ArtículosH. C. F. MansillaInicio

Gratitud ante doctorado honorario de la UMSA

Con muchas interrupciones, desde 1979 he impartido cursos y conferencias en el sistema universitario boliviano. Por aquellos días mi padre, Hugo Mansilla Romero, era rector de la Universidad Mayor de San Andrés y creía –con un optimismo típico de una generación de pioneros– que la universidad estaba destinada a ser el motor del desarrollo nacional y a brindar el impulso principal para una reforma ética e intelectual del país. Durante cincuenta años (1937-1987) mi padre fue un catedrático consagrado exclusivamente a formar buenos profesionales, aunque en los últimos tiempos sus alusiones a la vida universitaria dejaban entrever un aire de melancolía y hasta de tristeza. Mi padre tenía la convicción de que la crítica profunda de la situación nacional representaría el primer paso de la necesaria reforma del ámbito universitario e intelectual. Creo que ese legado sigue en pie: hay que contribuir a una paulatina modificación de la mentalidad autoritaria y colectivista de la sociedad boliviana, mentalidad que impregna la cosmovisión y los valores de orientación de casi todos los grupos sociales. No es una tarea imposible, pero constituiría un esfuerzo que tomará algunas generaciones en dar frutos.

En esta época de modas intelectuales cambiantes, quiero dejar testimonio de mi adscripción a los principios racionalistas clásicos: creo que los progresos de la investigación científica y de la construcción de teorías aceptables en el campo histórico y social han sido posibles solo mediante la duda metódica. Como dijo Octavio Paz, también la literatura y el arte modernos son inseparables de la función crítica de nuestro intelecto: “Aprender a saber significa, ante todo, aprender a dudar”. Y esta herramienta es el mejor antídoto contra el dogmatismo. En cambio, en la atmósfera cultural boliviana creo percibir, pudiendo equivocarme fácilmente, una marcada tendencia a aceptar y a propagar convicciones que parecen autoevidentes y, por lo tanto, verdaderas en sentido enfático. Se percibe aquí la resistencia a todo proceso de desilusionamiento ─la base del genuino aprendizaje─, el rechazo a un propósito de desencantamiento con respecto a lo propio, la oposición a considerar otros puntos de vista que no sean los prevalecientes, es decir: los convencionales y rutinarios, los que cuentan con el afecto y hasta con el amor de la población.

Por ello los asuntos de mi vida han sido la reflexión teórica sobre temas políticos, el anhelo por comprender mejor el mundo social y, ocasionalmente, la contemplación estética. Mi inquietud principal ha sido el individuo expuesto a los avatares de las sociedades modernas, la persona sometida al sinsentido de la historia y el destino, el ser pensante topándose con las trivialidades de la opinión pública. Yo también experimenté desde pequeño la insignificancia de los humanos frente al mundo: la solidaridad es una actitud poco frecuente. La promesa de un mundo feliz se ha transformado hoy en la posibilidad de la destrucción ecológica y la regresión histórica. Leí estas cosas en los libros de mis profesores de la Escuela de Frankfurt, textos terribles y cargados de una amarga verdad, donde hallé las primeras formulaciones de esta concepción pesimista que se aviene tan bien con mi carácter. Creo ser fiel a mis maestros de la Escuela de Frankfurt cuando reivindico el valor superior del individuo frente a las coacciones manifiestas de los sistemas totalitarios, por un lado, y ante las seducciones sutiles de la industria contemporánea de la cultura, por otro.

La solidaridad entre los mortales nace de la experiencia de la soledad, el abandono y la incertidumbre, es decir de fenómenos que a todos nos toca sobrellevar más tarde o más temprano. Esa solidaridad frente al curso del tiempo el gran destructor es la que debería promover un entendimiento sensato entre los hombres. Un pesimismo consciente y crítico nos puede ayudar a evitar los extremos, lo que constituye de por sí una pequeña victoria de la razón. La resignación sensata no carece de cierta esperanza. Las contingencias de la vida social e individual están contrapuestas a las tendencias sociopolíticas de la más diversa especie que propugnan doctrinas y designios de justicia total. El carácter aleatorio de las acciones humanas se aviene mal con esfuerzos metódicos que están basados en la noción optimista de que es posible y aconsejable planificar el futuro de los asuntos humanos de acuerdo a teorías provenientes de libros y gabinetes. En un rapto de entusiasmo racionalista, Karl Marx exclamó que nuestro deber era cambiar el mundo según los dictados de la razón histórica; hoy, más humildes, sabemos que nuestra obligación es preservarlo de las tentaciones de la razón instrumental, apoyándonos en un principio de responsabilidad basado paradójicamente en la “modestia” histórica.

No hay que lamentarse excesivamente por el pasado ni esperar demasiado del futuro. Los pensadores estoicos me enseñaron que es una simple pérdida de tiempo el quejarse sobre el sinsentido de la existencia. Siempre podemos alcanzar un sentido limitado, de acuerdo a nuestras posibilidades, configurando nuestra vida cotidiana de manera razonable. Se trata, por supuesto, de una doctrina general que posee muchos puntos flacos y lugares comunes, pero, en la ancianidad, no se me ocurre una alternativa mejor que el viejo principio liberal, que también puede ser formulado como vivir y dejar vivir, dentro de las estrechas fronteras que la naturaleza y la historia nos fijan. Como escribió Hannah Arendt, la fidelidad se convierte en el signo y símbolo de la verdad: “Al término de nuestra vida sabemos que solo es verdad aquello a lo cual le pudimos conservar la fidelidad hasta el final”.

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