Tolerancia y democracia
El periodista argentino Pablo Sirvén, en un lúcido artículo afirmó: «…vivir en democracia es el desafío de hacer convivir las ideas diferentes respetándose entre sí sin insultos y amenazas» (La Nación, 27.03.2016). Esto no ocurre siempre. La intolerancia y la descalificación del adversario es frecuente en los regímenes populistas que no toleran la pluralidad ni la confrontación civilizada de las ideas políticas. Pero, con desparpajo, se proclaman demócratas —los gobiernos comunistas añadieron al nombre de su país, la palabra democrática— pese a que no admiten iniciativas ajenas, ni críticas.
Ciertamente, nuestra región ha transitado por ambos caminos, el de la democracia —con imperfecciones, es cierto— y el del autoritarismo. Y lo malo es que se trata de ciclos, una suerte de corsi e ricorsi que va desde la tiranía, hasta la demagogia. Hay, por supuesto, la pretensión de que, por haber sido electo en elecciones —algunas de dudosa limpieza—, se tiene el título de demócrata cuando en realidad las restricciones a las libertades democráticas son ostensibles.
Lo anterior es parte del deterioro institucional, puesto que cuando un poder del Estado —el ejecutivo— predomina e impone, se está en el camino de la prepotencia y el autoritarismo. No es imaginable que haya protección legal cuando se usa sectariamente del poder judicial que es el responsable de hacer que se proteja la vida, la integridad, los bienes y el honor de los ciudadanos. Esto se multiplica, cuando se actúa con criterio partidista y abusivo, en el manejo del Estado en otras áreas.
Las distorsiones, sin embargo, no duran eternamente. Ahora se están sucediendo en nuestra región acontecimientos que apuntan al cambio. En Argentina perdió las elecciones el kirchnerismo y ya han surgido denuncias de corrupción de ese régimen tan ligado al populismo. Pese al empecinamiento del chavismo, el gobierno de Maduro se desgasta cada día más y su fin parece inexorable. En el Brasil, los escándalos por la corrupción en varios sectores del gobierno —en especial en Petrobras, la empresa icónica del país— ha tomado características dramáticas, con un expresidente que procura protegerse con la inmunidad de un ministerio y una presidente que se empecina en seguir gobernando cuando la apoya solo un 10% de los brasileños.
El cambio es inevitable. Puede ser el término de ese terrible ciclo entre autoritarismo y democracia. Se debe consolidar la vigencia de los derechos humanos, del Estado de Derecho, de la institucionalidad republicana y asegurar el respeto mutuo entre las mayorías y las minorías.