Cuando una novela vuelve prescindible nuestra realidad
La idea de que el hombre es una realidad que depende o resulta de otras realidades –sean éstas sobrenaturales, naturales o sociales– no es descabellada. Al contrario: es plausible.
Octavio Paz
Tal como sucede con otros autores, Mario Vargas Llosa no concibe la posibilidad de escribir una novela sin considerar experiencias propias. No se discute que, a la postre, se trata de ficción, por lo cual habrá invenciones del narrador. Podemos partir de aventuras que nos tuvieron como ejecutores; sin embargo, la imaginación debe tener también cabida. Es verdad que dicho escritor estuvo en el Colegio Militar Leoncio Prado, acumulando vivencias dignas del recuerdo. Asimismo, durante sus años universitarios, integró un grupo comunista, Cahuide, merced a cuyos menesteres se percató de prácticas, actitudes e insuficiencias que servirían con fines literarios. Con todo, nada de aquello habría bastado para crear La ciudad y los perros o Conversación en La Catedral, respectivamente; restaba su creatividad. En cualquier caso, hay una cercanía con lo real que vuelve sus historias más creíbles, al menos para quienes han conocido de circunstancias similares.
He fracasado en valorar positivamente las narraciones que me distancian de la ciudad. Soy un lector que busca historias relacionadas con lo urbano. Se trata de la única realidad que, salvo excepciones momentáneas, he conocido hasta el presente. Por esta razón, los cuentos de Horacio Quiroga no me fascinaron, peor aún Borrachera verde, novela escrita por Raúl Botelho Gosálvez. No obstante, hay autores que son capaces de llevarme a otros escenarios en los cuales cabe también la dicha. Frente a sus creaciones, la pretensión de una literatura tan urbana cuanto cosmopolita pierde fuerza. Quedo así colocado en un contexto extraño, ajeno, mas fascinante. Es lo que me pasa con las novelas de Manfredo Kempff Suárez.
Con Luna de locos, Kempff Suárez tornaba imposible el desdén por las historias ambientadas en el Santa Cruz de antaño. El desquiciamiento se asociaba con la pasión, incluso lujuria, para ofrecernos páginas de antología. He vuelto a sentirme complacido por esa clase de narraciones. Su nueva novela, El escrito, lo ha conseguido sin mayores inconvenientes. Ya el título auguraba una experiencia grata; teniendo la doble condición de lector y escritor, no podía sino esperar sucesos con los cuales sentirme identificado. Era la idea que impulsaba su lectura; empero, las bondades fueron sobremanera mayores. Porque sí resultaba interesante cómo un joven, Rómulo, luchaba por convertirse en novelista. Tenía que lidiar con un abuelo materno, Arístides, a quien esos quehaceres eran sólo un indicio de poca hombría. Sus esfuerzos por llenar cada carilla gracias a una vieja máquina de escribir lo convertían en un personaje admirable. Pero sus vicisitudes no bastan para notar todo el provecho del libro.
Es que, como no podía faltar en una obra de Manfredo, tenemos igualmente páginas marcadas por las debilidades y pasiones más ardientes del ser humano. En Santa Lucía de los Altos Montes, pueblo pequeño y con hermosas mujeres, varias historias han sido desencadenadas por móviles amatorios. Desde luego, no todos los escarceos terminan del mejor modo posible; al contrario, la excepción es hallar vínculos sin sufrimientos de por medio. Para muchos, el olvido, así como una especie de simulada amnesia colectiva, haría posible preservar un frágil orden familiar. Esto cambiará debido al ya comentado anhelo de ser escritor. Porque la novela de Rómulo, esa obra nacida entre vacas, insectos y un sol feroz, causará un vendaval que no conviene a usted despreciar. Su curiosidad, tanto moral como non sancta, se lo agradecerá.