar algo trascendente, superando (no esquivando) los incontables problemas que parecían oponerse.

— Es un título extraño. ¿Cifra el contenido o más bien el tono?

— Creo que ambos. Una diáspora permanente, no definitiva. Moverse, viajar, hundirse en los recovecos del mundo que dan como resultado el mismo ser humano: controvertido y mutante, sobrio y falaz. Hablar del hombre común, eludiendo los iconos que por lo general son el punto de partida desde donde se cuenta la historia. Acá no. Gente de la calle, a la que se esconde, a la que negligentemente se ignora y que es la que construye las sociedades, la que erige a esos ídolos que se convierten con extrema simpleza en faros y faroles de sus sociedades. El perro… el título, lo eligió Roberto, y me gustó. Modestos trashumantes olisqueando el viento para hallar la sustancia.

— Se ha dicho que, actualmente, hay un “boom” de la literatura boliviana. ¿Estás de acuerdo con ese juicio? ¿Cuál es tu visión de la situación actual de nuestras letras?

— Creo que siempre, y en todo campo, rayamos los bolivianos con el mito. Eso es malo, porque muestra insalvables falencias. Hay un grupo de escritores que está publicando en el extranjero, lo que nos debe alegrar. Dos cosas, sin embargo: ese feliz hecho no tiene que darnos las ínfulas que de pronto, en el mundo literario, Bolivia ha tomado un papel preponderante. No es así por muchas razones. En literatura, como en otros campos, hay un cuoteo que permite espacio, ingreso, solo a un pequeño círculo de miembros de países como el nuestro para colorear el asunto de pluralidad y diversidad. Nos preguntaríamos que cómo es posible que Irlanda, con su tamaño, tenga el peso que tiene en las letras. Es muy diferente. Hay que ser cautos en lo que se afirma, aunque uno quiera dorar la píldora con buenas intenciones. Que se ha abierto un espacio, sin duda bueno para el colectivo nacional, con estos pioneros, es una cosa; que exista un “boom”, otra.

La “literatura boliviana” es un complejo que excede nombres. Hay falta de interés en el mundo por lo que se pueda producir aquí, por ausencia de tradición en el panorama amplio, de impulso y muchos etcéteras que siempre nos han relegado. Superar eso va a ser difícil, y se hablará de literatura boliviana en el mercadillo de las letras refiriéndose a un grupo privilegiado por circunstancias, tal vez también por talento, y nada más. Eso mientras no haya en Bolivia políticas de difusión y aprendizaje que permitan a los jóvenes desarrollar sus aficiones y gustos, y no se tome en serio el arte, incluido el popular, al mismo nivel que se da importancia al carnaval político. Tenemos que superar la imagen de folclor que traducen nuestros gobernantes, estos y los anteriores, querernos como país, saber y apreciar el inmenso potencial del que disponemos y trabajar como asnos. Sin trabajo, sin esfuerzo, no se consigue nada. Escribir es trabajo forzado, y hay que hacerlo por el placer de expresar lo que se desea, fuera de la vanidad de saberse o no importante. El escritor que escribe por la fama es un fracaso que no excederá su vida. El cementerio literario está plagado de pavos reales de los que nadie se acuerda. Tesón y disciplina; rigor, autocrítica, aprendizaje y humildad son, en mi opinión, cosas esenciales para un escritor que desee lograr algo. No se escribe por gloria; se lo hace por amor y por dolor.

Digresión permitida, creo, para valorizar lo esencial. Tiempo vendrá para las grandes letras, como para el gran fútbol o lo que fuere. No hay que cejar en el empeño.

Escritores hay muchos. Y también jóvenes, lo que es mejor. Veo una gran dinámica en dos polos distintos: en El Alto y en Santa Cruz, sin desmerecer al resto. Prueba de que la dinámica económica tiene su peso también en las artes. Ese es el “boom” para mí, contemplar el esfuerzo de muchísima gente, que con suerte y oficio variados lo intenta. Que los lean afuera no interesa, no hoy, cuando lo que se está construyendo, a veces con gran esfuerzo en una nación pobre y de desocupados, servirá un día quizá para sentar las bases de una gran literatura que podamos considerar nuestra.

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