El Che, un megalómano con ansias de poder
Más mito que realidad / Nota III de IV
El deseo de poder del Che tenía otras maneras de expresarse aparte del asesinato. La contradicción existente entre su pasión por viajar -una manera de protestar contra las restricciones oprimentes del Estado- y su impulso por convertirse él mismo en un Estado opresor resulta patética.
Cuando escribió sobre Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, Guevara reflexionaba: «El pertenecía a esa clase singular de hombres que la especie produce rara vez, en quienes el ansia de poder ilimitado es tan extremo que para conseguirlo cualquier sufrimiento parece natural». Podría haberse descripto a sí mismo con esos términos.
En su vida adulta, su megalomanía se manifestó a través del impulso predatorio de apoderarse de la vida y la propiedad de otros, aboliendo así su libre albedrío. En 1958, después de tomar la ciudad de Sancti Spiritus, Guevara intentó, sin éxito, imponer una suerte de sharia, regulando así las relaciones entre hombres y mujeres, el consumo de alcohol y las apuestas informales? un puritanismo que no caracterizaba exactamente a su propio estilo de vida.
También ordenó a sus hombres que robaran bancos, decisión que justificó en una carta dirigida a Enrique Oltuski, uno de sus subordinados, en noviembre de ese año: «Las masas oprimidas aceptan robar los bancos porque no tienen ni una moneda». Esta idea de revolución como una licencia para redistribuir la propiedad tal como a él le parecería adecuado llevó al marxista puritano a apoderarse de la mansión de un emigrante después del triunfo de la revolución.
El impulso de despojar a otros de sus propiedades y a reclamar la propiedad del territorio ajeno fue un elemento central en la cruda política de poder de Guevara. En sus memorias, el líder egipcio Gamal Abdel Nasser registra que Guevara le preguntó cuántas personas habían abandonado su país a causa de las reformas. Cuando Nasser le respondió que no se había ido nadie, el Che replicó, furioso, que la manera de medir la profundidad de un cambio es por medio del número de personas «que sienten que no hay lugar para ellos en la nueva sociedad». Este instinto predatorio alcanzó su punto más alto en 1965, cuando empezó a hablar, como si fuera Dios, del «Hombre Nuevo» que él y su revolución crearían.
La obsesión del Che por el control colectivista lo llevaría a colaborar en la formación del aparato de seguridad que se puso en marcha para sojuzgar a seis millones y medio de cubanos. A principios de 1959, se llevó a cabo una serie de reuniones secretas en Tarará, cerca de La Habana, en la mansión a la que el Che se había retirado temporalmente para recuperarse de una enfermedad. Allí fue donde los dirigentes máximos, incluyendo a Castro, diseñaron el Estado policial cubano.
Ramiro Valdés, subordinado del Che durante la guerra de guerrilla, fue puesto a cargo del G-2, un cuerpo organizado según el modelo de la Cheka. Angel Ciutah, un veterano de la Guerra Civil española enviado a los soviets que había estado muy próximo a Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, y que más tarde cultivó la amistad del Che, desempeñó un papel clave en la organización del sistema, junto con Luis Alberto Lavandeira, quien había desempeñado el cargo de supervisor en La Cabaña. El propio Guevara se hizo cargo del G-6, el cuerpo encargado de adoctrinar ideológicamente a las fuerzas armadas.
LA OPORTUNIDAD PERFECTA
La invasión de Bahía Cochinos, respaldada por Estados Unidos en abril de 1961, se convirtió en la ocasión perfecta para consolidar el nuevo Estado policial, con el arresto de decenas de miles de cubanos y una nueva serie de ejecuciones. Tal como Guevara le dijo al embajador soviético Sergei Kudrivtsev, los contrarrevolucionarios jamás volverían «a alzar la cabeza». «Contrarrevolucionario» es el término que se aplicaba a cualquiera que se apartara del dogma. El sinónimo comunista de «hereje».
Los campos de concentración eran una de las formas que el poder dogmático empleaba para eliminar el disenso. La historia atribuye al general español Valeriano Weyler, capitán general de Cuba a fines del siglo XIX, haber empleado por primera vez el término «concentración» para describir la política de cercar las masas de potenciales opositores con alambres de púas y empalizadas. Qué adecuado resulta que los revolucionarios cubanos retomaran esa tradición autóctona más de medio siglo más tarde.
Al principio, la revolución movilizó voluntarios para construir escuelas y trabajar en puertos, plantaciones y fábricas; exquisitas oportunidades para fotos del Che estibador, el Che recolector de caña, el Che obrero textil. Pero no transcurrió mucho tiempo para que el trabajo voluntario se hiciera un poco menos voluntario: el primer campo de trabajos forzosos, Guanahacabibes, se estableció en el oeste de Cuba a fines de 1960. Así es como el Che explicó la función que cumplía este método de reclusión: «A Guanahacabibes se manda a la gente que no debe ir a la cárcel, la gente que ha cometido faltas a la moral revolucionaria de mayor o menor grado… Es trabajo duro, no trabajo bestial».
Este campo fue el precursor del posterior confinamiento sistemático, que empezó en 1965 en la provincia de Camagüey, de disidentes, homosexuales, católicos, testigos de Jehová, sacerdotes afro-cubanos y otra escoria semejante, bajo el estandarte de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción. Apiñados en ómnibus y camiones, los «ineptos» eran transportados a punta de pistola a los campos de concentración organizados según el modelo de Guanahacabibes. Algunos nunca regresarían, otros serían violados, golpeados o mutilados; y casi todos quedarían traumatizados de por vida, tal como lo reveló al mundo un par de décadas atrás el desgarrador documental de Néstor Almendros, Improper Conduct.
Así, la revista Time tal vez no dio del todo en el blanco en agosto de 1960, al describir la división del trabajo de la revolución en una nota de tapa que asignaba al Che Guevara la función de «cerebro» y a Fidel Castro el «corazón» y a Raúl Castro el «puño». Pero esa interpretación reflejaba el rol crucial desempeñado por Guevara en la transformación de Cuba en un bastión del totalitarismo.
El Che era un candidato improbable a la pureza ideológica, dado su espíritu bohemio, pero durante los años de entrenamiento en México y el siguiente período de lucha armada en Cuba emergió como el ideólogo comunista infatuado con la Unión Soviética, para gran incomodidad de Castro y de otros que eran esencialmente oportunistas dispuestos a usar los medios que fueran necesarios para llegar al poder. Cuando los revolucionarios en ciernes fueron arrestados en México en 1956, Guevara fue el único que admitió que era comunista y que estaba estudiando ruso. Durante la lucha armada en Cuba, forjó una fuerte alianza con el Partido Socialista Popular (el partido comunista de la isla) y con Carlos Rafael Rodríguez, un elemento clave de la conversión al comunismo del régimen de Castro. Esta tendencia al fanatismo convirtió al Che en un eje vital de la «sovietización» de esa revolución que tantas veces se había jactado de su carácter independiente.
AL BORDE DE LA GUERRA
Muy pronto después de que los barbudos llegaron al poder, Guevara tomó parte de las negociaciones con Anastas Mikoyan, el viceprimer ministro soviético que visitó Cuba. Se le confió la misión de promover las negociaciones cubano-soviéticas durante una visita a Moscú a fines de 1960. Su segundo viaje a Rusia, en agosto de 1962, fue aún más significativo, porque selló el pacto que convertiría a Cuba en una cabeza de playa nuclear soviética. Se reunió con Khrushchev en Yalta para ultimar detalles de una operación que ya se había iniciado y que involucraba la instalación de cuarenta y dos misiles soviéticos, la mitad de los cuales estaban equipados con cabezas nucleares, así como lanzamisiles y 42 mil soldados. Tras presionar a sus aliados soviéticos con el riesgo de que los Estados Unidos se enteraran de lo que estaba ocurriendo, Guevara consiguió que le garantizaran la intervención de la marina soviética? En otras palabras, que Moscú estaba dispuesto a ir a la guerra.
Según la biografía de Guevara escrita por Philippe Gavi, el revolucionario había alardeado de que «por defender sus principios, este país está dispuesto a arriesgarlo todo en una guerra atómica inimaginablemente destructiva».
Inmediatamente después de que terminó la crisis misilística cubana -cuando Khrushchev renegó de la promesa hecha en Yalta y negoció un acuerdo con Estados Unidos a espaldas de Castro, que incluía el retiro de los misiles estadounidenses de Turquía-, Guevara le dijo a un diario comunista británico: «Si los misiles hubieran permanecido en Cuba, los hubiéramos usado, dirigiéndolos hacia el corazón mismo de los Estados Unidos, incluyendo Nueva York, para defendernos de la agresión». Y un par de años más tarde, en las Naciones Unidas, fue fiel a sus principios: «Como marxistas, hemos mantenido que la coexistencia pacífica entre naciones no incluye la coexistencia entre explotadores y explotados».
Guevara se distanció de la Unión Soviética en los últimos años de su vida. Lo hizo por razones erróneas, acusando a Moscú de ser demasiado blanda ideológica y diplomáticamente, por hacer demasiadas concesiones. En octubre de 1964, un memorando escrito por Oleg Daroussenkov, un funcionario soviético cercano al Che, cita estas palabras de Guevara: «Pedimos armas a los checos; nos rechazaron. Después se las pedimos a los chinos; dijeron que sí pocos días después, y ni siquiera nos cobraron, diciendo que no se le venden armas a un amigo». En realidad, Guevara estaba resentido por el hecho de que Moscú les pedía a los otros miembros del bloque comunista, incluyendo Cuba, algo a cambio de la colosal ayuda y el respaldo político que les prestaba.
Su ataque final contra Moscú se produjo en Argel, en febrero de 1965, en una conferencia internacional, donde acusó a los soviéticos de haber adoptado la «ley del valor», es decir, el capitalismo. Su ruptura con los soviéticos, en suma, no fue un grito de libertad. Fue un aullido al estilo de Enver Hoxha exigiendo la subordinación total de la realidad a una ciega ortodoxia ideológica.
Traducción de Mirta Rosenberg.
Fuente: LaNacion