La materia que nos distingue
Enrique Fernández García
El hombre es un ser posible; pero no hay posibilidades dentro de las cuales el hombre elija ésta o aquélla. El hombre elige su posibilidad, sí; pero esa elección no es sino el mismo acto de crearla.
Vicente Fatone
¿Qué nos hace humanos? Sin duda, es una pregunta que serviría para sumergirnos en un inagotable océano de libros. Todos los pensadores que se han ocupado de la antropología filosófica contribuirían, con mayor o menor éxito, a iluminarnos sobre las diferentes respuestas brindadas al respecto. Porque las explicaciones que fueron elaboradas a partir de ese interrogante son cuantiosas. Esta situación se volvió más compleja cuando, con Darwin y la evolución, ya no podíamos considerarnos criaturas divinas o, por lo menos, sin lazos con los demás animales. Éramos afines a los orangutanes, un hecho poco digno de ser celebrado, salvo para quienes aborrecen al hombre y, por tanto, endiosan a cualquier otra criatura, desde ballenas hasta roedores.
Se ha sostenido que somos el único animal que ríe. Lo asevera Henri Bergson y, salvo por las carcajadas de la hiena o esa conocida mueca del perro, podríamos concordar con su afirmación. Otros autores, como el ingenioso Mark Twain, han dado a entender que nuestra exclusividad es la religión. No habría, pues, nadie más en el reino animal –peor aún vegetal– que se hubiese preocupado por tener mitos, rituales y todo un conjunto de creencias acerca del más allá. Por cierto, al reflexionar sobre nuestras dimensiones, Émile Bréhier precisó que ninguna otra especie tomaba consciencia de su segura, inevitable desaparición, lo cual signaba la existencia humana. El último punto que, antes de seguir con lo más valioso, juzgo relevante acentuar es una idea lanzada por José Ortega y Gasset. Sucede que, de acuerdo con este pensador, el hombre es un ser histórico: lo que nos define está en nuestro pasado, no sólo individual, sino igualmente colectivo.
Más allá de reír, creer o tener pasado, entre otras cualidades, el ser humano puede pensar. Apunto algo más: no hacerlo conlleva forzosamente la insatisfacción de nuestras necesidades. Pero no basta con destacar esa capacidad, ya que, de cierto modo, un delfín podría realizar también operaciones equivalentes al pensamiento. En nuestro caso, debemos referirnos a una reflexión que sea profunda y crítica, cuestionadora incluso de sí misma. Hemos llegado a tal punto que, en esos afanes intelectuales, los hombres abrigaron dudas de su propia existencia. Es improbable que un castor explote su cerebro de dicha forma. Somos, por consiguiente, los únicos que podemos alcanzar ése y otros extremos. Porque esta condición no sirve sólo para incurrir en excentricidades; a lo largo del tiempo, ha permitido que nuestra vida se torne menos compleja.
No obstante, pensar será también problematizarse. Lo haremos desde un principio, comenzando con el nacimiento. Se trata del momento que marca el inicio de una vida inevitablemente problemática. El cuerpo necesitará de alimentación, cobijo, aun afecto, puesto que, si no atendiéramos estos requerimientos, la salud sería menoscabada. Son cuestiones que deben ser atendidas. Por supuesto, en principio, son los padres quienes asumen la carga de resolver estos problemas. Después, cuando crecemos y ya no precisamos de ninguna tutela, somos nosotros los que debemos lidiar con esas exigencias. Asimismo, nos ocuparemos de los obstáculos que hay en ese cometido. Para ello, es imprescindible que tomemos consciencia de su existencia y los enfrentemos con firmeza. Una vida bien lograda demandará que procedamos así. Nadie garantiza que estemos en condiciones de orillar cualquier asunto; sin embargo, intentarlo ya resulta meritorio y congruente con lo que somos.