Recuerdo de los años en el campo
Manfredo Kempff Suarez
Acaba de fallecer mi primo hermano “Chacho” Kempff (Francisco Noel) y hace pocos años murió “Chingolo” Justiniano (Eduardo), ambos mis menores, con los que pasé parte de mi niñez y juventud, y claro, si a ellos ya se los ha llevado el Señor, no habría ningún motivo para que en cualquier momento también se acuerde de mí. Por eso es mejor escribir hoy.
Estas muertes de mis primos menores, me han hecho recordar, más que nada, el campo cruceño, donde pasamos juntos; donde comimos masaco de yuca y “picao” de plátano. Aquel Buen Retiro que fue inicialmente de mi abuela paterna Luisa Mercado y luego de mi tío Noel, en la banda del Piraí; y El Valle, enorme propiedad de mi abuelo materno Virgilio Suárez, a cinco kilómetros de la ciudad sobre la carretera al norte, hoy plena urbe.
En Buen Retiro pasé mis vacaciones cuando estaba estudiando la primaria en el colegio Seminario a una cuadra y pasos de la plaza. Eran vacaciones de casi tres meses, durante las que no volvíamos al pueblo, porque para regresar había que hacerlo a pie o a caballo, debido a que no entraban vehículos que no fueran carretones de dos yuntas en que viajaba mi abuela Luisa, porque el camino era estrecho y arenoso y el Piraí siempre sorprendía.
Sin embargo, a El Valle íbamos en camiones cañeros, en el jeep Willys o en el Land Rover de mi tío Hermes. Y por supuesto que también se podía ir a pie. En El Valle no nos quedábamos los meses largos, por lo general solo unos cuántos días, donde aprendí a nadar con Hermesito, Gringo y Chingolo, en la poza que había a poca distancia de la casa de hacienda, a tirarles bolazos a las “tapas” de petos, y a comer mangas, guapuruces, ambaibas, achachairuces y todos los frutos silvestres que hay en nuestros montes.
En ambos lugares nos reuníamos un montón de primos; en una propiedad los Kempff y en otra los Suárez. Es que nuestras familias eran muy prolíficas. Mi abuela Rogelia (la veo meciéndose en su hamaca) había tenido 12 hijos de la que mi madre Justita era la mayor; y mi abuelita paterna cinco donde mi padre era el tercero. Mi tía Edicita, esposa de tío Noel, tenía cinco hijos también y mi tía Marina, la de tío Hermes, nada menos que ocho. Así que si a eso se sumaba la parvada de primos barcinos y traviesos que llegaban de visita, había que arreglárselas de la mejor manera para la hora de dormir, porque en cuanto a la comida era simple: no hay invento más grande de los cruceños que el locro, ni mejor “jacuú” que la yuca.
Si en El Valle aprendimos a nadar en la poza con mi hermano Julio (Mario era un crío todavía) y a hacer travesuras en busca de bichos y de frutas, en Buen Retiro aprendí a montar a caballo en pelo solo con un cabestro como rienda, escaldándome y dándome porrazos. Y aprendí con tío Noel las bondades de las abejas y el sabor de su miel, aunque nos picaran cada vez. Chacho montaba con nosotros y meleaba la miel pero tenía que someterse a los abusos y bromas de los primos mayores sin otra posibilidad que defenderse solo, porque si se quejaba a tío Noel no encontraba sino una cariñosa sonrisa paternal.
García Márquez decía que las imágenes y los recuerdos que se plasmaban hasta los ocho o diez años, eran los que perduraban para siempre, los que nunca se borraban. Y que para escribir sus novelas fueron los recuerdos de Aracataca, de la casa de sus abuelos, del viaje en tren con su madre, los que crearon Macondo , y los Arcadios, Aurelianos, Ursula Iguarán, Remedios, la bella, y Mauricio Babilonia.
Yo que he vivido fuera de Santa Cruz durante más de medio siglo, no hubiera podido escribir mis relatos cambas si no fuera por mis vivencias de niño, por Chacho y Chingolo mis primos que partieron, y por los muchos otros que quedan; por mis abuelos, mis padres, hermanos, tías, tíos, por Águeda, Castulia, Hortensia, Santi, Isaac, Ceferino, Saturnina, Taperoca y todos de quienes algo de su espíritu arranqué y guardé para mí.