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La Historia tendrá mucho trabajo en su juicio sobre Fidel

Por Carlos M. Reymundo Roberts | LA NACIÓN

Ya sabemos: la muerte, incluso la muerte de las figuras más polémicas, muchas veces tiene un efecto redentor. Ante el episodio final, irreparable; ante el que ya no está y, por lo tanto, no puede defenderse; ante el pasmo que suscita el tránsito al más allá de cualquier persona; en fin, ante ese espectáculo siempre dramático y conmovedor la mirada suele tornarse indulgente, piadosa. Lo hemos oído: la muerte mejora a las personas.

Fidel Castro no lo necesita. Fidel Castro, el dictador, el creador de un régimen sin libertades y tantas veces sanguinario, el que sometió a su pueblo a una larga lista de atrocidades, el que sembró la muerte en América y África (a Angola envió a unos 400.000 soldados para una guerra que se extendió 16 años), tuvo la fortuna de ser beatificado en vida. No me refiero, desde luego, a las legiones de comunistas, socialistas, tercermundistas, progresistas y anticapitalistas para quienes sencillamente fue una deidad casi desde el primer día de la Revolución Cubana. Para otras legiones de personas, incluso más numerosas que aquellas y con las que no comulgaban en nada, pasó a ser un personaje, un venerable, un líder al que se le debía respeto y hasta admiración. Hacía muchísimo tiempo que Fidel Castro había ganado lo que aquí, durante el kirchnerismo, se llamó «la guerra cultural». El relato.

El fenómeno fue universal, pero se hizo especialmente patente y explícito en nuestra América latina, siempre necesitada de creer en proyectos mesiánicos, ya desde los años 70. Ante Fidel y ante la Cuba de Fidel se rendían dirigentes políticos, intelectuales, artistas, religiosos, deportistas, periodistas. En una enorme cantidad de ambientes, sobre todo los vinculados con la cultura, lo políticamente correcto era hablar bien de Castro, destacar los éxitos de la Revolución en salud y educación, y tener una mirada comprensiva de sus facetas más controvertidas o indefendibles: el régimen de partido único, la falta de libertades, la violación sistemática de derechos humanos y las penurias económicas que empezó a vivir la isla cuando dejó de ser subsidiada por Moscú al desaparecer la Unión Soviética.

En mis correrías por la región como corresponsal del diario, en los años 90, me topé con esta realidad a cada paso. Fidel era intocable. A Fidel le rendía pleitesía Gabo García Márquez, lo exaltaban presidentes, lo homenajeaban universidades, le escribían los poetas y le cantaba Mercedes Sosa. Una vez, en la Venezuela anterior a Hugo Chávez, un escritor de credenciales democráticas justificó así los discursos de hasta 12 horas de Fidel por cadena nacional: «Tiene que contrarrestar a la CNN, que transmite las 24 horas». La CNN, que en Cuba no puede verse. Periodistas que en sus países se envolvían en la bandera de la libertad de prensa y ponían el grito en el cielo ante la mínima desviación, al juzgar lo que pasaba en Cuba en ese campo siempre encontraban una coartada: «Es otra realidad, otro contexto político e histórico».

En los sectores más pro Castro de nuestra América, la guerra cultural llamó a las cosas según su conveniencia. La debacle económica no era consecuencia del fracaso de un sistema, de una ideología, sino «del brutal bloqueo» (que, en rigor, es un embargo y no un bloqueo). Los opositores que eran detenidos y confinados bajo condiciones infrahumanas no eran opositores, sino «contrarrevolucionarios». El general Ochoa, condecorado como «Héroe de la República» por Castro, y el coronel Tony de la Guardia no fueron fusilados en 1989 después de una purga stalinista (y de ser juzgados por un tribunal militar designado a dedo por Castro), sino por «narcotraficantes».

Por supuesto, en todas las latitudes siempre hubo voces que se apartaban de ese himno coral de alabanzas. Especialmente, las de quienes originalmente habían adherido al castrismo, como Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y muchos otros. Pero había que tener coraje. Ser contracultural. Desafiar los valores establecidos. Estar dispuesto a ser calificado de facho, reaccionario, integrista o agente de la CIA.

No su muerte, sino la realidad de las cosas, vuelve incontrastable que Castro fue un líder de extraordinaria inteligencia, culto, carismático, audaz, un estratega, un hombre de Estado. Una persona excepcionalmente única. Nadie gobierna 50 años sólo por la fuerza.

Pero la muerte tampoco lo exculpa. Fidel Castro le dará mucho trabajo al juicio final de la historia.

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